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Lo peor fue lo que pasó en Cullera, donde un voluntarioso juez, Jacobo López, titular del juzgado de Sueca, se presentó con su secretario y un alguacil para tratar de sofocar por el diálogo el motín que había estallado en el pueblo aprovechando la ausencia de la Guardia Civil, concentrada en Valencia para hacer frente a la enésima huelga general. Los huelguistas, dirigidos por el anarquista Juan Jover, alias el Chato de Cuqueta, acaban con el juez y sus hombres, que en vano sacan los revólveres para defenderse. Al secretario lo apuñalan con una aguja de alpargatero; al alguacil lo apuñalan y lo tiran al Júcar, aplastándolo con una piedra para hundirlo. El juez perece de un hachazo en la cabeza. Los guardias regresan y en pocos días esclarecen los hechos. El Chato y los suyos son procesados y condenados, pero finalmente se les concede el indulto, bajo la presión de Lerroux, que había convocado otra huelga general para el caso de que se les ejecutara. La investigación de los guardias se puso en entredicho, con nuevas denuncias de torturas. El gobierno acabó nombrando un tribunal médico, formado por médicos civiles y militares y dirigido por el rector de la Universidad de Valencia, que certificó no haber encontrado vestigios de que a los procesados se les hubiera infligido tormento alguno.

El general Martitegui, de nuevo director general del cuerpo, agradeció al capitán general de Valencia, Echagüe, que hiciera públicos los resultados, y respecto de cómo se había seguido el proceso desde la Benemérita, le escribió: «Segura conmigo del éxito de la prueba, ni la preocupaba esta ni sentía otra impaciencia que la natural por la vindicación de la nueva afrenta recibida. Hoy deja a los tribunales el castigo de los impostores y prosigue tranquila su misión benéfica y protectora, con el estímulo de su propia conciencia». He aquí los términos del conflicto: de un lado unas masas populares cada vez más cargadas de motivos y más propensas a la furia incontrolada; y de otro, unos resignados guardias abocados a enfrentarlas una y otra vez y a ser escogidos como diana de todas las críticas y de todos los improperios.

Como triste colofón de su accidentado mandato, Canalejas cayó asesinado el 11 de noviembre de 1912 ante el escaparate de la librería San Martín, en la Puerta del Sol, a manos del anarquista Manuel Pardiñas. Tras él tomó el relevo al frente de los liberales el conde de Romanones, una de cuyas primeras diligencias fue la creación de la Dirección General de Seguridad, a cuyo frente se situó Ramón Méndez Alanís, con el objetivo de reorganizar la policía gubernativa y especial responsabilidad en la capital. El trabajo, germen de la moderna policía civil española, lo acabaría haciendo, tras la súbita muerte de Alanís, su sucesor, el general procedente de la Guardia Civil Manuel de la Barrera. De donde se sigue la paradoja de que la Benemérita fuera clave, incluso, en la formación de la que había de ser su futura competidora.

A Romanones lo sucede Eduardo Dato, nuevo jefe de los conservadores tras negarse Maura a formar gobierno. Quisieron los nuevos gestores del régimen prorrogar el viejo sistema de manipulación a conveniencia de los resultados electorales, lo que cebó aún más la ira popular. El estallido más grave se dio en el pueblo malagueño Benagalbón, donde un grupo de vecinos se lanzó al asalto del colegio electo al correrse la voz de que había habido compras de votos. El cabo del pueblo y los tres guardias de que dispone se personan para tratar de apaciguar 1os ánimos. Alguien da la voz de ir a por ellos y se desata una verdadera carnicería A tres los cosen a cuchilladas, aunque sobrevivirán. El cuarto, el guare Domingo Almodóvar, acaba con la cabeza separada del tronco. Los guardias eran fundadamente remisos a emplear los fusiles contra la gente pero, e puestas con crudeza las cosas, por aquellos días y en aquella España el dilema era acabar como Malpelo, vivo tras darles pasaporte a cuatro, o como Almodóvar, hecho trozos por permitirse un instante de duda. Con el escarnio que a los instigadores del crimen, como ocurrió en el caso de Benagalbón, los acabara indultando por conveniencia política de un régimen que ten necesidad de purgar su mala conciencia.

Volvió después de Dato el conde de Romanones, mediada ya la Primera Guerra Mundial, en la que España mantendría una neutralidad tan oportuna como rentable. Poco después comienza a gestarse, a principios de 1917, la huelga general revolucionaria. Como anticipo, se suceden los conflictos por toda la geografía nacional. Incapaz de sujetar la situación, Romanones cede el mando al demócrata liberal Manuel García Prieto, marqués de Alhucemas, que apenas gobierna unos meses, hasta mediados de año. Durante su mandato hubo de enfrentarse a la delicada situación que habían planteado las Juntas de Defensa, órganos en principio ilegales que agrupaban a militares descontentos por la situación del ejército, y en particular por los favoritismos en los ascensos y la prodigalidad en las recompensas que se otorgaban a los destinados en el frente marroquí. La iniciativa rozaba la insubordinación, cuando no la sedición, pero contaba con una cierta indulgencia real.

Cuando Dato retorna al poder, en el verano de 1917, se ve obligado a legalizar las juntas, que desafían sin ambages al gobierno. La muestra de debilidad del régimen alienta a quienes anhelan derribarlo, que ven llegada (así lo entenderán tanto Lerroux como Pablo Iglesias) la hora de asestarle un golpe definitivo. En marzo, los dirigentes del sindicato socialista, la UGT, Julián Besteiro y Francisco Largo Caballero, y los de la CNT, Ángel Pestaña y Salvador Seguí (conocido como el Noi del Sucre) acuerdan el lanzamiento una huelga general indefinida. El 5 de julio se reúne en Barcelona una asamblea de parlamentarios, con 20 senadores y 39 diputados, incluidos Lerroux y Pablo Iglesias, que suscriben el 18 un documento en el que piden una amplia autonomía para Cataluña, por influjo de los sectores catalanistas, representados por Cambó, y proponen cambiar la estructura del estado, para lo que se postulan como asamblea constituyente. Hacen también un guiño a los militares junteras, al manifestar su deseo de que «el acto realizado por el Ejército […] vaya seguido de una profunda renovación de la vida pública española, emprendida y realizada por sectores políticos». Los socialistas, con la aquiescencia de Lerroux, buscan conectar el movimiento político con la huelga. Los anarquistas, recelosos de toda connivencia con los partidos burgueses, se resisten.