Entre 1886 y 1889, aprovechando la incertidumbre que representa tener a un bebé en el trono, hay amagos de reacciones tanto desde el carlismo como desde el republicanismo, pero no llegan muy lejos. El verdadero enemigo del régimen, que en un exceso de optimismo creen sus dirigentes haber aniquilado con el desmantelamiento de La Mano Negra, es el anarquismo, presto a resurgir justo en la otra esquina de la península: Cataluña. Es un grupo escindido de la FTRE de Anselmo Lorenzo, el denominado Pacto de Unión y Solidaridad, el que va a dar el paso decidido hacia el terrorismo, con letal eficacia.
Ha llegado el momento de las bombas Orsini, así llamadas por Felice Orsini, el nacionalista italiano que lanzó una al paso de Napoleón III en 1858. Estas bombas, que detonaban por contacto, merced a un dispositivo de fulminato de mercurio, aterrizaron en España de la mano de los anarquistas italianos que también trajeron la Idea a la península (desde la llegada, en 1868, del activista Fanelli, que entró en contacto con Anselmo Lorenzo para lanzar el movimiento ácrata español). La ofensiva se inicia hacia 1889, con Sagasta de nuevo al frente del gobierno, y mandando la Guardia Civil el teniente general Tomás O'Ryan, uno de los más ilustrados y cosmopolitas jefes que conocería el Cuerpo, que hablaba con soltura cuatro idiomas y había estado como observador en Austria y en la Guerra de Crimea. Merced a una reorganización del ministerio de la Guerra en agosto de 1889 (por la que, entre otros cambios, brigadieres y mariscales asumieron su denominación actual de generales de brigada y división), su cargo volvía a ser el de inspector general que ostentara en su día el fundador.
En enero de 1889 una bomba Orsini estalla en el comercio Batlló de Barcelona matando a un dependiente. En febrero de 1890 hay otra bomba en la calle de Ausiás March, y el 2 de mayo estallan varios artefactos más. La Guardia Civil, que ha montado un dispositivo para vigilar la celebración del 1 de mayo, detiene a numerosas personas. En julio de 1890 llega al poder Cánovas, con intención de mantener el orden público a toda costa. El país ya no es el mismo, ni la política tampoco, entre otras cosas por la reciente aprobación del sufragio universal bajo la administración de Sagasta, pero el prócer malagueño no se da por aludido. Nombra a dos «duros»: Francisco Silvela en Gobernación, y Fernández Villaverde en Gracia y Justicia. O'Ryan cesa al frente de la Benemérita y lo sustituye el joven teniente general Luis Daban, de tan solo 48 años, que morirá poco después. A este lo sigue Romualdo Palacio, también malagueño como Cánovas, veterano de la tercera guerra carlista y con fama de hombre duro por su gestión como capitán general de Puerto Rico, de donde fue cesado por Sagasta en 1887 por sus excesos contra los independentistas. Será el encargado de hacer frente a la ofensiva anarquista, que se recrudece después de la crisis de finales de 1891 en el gabinete de Cánovas, provocada por el choque entre Silvela, que respalda la detención por parte de la Guardia Civil de la duquesa de Castro-Enríquez, a raíz de una denuncia de malos tratos a una sirvienta, y el grueso del partido canovista, que la reprueba. De la crisis sale como nuevo ministro de Gobernación Fernández Villaverde. A comienzos de 1892 hay unas algaradas anarquistas en Jerez que culminan con el degollamiento con una hoz de un joven apellidado Palomino, escribiente de profesión, a manos de un exaltado conocido como el Lebrijano. La carga posterior de la Guardia Civil deja tres muertos, se practican decenas de detenciones y en los juicios posteriores se dictan cuatro sentencias de muerte. El gobierno, inclemente, ejecuta a garrote vil a los cuatro reos, incluido el Lebrijano.
El mismo día de las ejecuciones, dos bombas Orsini estallan en la sede de la patronal en Barcelona. Otra bomba explota en la Plaza Real, matando a un mendigo. La Guardia Civil y la policía judicial practican en los días siguientes varias detenciones. Entre los apresados se encuentran tres anarquistas italianos. Los hechos causan tal conmoción, y es tal la escalada de acciones y de detenciones de activistas prestos a atentar, que acaba precipitando la caída del gobierno de Cánovas. El 7 de diciembre de 1892 el presidente dimite y lo reemplaza Sagasta, a quien le va a tocar bregar con la peor parte del conflicto. Demostrando su capacidad de olvidar pasados roces, Sagasta, a través de su ministro de Gobernación, Venancio González, mantiene en la Inspección General de la Guardia Civil al «duro» Romualdo Palacio.
El 24 de julio de 1893 marca el punto de inflexión en los acontecimientos. El capitán general Arsenio Martínez Campos se dispone a pasar revista a las tropas en la Gran Vía de Barcelona. En ese momento, el anarquista barcelonés Paulino Pallas arroja dos bombas Orsini a los pies de su caballo, que cae destrozado por la metralla. Varios oficiales quedan heridos, entre ellos el propio general, algunos paisanos resultan afectados también Por la explosión (entre ellos una joven a la que se le amputa la pierna) y muere el guardia civil Jaime Tous. Pallas es capturado por los guardias y policías que salen en su persecución. Juzgado en consejo de guerra, se lo fusila el 6 de diciembre en los fosos de Montjuíc. Antes de recibir la descarga grita: «¡ Seré vengado!»
Y vaya si lo fue. El 7 de noviembre de 1893, mientras se representaba en el Teatre del Liceu el segundo acto de la ópera Guillermo Tell, una bomba Orsini lanzada desde el cuarto piso hacía explosión entre las filas 13 y 14 del patio de butacas. La sala quedó a oscuras, cundió el pánico y se produjo una avalancha hacia la salida. En total, veinte muertos y cien heridos. La laboriosa investigación que siguió fue conducida por el joven teniente de la Guardia Civil Narciso Portas (nacido en La Habana en 1870, e incorporado al cuerpo en la isla caribeña) por aquel entonces jefe de la línea de Gracia. Sus pesquisas lo llevaron a al descubrimiento de un depósito de explosivos en Vilanova i la Geltrú y otro en una cueva al pie de Montjuíc. El hallazgo de los artefactos permitió reconstruir cómo habían sido fabricados, ayudó a conectar la organización clandestina con los atentados anteriores y finalmente desembocó en la detención de más de cien personas. El 21 de abril de 1894 morían ejecutados siete anarquistas en los fosos de Montjuíc, y el
27 de julio se abría el consejo de guerra por el atentado del Liceu. Su cerebro, Santiago Salvador Franch, se sentaba en el banquillo, tras reponerse del tiro que se pegara en un costado cuando dos guardias civiles irrumpieron para detenerlo en su escondite de Zaragoza. Según la versión policial, claro. Para sus correligionarios, no se trataba sino de un caso más de extralimitación de los agentes del orden. Durante todo el proceso, Salvador se comportó de forma sumisa (incluso trabó amistad con el capellán de la cárcel, pidiéndole las obras de Balmes) y llegó a implorar clemencia enviando fotos en las que aparecía con su hija a personas influyentes. Todo fue en vano. Condenado a la pena capital, en el momento de su ejecución gritó: «¡Viva la anarquía!»
A esas alturas, era evidente que el terrorismo anarquista barcelonés era un fenómeno bien organizado y con conexiones internacionales. El gobierno liberal promulgó una ley antiterrorista, de la que fue ponente José Canalejas, y que los conservadores consideraron excesivamente blanda. El descontento en el estamento militar, por la inseguridad y por la política de recortes presupuestarios de los liberales en relación con el ejército colonial, provocó la caída de Sagasta. En marzo de 1895, Cánovas volvía a la presidencia. Justo a tiempo de encontrarse con el que sería el más salvaje atentado de los anarquistas en Barcelona, la bomba arrojada al paso de la procesión del Corpus Christi por la calle de Cambios Nuevos (o Canvis Nous), que causó doce muertos y cien heridos, todos paisanos de extracción humilde que presenciaban el acto religioso. La reacción gubernamental fue inmediata, y el teniente Portas, por su acreditada eficacia, tomó las riendas de una investigación que en dos meses había llevado a la cárcel a doscientas personas, muchas de ellas inocentes. Mediante interminables y ásperos interrogatorios, se llegó a establecer quiénes debían quedar en libertad y quiénes estaban tras el atentado. Su principal responsable resultó ser el italiano Ascheri, autor material, que había asumido la acción ante los titubeos de sus compañeros Nogués y Burleta, y el fabricante de la bomba, el cerrajero Alsina. Los cuatro fueron ejecutados.