A partir del siglo XVI, con la disolución de esta Santa Hermandad Nueva, las Hermandades cayeron en una cierta decadencia. Incluso llegaron a servir para lo contrario de lo que había llevado a su fundación: apuntalar el poder y amparar los abusos de los caciques locales. La caída vertiginosa de su prestigio llevó a sus filas a elementos más que sospechosos, y en época de Cervantes su descrédito era casi total, como atestiguan las páginas del Quijote: «Venid acá, gente soez y mal nacida; venid acá ladrones en cuadrilla que no Cuadrilleros, salteadores de camino con licencia de la Santa Hermandad». Sobrevivieron las Hermandades en Castilla de forma residual, con funciones al final meramente honoríficas, hasta su completa extinción en 1835.
Instituciones similares funcionaron en otros reinos. Hermandades medievales hubo también en Navarra y Aragón, y en Cataluña actuó, hasta bien avanzado el siglo XX, el famoso Somatén, especie de cuerpo de reserva de ciudadanos armados para perseguir el delito y restaurar el orden en caso de emergencia. La complejidad del tejido policial y parapolicial español a comienzos del siglo XIX la completaban los cuerpos regionales de seguridad. Entre otros, podemos mencionar a los Guardas de Costa del Reino de Granada, los Escopeteros Voluntarios de Andalucía, Los Migueletes y Fusileros del Reino de Valencia, los Guardas del Reino de Aragón, los Miñones y Migueletes de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa y los Mossos d'Esquadra catalanes. Todos ellos proponía Pedro Agustín Girón refundirlos en un solo cuerpo distinto del ejército, lo que según argumentaba traería grandes beneficios. Por un lado, el ejército dejaría de desgastarse en operaciones policiales, y por otro, se terminaría con el trastorno social que producía el que los vecinos de los pueblos se vieran obligados a abandonar sus labores para perseguir bandidos, con el riesgo para sus vidas y el perjuicio para sus haciendas inherentes a tal empresa.
Un cuerpo único, una sola dependencia, un servicio uniforme, individuos escogidos. Tal era la propuesta, de la que aparte de la seguridad pública se seguiría una ganancia nacional más que significativa: «La circulación interior, obstruida en el día hasta un grado difícil de concebir, quedará libre de los inconvenientes que en la actualidad la entorpecen y de este modo el comercio y el tráfico de nuestro país, que debe prosperar rápidamente por efecto del nuevo orden de cosas, encontrarán en este Cuerpo una protección bien necesaria a sus operaciones». Y prosigue el proyecto: «Su existencia y la exactitud en el servicio harán pronto ilusorio el aliciente que pueda ofrecer a los malvados la profesión de salteadores. Por ello no solo se evitarán las extorsiones que con tanta frecuencia se cometen, sino que disminuyéndose los crímenes, serán en menor número los castigos, y una porción de la sociedad descarriada de su deber dejará de emplearse en esta criminal ocupación, luego que sepa que hay unas tropas siempre dispuestas a perseguirla».
Los dos pasajes transcritos acreditan el espíritu profundamente liberal que animaba el proyecto. En definitiva, se trataba de crear las condiciones para que el país pudiera superar su atraso, a través de la actividad económica y del cumplimiento de las leyes. Es el momento de decir que Pedro Agustín Girón, marqués de las Amarillas, tenía a la sazón como ayudante de campo a su hijo Francisco Javier María Girón Ezpeleta las Casas y Enrile, que habría de sucederle en ese título y también en el de duque de Ahumada, concedido por la reina gobernadora quince años después, en su segundo paso por el Ministerio de la Guerra. La implicación más que probable de Francisco Javier en la redacción de este proyecto, junto con la impregnación de su espíritu, resultan de vital importancia para entender el origen y el carácter de la Guardia Civil, el cuerpo que tras la muerte de su padre (en el año 1836) y ya convertido en quinto marqués de las Amarillas y segundo duque de Ahumada, iba a encargarse de constituir y organizar.
Pero regresemos al verano de 1820. El proyecto de Pedro Agustín Girón comprendía una detallada estructura militar, que suponía una simplificación burocrática respecto de la del ejército, para adecuar mejor la Legión de Salvaguardias Nacionales a su cometido. Especificaba el proyecto que para el servicio los Salvaguardias dependerían de las autoridades civiles (o «jefes políticos») reservándose las militares todo lo relativo a su «organización, inspección y reemplazo». O lo que es lo mismo: naturaleza militar, dirección civil. Otro rasgo que retendremos, a la hora de entender la peculiar filosofía inspiradora de la Guardia Civil, y que llevaría a condicionar su propia denominación.
Pero todos los esfuerzos del teniente general, todo su esmero en concebir un cuerpo que fuera a la vez eficaz y compatible con sus aspiraciones liberales, se estrellaron contra unas Cortes que vieron en él un ataque a la Milicia Nacional y un sesgo reaccionario. No sería esta la última ocasión en que el espíritu de una España regeneradora, distante por igual del despotismo y del desorden, sucumbía derrotado por uno o por otro, cuando no por la conjunción de ambos. Mucho de esto le tocaría vivir, después de sufrirlo en su remoto origen, al cuerpo que acabaría saliendo de aquel frustrado proyecto. En 1822, padre e hijo partieron al exilio en Gibraltar, del que no regresaron hasta que los Cien Mil Hijos de San Luis repusieron al rey Borbón en su poder absoluto. Pero en este nuevo periodo tampoco se contó con ellos.
De hecho, en la última década del reinado de Fernando VII el modelo que se impulsó desde el gobierno fue el de una policía civil, que prestaba especial atención a las ciudades, descuidando el ámbito rural (y por tanto, manteniendo desatendido el problema de la inseguridad de los caminos). Además se la cargó, por inspiración de Calomarde, con funciones de policía política, al perseguir como «enemigos de la Religión y el Trono» a los adversarios del régimen. En 1829 se fundaba el Real Cuerpo de Carabineros de Costas y Fronteras, para perseguir el contrabando (y el perjuicio que causaba a la Real Hacienda).
A la muerte de Fernando VII se abrió la espinosa cuestión sucesoria encarnada en su hija Isabel, aún niña, con su muy deplorable consecuencia la primera guerra carlista. De nuevo las reformas quedaban aplazadas para hacer frente a una emergencia nacional que no contribuiría, por cierto, a mejorar los problemas endémicos, y menos los de la seguridad interior. La madre de la joven reina Isabel II, y regente del trono, la napolitana María Cristina de Borbón Dos Sicilias, hubo de echarse en brazos del partido liberal para hacer frente a la ola involucionista que apoyaba las pretensiones al trono de Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII. En 1834 encargó formar gobierno a Martínez de la Rosa, bajo cuyo mandato se procedió a intentar extirpar los restos del feudalismo hispánico, incluyendo la desamortización de los bienes eclesiásticos dirigida por Juan Álvarez Mendizábal. La campaña militar contra los carlistas, bien atrincherados en sus bastiones de Navarra, el País Vasco, Cataluña y el Maestrazgo, dio un papel eminente a los generales, y en particular a Baldomero Espartero, el Pacificador que cerró en 1837 con el Convenio de Vergara el grueso del conflicto bélico (quedaría solo Ramón Cabrera, guerreando en Cataluña y Valencia) pero al precio de incorporar a un ejército hipertrófico a los cuadros y combatientes del enemigo. Tanto poder alcanzó Espartero, que se hizo nombrar príncipe (de Vergara), usó tratamiento de Alteza Real y forzó en octubre de 1840 el exilio de la regente, dejando en Madrid a su hija, la reina niña. No estaba nada mal, para un soldado de humilde origen hecho a sí mismo de batalla en batalla.