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Tras la muerte de Cánovas, el duro Weyler fue reemplazado por el general Blanco. Intentó una política más conciliadora, que incluyó la concesión de autonomía política a la isla. Pero era tarde, y aquello ya no bastaba. Los Estados Unidos envían el 25 de enero de 1898 a La Habana el navío de guerra Maine, para «garantizar la vida y las propiedades de los norteamericanos». El 15 de febrero, el barco, amarrado en el puerto, salta por los aires. Mueren 256 de sus 355 tripulantes. Sobre quién lo hizo han circulado varias teorías: los estadounidenses atribuyeron la acción a los españoles, con cuyo pretexto declararon la guerra; algún periódico norteamericano se la cargó a los propios rebeldes cubanos, para forzar la entrada de Estados Unidos en el conflicto; otras fuentes apuntaron a una explosión espontánea en la santabárbara del buque; y no faltan investigadores que, con apoyo en documentos recientemente desclasificados, imputan el hecho a los propios norteamericanos. Sea como fuere, los estadounidenses entraron en liza, deshicieron en Santiago la flota del almirante Cervera y fueron cruciales para desequilibrar la guerra en tierra. De nada sirvió el heroísmo de los españoles en combates como el del Caney, donde 472 soldados (incluido el cura Gómez Luque, ex sargento de la Guardia Civil que volvió a empuñar las armas en la ocasión) hicieron frente durante días a una división norteamericana compuesta por 7.000 hombres.

En diciembre de 1898, los acuerdos de París entregan Cuba a los Estados Unidos (con una promesa de independencia de cuyos avatares da buena cuenta la historia posterior) junto a Puerto Rico y Guam. Con la venta en 1899 a Alemania de las islas Carolinas, Marianas y Palaos, indefendibles por su lejanía y la pérdida total de la flota, el imperio en el que no se ponía el sol se convertía en un definitivo recuerdo.

El mazazo al orgullo nacional, redondeado por el ominoso regreso de los miles de soldados enfermos y derrotados (aquellos buenos chicos, armados con fusiles excelentes que no sabían cómo usar, según los definió un general español) fue tremendo. Sobre aquel país melancólico y que mantenía sin resolver, más bien al revés, sus conflictos internos, iba a asumir plenamente sus funciones el rey Alfonso XIII, de nada prometedor ordinal. Ocurrió el 17 de mayo de 1902, fecha en que el nieto de Isabel II cumplía los dieciséis años. En el gobierno estaba Sagasta, a quien le había tocado el triste trago de liquidar los retales del imperio, con Weyler en el ministerio de la Guerra y Moret en Gobernación. Al viejo dirigente liberal le apetecía poco seguir en la brecha, y de hecho llegó a presentar su dimisión poco después, pero el rey lo forzó a seguir en el cargo, lo que aceptó de mala gana.

El reinado personal de Alfonso XIII no comenzó demasiado bien. De nuevo el foco de las revueltas vino de Cataluña, soliviantada por el decreto sobre el uso del catalán en la enseñanza que había preparado el ministro de Instrucción Pública, el conde de Romanones. Se trataba no de limitar el uso del «dialecto» (como se denominaba al idioma) en la enseñanza, sino que se utilizara para enseñarles en él la doctrina a los niños que ya conocieran el castellano. La norma dio origen a unas algaradas estudiantiles que acabaron con una pareja de guardias a caballo irrumpiendo en la universidad barcelonesa tras haber sido apedreados por unos estudiantes que se refugiaron allí. Las protestas del rector, las disculpas del gobernador civil, y el respaldo de Weyler a los guardias, acabaron desencadenando en diciembre la crisis del gobierno. A Sagasta lo reemplazó Francisco Silvela, que nombró para Guerra al general Linares y para Gobernación a Antonio Maura.

Sagasta apenas sobrevivió un mes a su cese. Murió el 5 de enero de 1903, y el valor simbólico de su desaparición, con la que se consumaba la del tándem que había sostenido el reinado de Alfonso XIII en su minoría de edad, vino subrayado por el atentado que sufrió el monarca el 10 de enero de 1903, a cargo de José Collar, al que se presentó como un perturbado mental, resentido con el acompañante del rey, el duque de Sotomayor. A lo largo de febrero se suceden los disturbios, en Reus, Barcelona, Cádiz, Vigo, con múltiples huelgas de las que se abstienen los socialistas, por considerar su jefe (y fundador del PSOE en 1879), Pablo Iglesias, que las movilizaciones no buscan mejoras para los trabajadores sino que están relacionadas con oscuros fines políticos. En abril hay graves sucesos en Salamanca, donde los estudiantes entran en refriega con la Guardia Civil, que responde a las pedradas con cargas que se saldan con dos estudiantes muertos, contribuyendo a que la consideración popular de los beneméritos salga una vez más malparada. También estalla el caos en Madrid (con una batalla campal en Lavapiés, entre las 7.000 cigarreras de la fábrica de tabacos y las fuerzas del orden), Asturias, Jumilla, Almería. El 31 de mayo, al paso por la calle Mayor de Madrid de la carroza que conduce al rey Alfonso XIII y a su flamante esposa, María Victoria Eugenia de Battenberg, el anarquista Mateo Morral arroja un ramo de flores que contiene una bomba. La pareja real resulta ilesa, pero 23 madrileños pierden la vida. En julio, desbordado, cae Silvela, sustituido por Fernández Villaverde.

Tampoco este lo tuvo fáciclass="underline" el 1 de agosto hubo de enfrentarse una huelga general, que desató el motín anarquista de Alcalá del Valle (Cádiz), donde un grupo de 500 agitadores desarmó a los guardias del pueblo y tomó la casa-cuartel, lo que originó la contundente respuesta de la Guardia Civil de la provincia. Hubo decenas de detenciones y de procesamientos, tras unas enérgicas diligencias en las que según la oposición se había recurrido intensivamente a la tortura. La campaña de descrédito contra el cuerpo fue feroz, llegando a acusarse a los guardias de la castración del detenido Salvador Mulero, que examinado por la academia de Medicina sevillana resultó estar entero, lo que, salvo milagro quirúrgico improbable para la época, denotaba la poca agudeza visual del periodista de El Gráfico que daba fe de haber constatado la emasculación. En las diligencias especiales que instruyó sobre aquellos hechos el magistrado de la Audiencia de Sevilla Felipe Pozzi, se exoneró de toda responsabilidad a la Guardia Civil.

En cualquier caso, la situación había llegado a tal extremo que des el gobierno empezó a plantearse la sustitución de la Guardia Civil en aquellas funciones de orden público que de manera tan alarmante la estaba minando como institución y en la estima de la ciudadanía. Desde el propio cuerpo, a través de sus boletines internos, empezaron a alzarse voces pidiendo que no se enviara a los guardias a disolver tumultos urbano; manifestaciones, porque era exponerlos una y otra vez a ser agredido; insultados, trance en el que lo único que podían hacer era tirar del armamento que tenían (a la sazón, el fusil Máuser) lo que traía siempre con consecuencia la provocación de bajas entre los manifestantes, demasiado a menudo heridos graves o muertos. Se sugirió la conveniencia de que en esas ocasiones los guardias llevaran munición de menor potencia ofensiva. Y estas consideraciones fueron decisivas para que se impulsara el nuevo cuerpo de Seguridad y Vigilancia, con sus dos ramas, de policía uniformada y de paisano. Sucesor del cuerpo de Orden Público y antecesor de la policía civil actual, se lo destinaría a enfrentar ad hoc el problema de la conflictividad urbana, equipado con el material adecuado, en vez de las armas de guerra de las que tenían que echar mano los sufridos beneméritos.