Fue la Guardia Civil, como ya se habrá imaginado el lector, la encargada de desvelar el misterio y neutralizar la amenaza. A su frente se hallaba por aquel entonces el teniente general sexagenario Tomás García Cervino, que había relevado poco antes a Fernando Colomer, marqués de la Cenia, quien había dirigido el cuerpo con pulso firme y talante austero durante los siete primeros años del reinado de Alfonso XII. Hijo de labrador y curtido soldado, Cervino se mostró buen conocedor del medio rural y como gestor, poco proclive a las innovaciones, refiriéndose siempre a Ahumada como «genio organizador». La manera en que los guardias entonces a sus órdenes dieron en desvelar el secreto de La Mano Negra no está exento de ribetes rocambolescos. El primer hilo para tirar de la madeja lo puso sobre la mesa el capitán excedente del cuerpo (y jefe de los guardias rurales de Jerez) Tomás Pérez Montforte, al encontrar, supuestamente, un cuaderno que contenía el reglamento de la sociedad secreta. Según otras versiones, este Pérez Montforte fue acusado por algún campesino de inducirle a quemar cosechas, por lo que bien pudiera estar dentro de la organización y, arrepentido o resentido, decidió tirar de la manta. El cuaderno, con un significativo preámbulo, contenía un reglamento de nueve artículos que describía el funcionamiento de la organización.
Decía el preámbulo: «Considerando que todo cuanto existe y aprovecha para el bienestar y goces de los hombres ha sido creado por la fecunda actividad de los trabajadores. Que por efecto de la absurda y criminal organización de la sociedad presente los trabajadores lo producen todo y los ricos y holgazanes se lo quedan entre sus uñas. Que por esa causa ellos aseguran el imperio eterno sobre los pobres, dentro de cualquier forma de Gobierno que sea […] Que la propiedad adquirida por la renta o el interés es de las que deben considerarse como mal adquiridas, por no haber otra que la directamente adquirida con el trabajo productivo […] Por estas razones y en vista de que todas las leyes están hechas en provecho de sus privilegios y en contra de nuestros derechos: declaramos a los ricos fuera del derecho de gentes y declaramos que para combatirlos como se merecen y es necesario, aceptamos todos los medios que conduzcan al fin, incluso el hierro, el fuego y aunque sea la calumnia. Declaramos querer ser vengadores de nuestros hermanos y para este objeto, y aclarar el gran día de la revolución popular, se fundó en España esta asociación que trabajará de acuerdo con las del mismo carácter y tendencias de todos los países». En el articulado se establecían las reglas de sigilo que debían observar sus miembros para garantizar el carácter secreto de la organización, que incluían la obligación de mantener un oficio fuera de sospecha, así como el castigo para quienes contravinieran ese sigilo: suspensión o «muerte violenta» según la gravedad del desliz. También se pagaba con la muerte, instantánea, la deserción de la que sus fundadores definían como «una grande y formidable maquinaria de guerra», o la desobediencia de las órdenes que emanaban del llamado «Tribunal Popular», formado por diez individuos de la organización. Su constitución, según expresaba su reglamento (que también lo tenía) venía motivada por la necesidad de castigar los crímenes de la burguesía en tanto llegara la revolución social, y mientras la Asociación Internacional de Trabajadores permanecía en la clandestinidad a la que la habían arrojado los gobiernos burgueses al ponerla fuera de la ley. Según este reglamento serán los miembros del tribunal los que decidan a quién ha de represaliarse y cómo, y cada uno «inventará todos los medios de pegar fuego, de asesinar, de envenenar y, en fin, todos los medios de hacer daño». También se solía aleccionar al responsable de ejecutar la acción sobre lo que debía declarar caso de ser apresado.
Entre agosto y diciembre de 1882, La Mano Negra ordena una cadena de asesinatos que desatan el terror, entre los que destacan el cometido en la venta de Trebujena (Jerez) y el cortijo del Algarrobillo (La Parrilla). La gente abandona los cortijos y los campos y la prensa urge al gobierno a actuar. El director general de la Guardia Civil, Cervino, comisiona al capitán José Oliver Vidal, del 14° Tercio con guarnición en Madrid, que acude a Cádiz al frente de su compañía a mediados de diciembre de 1882. Veterano de Marruecos y de la tercera guerra carlista, en la que mandó una columna que operó en Daroca y Gandesa y alcanzó el grado de coronel del ejército, Oliver entra en contacto con Montforte y los jefes de las líneas de Arcos y Sanlúcar de Barrameda y organiza a sus hombres para vigilar y analizar todos los movimientos en los alrededores de los puntos donde se han producido los hechos. Fruto de esa vigilancia es la captura de cinco «manos negras» cuando estaban reunidos para preparar el «encargo» de un vecino al que había que asesinar por no haberse avenido a entregar tres mil reales a cambio de no incendiarle su finca. También se descubrió que tres vecinos de Villamanín, asesinados en el verano de 1882, lo habían sido por no guardar el secreto de la organización.
Tras las primeras detenciones, La Mano Negra reacciona para hacer patente su fuerza, pero solo consigue que sus activistas, perseguidos en caliente, sean rápidamente detenidos por los guardias. Viéndose derrotados, llegan a atentar contra Oliver, que se había ganado los sobrenombres de Contra-mano y Mano-dura, pero pronto empiezan las delaciones en cadena y hacia mediados de 1883 unos dos mil «manos negras» atestan las prisiones de Cádiz y Jerez y varios edificios suplementarios habilitados como cárceles de circunstancias. Los presos pertenecen en su gran mayoría a la FTRE (Federación de Trabajadores de la Región Española), la sección española de la Internacional Anarquista, cuyo principal ideólogo es el tipógrafo Anselmo Lorenzo, y que cuenta en Andalucía con 40.000 afiliados y con 13.000 en Cataluña. Según los críticos del régimen, este es el único crimen de muchos de ellos, y las pruebas en su contra, simples fabricaciones. Los medios afines a los anarquistas proclaman que todo es un burdo montaje a partir de unos asesinatos producidos por rencores personales.
La presión de la prensa internacional, que ante las abultadas cifras de detenidos habla del restablecimiento en España de la Inquisición, lleva al gobierno, que a la sazón encabeza Sagasta, a indultar a cuatrocientos detenidos. El antiguo oficial de milicias, y por tanto viejo rival de los guardias, había puesto en ellos una vez más su confianza (como ya lo hiciera en su paso por el ministerio de la Gobernación durante el sexenio revolucionario) y les había otorgado toda la autoridad necesaria para acabar con el problema. Pero una vez restablecido el orden y neutralizada la amenaza, debía contentar a los suyos.
Oliver fue esclareciendo uno por uno los asesinatos. Especial atractivo para la prensa tuvo la detención de Isabel Luna, joven activista de 23 años, o la de Manuel Gago, Monteagudo, imputado como asesino por la espalda de su primo Bartolomé Gago, el Blanco de Benacoaz, en La Parrilla. Según la investigación, el Blanco era miembro de la organización, así como los propietarios para los que trabajaba, los hermanos Corbacho, y estos, temiendo que fuera a delatarlos, organizaron el crimen, que ejecutaron los «manos negras» de La Parrilla, entre ellos el Monteagudo. El largo proceso, visto ante la Audiencia Provincial, terminó con seis penas de muerte, que fueron cumplidas, otras ocho de diecisiete años y cuatro meses y dos absoluciones. El anarquismo español registraría el hecho en su larga lista de agravios, y a los ejecutados en su censo de mártires. Oliver, por su parte, sería recordado por los suyos como uno de sus más competentes oficiales, prosiguiendo su carrera como jefe del Cuerpo de Orden Público en Madrid.
El 25 de noviembre de 1886 Alfonso XII muere en el palacio de El Pardo, como consecuencia de la tuberculosis que padecía desde hacía tiempo. Tras la muerte de su primera mujer, María de las Mercedes, se ha casado con María Cristina de Habsburgo, archiduquesa de Austria, quien en el momento de la muerte del rey está embarazada de su primer hijo, el futuro Alfonso XIII. Según los historiadores oficiales, el rey expiró exclamando «¡Qué conflicto, qué conflicto!», lo que vendría a condensar su angustia ante la situación en que dejaba al país y a su reina, en un momento en el que se mascaba el malestar larvado bajo la aparentemente eficaz alternancia entre los dos grandes partidos. A decir de los maliciosos, sus últimas palabras fueron algo más ásperas: «Cristinita, guarda el cono y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas». El hecho cierto es que, convertida en regente, se atendría a esa pauta. Tras la muerte del rey, Sagasta cede el gobierno a Cánovas. El 17 de mayo de 1886 nace, ya como rey, Alfonso XIII.