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Habiendo aplastado de forma tan expeditiva a los republicanos, podía creerse Cánovas en condiciones de reducir a cualquier enemigo interior. Pero a cada poder le surge el oponente apropiado a su naturaleza, y el que iba a convertirse en la pesadilla del régimen era el anarquismo, tanto rural como urbano. Sobre el peculiar éxito en España de la ideología anarquista, derrotada a escala continental por la versión marxista del movimiento obrero, mucho se ha escrito y no es este el lugar de ahondar en ello. Pero sin duda pesaron, en las simpatías que el ideario ácrata y sus métodos recibieron entre los españoles, una historia llena de indisciplina, tanto social como institucional, donde no solo el pueblo tendía con facilidad a la desobediencia y el desorden, sino que los próceres cambiaban con soltura de los despachos ministeriales a los escondrijos y disfraces propios del proscrito, y viceversa. Los españoles, que habían desalojado a Napoleón con el invento de la guerrilla, y que vivían en un país de dudosa vertebración en muchos aspectos, abrazaron con entusiasmo el método anarquista, basado en la clandestinidad, el caos y la contundente propaganda por el hecho, como el ideal para erosionar el poder que las clases dominantes habían establecido sobre la sociedad por mediación del potente Estado salido de la Restauración. Y el Estado, para salir al paso de esta amenaza, emplearía sin titubear su mejor ariete: la Guardia Civil.

Es momento de indicar que la monarquía alfonsina se comportó con el cuerpo de una manera contradictoria. Por un lado aumentó su plantilla en una medida limitada, hasta los 16.000 hombres, y no fue demasiado generosa ni con los haberes de los guardias (claramente desfasados), ni con sus pensiones (que los abocaban a la indigencia) ni con la dotación presupuestaria, que llegó a resultar insuficiente para comprar, caballos dignos del servicio. Pero por otro le encomendó importantes responsabilidades y le otorgó trascendentales funciones, además de dotarla de considerable autoridad. En particular, destaca la condición de «centinelas permanentes» que por ley se otorgó a los guardias civiles, lo que suponía que cualquier atentado contra estos era objeto del más severo castigo. En congruencia con ello, se estableció un nuevo régimen de acceso y selección que continuaba con el elitismo iniciado con Ahumada, al añadir a la necesidad de saber leer y escribir (en un país que seguía siendo muy mayoritariamente analfabeto) el dominio de las cuatro reglas (algo entonces muy raro entre los españoles) y mantener la exigencia de una estatura mínima nada desdeñable para la época (1,677 metros para infantería y 1,690 para caballería), amén de la previa e irreprochable experiencia militar, de la que solo se eximía «por su especialidad y dialecto» a los aspirantes de las provincias vascongadas. Una vez incorporados los guardias, se sometían a la formación profesional continuada en el propio puesto, cuyo comandante les pasaba una hora diaria de academia, con un periodo más intenso para los nuevos, de entre seis meses y un año, en el que prestaban servicio acompañando al comandante o a un guardia de primera clase. El sistema, complementado con un control continuo del nivel de los guardias, dio buenos resultados. Se creó además el Colegio de Oficiales de Getafe, radicado en el antiguo Hospitalillo de San José de esa localidad madrileña, para nutrir la oficialidad de base de la Guardia Civil con candidatos extraídos entre sargentos de todas las armas (dos de cada tres) y del propio cuerpo (el tercio restante). Siendo buena la idea, los modestos medios del Colegio, y la discriminación a favor de los de fuera y en perjuicio de los de la propia Benemérita, que eran los más experimentados en su servicio peculiar, contribuyeron a que no tuviera demasiado éxito. Tras formar a varias promociones de segundos tenientes, poco apreciados por los suyos, acabó cerrando en 1903.

Por otra parte, también se reforzó la importancia militar de los guardias civiles, al ser tenidos en cuenta por la ley que regulaba el ejército como un cuerpo más de este, con autonomía para desarrollar sus funciones civiles en tiempo de paz. Se ponían bajo el mando militar al declararse el estado de guerra, conforme prevenía la Ley de Orden Público. Por esta vía se integró la Guardia Civil, como un cuerpo militar más, y especialmente escogido, en las campañas contra los carlistas, donde muchas unidades militares ordinarias fueron encuadradas por guardias civiles, esto es, siendo los guardias los cuadros de dichas unidades para asegurar su cohesión y disciplina. Además, en la ruralizada sociedad española de la época (más del 70 por ciento de la población vivía fuera de las zonas urbanas), le tocaba a la Guardia Civil, responsable única del control de las áreas rurales, velar por la seguridad de la mayoría de los ciudadanos. Pero también en las ciudades tuvieron que seguir dando el callo los guardias. El proyecto de Cuerpo de Orden Público, embrión de la futura policía civil, que Sagasta bosquejara en 1870, como ministro de Amadeo I, no se llevó a efecto más que en escasa medida y en la ciudad de Madrid, por lo que en el resto de grandes ciudades, con la obligación de atender a una conflictividad social creciente que eso implicaba, la responsabilidad seguía siendo de la Guardia Civil. Incluso en la capital, dado el empaque insuficiente del Cuerpo de Orden Público, el 14° Tercio continuó constituyendo el auxiliar decisivo para mantener el orden.

Así lo evidenciaron las algaradas de noviembre de 1884 (la llamada noche de Santa Isabel, tras la clausura de la universidad por el autoritario gobernador civil y conspicuo canovista Raimundo Fernández Villaverde) y julio de 1885 (cuando el mencionado e impopular gobernador fue abucheado al acudir junto al gobierno a recibir al rey en la estación de Atocha). En la primera ocasión los guardias civiles ocuparon la universidad, y en la segunda, después de recibir disparos (o eso

se alegó) cargaron contra la multitud, causando un muerto y seis heridos Dos acciones que no contribuyeron precisamente a su popularidad aunque por aquellos mismos días se multiplicaran los esfuerzos beneméritos en auxilio de la población, durante los graves terremotos de Granada y Málaga en la Nochebuena de 1884 o la nueva epidemia de cólera que en la primavera y el verano de 1885 asoló el país.

Pero regresemos a los anarquistas. Su primer aldabonazo serio lo dieron en el campo andaluz, a través de la peculiar sociedad secreta conocida como La Mano Negra. Hacia el año 1878, se puso de manifiesto que la estadística criminal se había disparado en la provincia de Cádiz, y más en particular en la comarca jerezana: a los robos y actos de violencia contra las personas, se sumaban los actos vandálicos, como incendios, destrozos de viñas y otros cultivos. Pronto llegaron los asesinatos, y en las paredes blancas de los cortijos empezaron a aparecer unas manos negras (dibujadas con carbón, recorriendo el contorno de la propia mano apoyada). El movimiento, arraigado en Andalucía gracias a las desigualdades ancestrales en la propiedad de las tierras y en el disfrute de la riqueza, tenía, como su propia iconografía, inspiración internacionaclass="underline" otras Manos Negras actuaron en Francia contra la restauración borbónica, en Italia y en Nueva York. La clave era la ley del silencio que imponían a sus miembros, en la que cifraban, al estilo mañoso, todo su poder. Pero hacia 1883, los periódicos empezaron a informar con cierto sensacionalismo de la hermética organización criminal, lo que hizo cundir el pánico entre la población y engordar rápidamente su leyenda. Aparte de los crímenes propios, se les adjudicaban los cometidos por partidas de bandoleros comunes.