El éxito de los métodos de Portas le valió ser nombrado en septiembre de 1896 jefe de la sección especial de policía judicial encargada de lidiar con el terrorismo anarquista, en la que se integraron guardias civiles (entre ellos otro teniente, Canales) y los inspectores Plantada y Teixidó. La unidad especial se hizo pronto famosa por su efectividad y sus tácticas resolutivas. Los periodistas sensacionalistas hablaban de toda clase de torturas, arrancamiento de uñas incluido. Uno de los más incisivos era Alejandro Lerroux, dirigente del partido republicano. Sea como fuere, a Portas se le encomendó una misión, que además tenía detrás una creciente sensibilización popular, desde que el activismo ácrata había dado el comprometido paso de cometer atentados indiscriminados. Y Portas, como buen benemérito, la cumplió.
Para el verano de 1897, el terrorismo anarquista estaba bajo control. O eso parecía. El 8 de agosto, el anarquista italiano Angiolillo asesinaba a Antonio Cánovas mientras descansaba en el balneario de Santa Águeda, en Guipúzcoa. La Idea había consumado su desquite.
Capítulo 8
Muerto Cánovas, su sistema siguió funcionando durante unos años con el relevo entre Sagasta, que seguía al frente de los liberales, y Francisco Silvela, que asumió las riendas del partido conservador. Pero con la desaparición de su inspirador, y llegada al vencimiento la factura de sus errores, el régimen de la Restauración resbalaba hacia su descomposición inevitable. La situación en las colonias estaba a punto de venirse abajo. Había surgido un nuevo frente en Marruecos, tras la desgraciada aventura del general Margallo en la zona de Melilla en 1893, pagada con la vida por el imprudente general, y origen de un conflicto del que habían de derivarse ulteriores y gravísimas calamidades. Y la derrota policial del movimiento obrero, en la figura de su vanguardia terrorista, no era más que un espejismo momentáneo, que además, por la dimensión y la intensidad de la respuesta represiva, iba a tener un coste futuro muy superior al beneficio inmediato.
El protagonismo de la Guardia Civil, encarnado por esas dos figuras en cierto modo paralelas, el capitán Oliva, liquidador de la Mano Negra, y el teniente Portas, azote del anarquismo barcelonés, merece alguna reflexión. Porque esas dos figuras y su ejecutoria contribuyeron a convertir a la Benemérita en la bestia negra del obrerismo, y sus nombres y su labor han quedado en la memoria de la izquierda española asociadas a las connotaciones más nefastas. Contra los dos, además, se produjeron atentados. Ya hemos aludido al que sufriera Oliva, pero hemos de añadir que el 5 de septiembre de 1897 el teniente Portas fue tiroteado en plena plaza de Cataluña, mientras recibía novedades de sus auxiliares en la sección especial los inspectores Plantada y Teixidó. Resultaron herido Teixidó y Portas, y al agresor, de apellido Sempau, se lo condenó a la pena capital, que le fue finalmente conmutada.
Es muy de imaginar que ambos oficiales de la Guardia Civil se condujeron en sus investigaciones con una falta de miramientos que hoy consideraríamos como maltrato policial. Hasta donde llegaran regularmente las torturas, si alcanzaron los extremos truculentos en que se recreó la prensa sensacionalista, o fueron menos espectaculares, es cuestión que ya no podremos dilucidar, y que de seguro conocería sus excepciones, para mejor o para peor. Pero resulta difícil creer que esos dos hombres, como pretendería la propaganda anarquista, fabricaron una montaña de pruebas falsas para enterrar a personas inocentes o generosos luchadores por la libertad. Lo del amaño parece poco coherente con su ejecutoria previa y posterior, con la filosofía que había demostrado tener una y otra vez el cuerpo al que pertenecían y con su implicación en los hechos: ambos actuaron a posteriori de crímenes notorios y alarmantes, acudiendo al lugar de los asesinatos por orden superior el uno, en su condición de responsable de la demarcación donde estallaron las bombas el otro. Y considerar luchadores por la libertad a quienes tirotean por la espalda o arrojan bombas a la muchedumbre es algo que a estas alturas del siglo XXI, al menos, es un juicio que pocos podrán seguir manteniendo. Como detalle curioso, no sobra referir lo que acabó ocurriendo entre uno de estos dos oficiales, el teniente Portas, y uno de sus más acérrimos fustigadores, el radical Alejandro Lerroux. Años después de los hechos, cuando ya Portas no estaba destinado en Cataluña, sino en Alcalá de Henares, Lerroux volvió a la carga en el parlamento, donde ya ocupaba escaño, sobre el tema de la guerra sucia contra el anarquismo y los fusilamientos de Montjuíc, asunto predilecto de los sectores adversos al régimen para provocar su desprestigio. Portas, harto del acoso y de lo que consideraba una difamación, retó a duelo al político, notorio espadachín, que incluso recibía clases de esgrima en las dependencias de su periódico, para hacer frente a esta clase de lances. Lerroux no consideró, sin embargo, oportuno o prudente cruzar su acero con el del benemérito, y rehusó el duelo. Al final Portas lo increpó en plena calle, donde acabó corriéndolo a bastonazos. Al día siguiente, el hasta entonces inclemente censor de la Benemérita hizo público un comunicado en el que dejaba claro que «sus acusaciones no habían sido nunca dirigidas contra la Guardia Civil». Y desde ese momento el conspicuo jefe republicano mostró un talante totalmente distinto frente a los guardias.
En todo caso, lo que resulta evidente es el deterioro que para la imagen del cuerpo supuso su puesta en vanguardia de la represión del obrerismo violento, y que llegó a tal extremo que en julio de 1901 el gobierno de Sagasta cursó una circular a todos los gobernadores civiles exhortándoles a velar por el respeto a la institución, tomando enérgicas medidas administrativas y emprendiendo acciones legales contra quienes faltaran al respeto de su buen nombre. Flaco favor, porque la persecución encarnizada de quienes con sus ataques ponían de manifiesto el severo desgaste al que la política del gobierno había expuesto a los guardias civiles no hacía sino acrecentar el daño causado.
Pero volvamos a 1897. Lo verdaderamente preocupante en esos días es lo que sucede en las lejanas colonias de Cuba y Filipinas. Dos casos distintos y distantes, parafraseando a un político español del siglo XX, pero cada uno con su interés, y cada uno escenario de multitud de episodios apasionantes y aun fascinantes que en este libro, por su alcance, no podemos aspirar a detallar. Tampoco en lo que se refiere a la Guardia Civil, que en Cuba tenía cerca de 5.500 hombres y en Filipinas, al final del dominio español sobre el archipiélago, 3.000 hombres y cuatro tercios de la Guardia Civil Indígena, incluido el llamado, por analogía con el de Madrid, Tercio de la Veterana, que velaba por la seguridad de Manila. Digamos que la mayor diferencia entre ambas colonias fue el ingente esfuerzo que se hizo para defender Cuba, la joya de la Corona, mientras que en Filipinas, mucho más remota y menos interesante para los políticos de la metrópoli, el gasto fue mucho menor, lo que también repercutió en la actuación de los beneméritos.