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Al mando del cuerpo se suceden a lo largo de la segunda década del siglo XX varios directores generales de heterogéneo perfil. Alguno dejó poca huella, como el ex ministro y teniente general Luque y Coca (el denostado autor de la Ley de Jurisdicciones), mucho más atraído por la política, o los efímeros Enrique Orozco y Antonio Tovar, que dirigieron la época de transición entre 1915 y 1917. Más peso tuvo y más huella dejó el teniente general Ángel Aznar Butigieg, que pese a mandar el cuerpo durante poco más de un año (de enero de 1912 a marzo de 1913), tomó una serie de medidas de perdurable alcance.

En los años inmediatamente anteriores a su mandato ya se habían abordado algunas cuestiones apremiantes, como la adaptación y simplificación del vestuario (sesenta años después, el diseñado por el fundador había dejado manifiestamente de ser práctico para el servicio, amén de resultar muy costoso de mantener) y algunas mejoras económicas, en forma de pluses y ayudas, que paliaron algo la penuria en que vivían los guardias (también con los haberes congelados desde su fijación inicial). Por otra parte, el gobierno Canalejas había aprobado en 1911 un incremento de plantilla de 800 hombres, hasta acercar el total del cuerpo a los 19.000. Aznar se ocupó de mejorar la formación de los guardias y de sus familias: potenció el colegio de guardias jóvenes de Valdemoro y fundó en Madrid el Colegio Infanta María Teresa, en el que se daba instrucción a los hijos del cuerpo y se les ofrecía residencia a los que destacaban para que cursaran estudios superiores.

Promovió además el estudio, primero en Valdemoro y luego en las comandancias, de las nuevas técnicas dactiloscópicas y de identificación, en las que los guardias fueron pioneros en España. Y abordó la renovación sistemática del parque de casas cuartel, muchas de ellas inadecuadas o ruinosas, y otras en precaria situación de uso, como reveló el episodio chusco de un rico propietario que al ir los guardias del pueblo a buscar a su hijo para que se incorporara a filas, reaccionó airado exigiéndoles que abandonaran el inmueble que había cedido sin título alguno al cuerpo como casa-cuartel. Por último, se le debe a Aznar una decisión de corte más simbólico, pero que también ha llegado hasta nuestros días: la elección como patrona de la Guardia Civil de la Virgen del Pilar, proclamada el 8 de febrero de 1913.

La revolución de 1917, con su resaca, le tocó gestionarla al general Salvador Arizón, nombrado en julio de ese mismo año. Tras la huelga, y la condena a cadena perpetua de los miembros del comité revolucionario, las Juntas de Defensa se crecen y desafían al gobierno de Dato. Llegan a dirigirse al rey, al que le plantean su voluntad de intervenir en política «para salir de la somnolencia y evitar la ruina de la patria». Dato dimite y lo sustituye el liberal García Prieto al frente de un gobierno de concentración nacional, en el que las juntas imponen al ministro de la Guerra (Juan de la Cierva), y los partidos se reparten gobiernos civiles y ayuntamientos, quedando no pocos de ellos en manos republicanas. A Arizón se lo confirma al frente de la Guardia Civil, que tiene que actuar con sumo tacto en los convulsos meses que siguen, hasta la caída del gabinete en marzo de 1918. Para resolver la crisis se forma un nuevo gobierno de concentración, presidido esta vez por Maura, y con García Prieto en Gobernación. Ese año trae el armisticio que pone fin a la Gran Guerra y la mortífera epidemia de gripe, en la que los guardias han de trabajar a destajo para enterrar cadáveres, contagiándose en alguna comandancia todos los hombres. Tras la declaración del presidente norteamericano Wilson a favor del derecho de autodeterminación de las nacionalidades, el ex ingeniero militar Francesc Maciá exige la libertad política de Cataluña, hasta llegar a la independencia. Los nacionalistas vascos piden otro tanto.

El rey encarga formar gobierno al conde de Romanones, que cierra las Cortes para estudiar las peticiones catalanistas. Pero toma otra decisión, que será providencial para la Guardia Civiclass="underline" sustituye a Arizón por el general Juan Zubía Bassecourt. Su largo mandato (setenta y seis meses, coexistiendo con nada menos que once gobiernos) atravesará años tan difíciles como los precedentes, en los que sin dejar de enfrentar los múltiples problemas de la gestión diaria, acometerá reformas que serán determinantes para actualizar el cuerpo y reparar la erosión sufrida bajo el interminable y penoso ocaso del régimen político nacido de la Restauración. Si Ahumada fue el fundador, no pocos consideran a Zubía como el refundador de la Guardia Civil.

Nacido en Sevilla en 1855, hijo de un comisario de policía judicial, desarrolló su carrera militar en la tercera guerra carlista, en Cuba (donde mandó columnas mixtas con guardias civiles, familiarizándose con su forma de ser y actuar) y en Marruecos, donde participó en la campaña de 1911. Nada más asumir el mando, tomó conciencia de que el principal frente lo tenía en Cataluña, y en especial en Barcelona, donde sus hombres, considerados como fuerzas de ocupación, eran abiertamente increpados, y donde los anarquistas, nada disuadidos por anteriores reveses, y cada vez más conscientes de su apoyo en las masas obreras, porfiaban en proseguir la revolución con nuevos y más eficaces métodos, como los sabotajes de servicios públicos y la acción de los pistoleros, orientada a los atentados contra personas escogidas (patronos o agentes del orden) y los atracos a mano armada. La intransigente respuesta de la patronal, que lejos de contemplar la posibilidad de acceder a alguna de las justas reivindicaciones obreras, incluía la contratación de matones para practicar una suerte de contra terrorismo, no facilitaba las cosas. Y los guardias, atrapados en medio.

Pero sin descuidar las cuestiones operativas, de las que nos ocuparemos más adelante, la gran aportación de Zubía fue la profunda reorganización interna de la institución, aunque al llegar al cargo, y entrevistado por la Revista Técnica de la. Guardia Civil, declaraba: «¿Reformas? ¿Quién piensa en eso ahora? Mire usted, desde que estoy sentado frente al insigne fundador del Cuerpo y voy hojeando las sabias disposiciones que dictó, cada vez me convenzo más de que debe uno mirarse mucho antes de querer reformar nada de lo que hizo aquel señor […]. Reforma desde luego, no. Adaptarse al medio actual, marchar al compás de tiempo, sí. Pero muy despacio, meditándolo y pensándolo mucho, oyendo opiniones, informándose bien…»

Muchas cosas debían hacerse, sin embargo, y Zubía se puso a ello. Lo más destacable fue el espectacular aumento de plantilla, impostergable para un colectivo agotado por la necesidad de multiplicarse para contener la conflictividad social violenta en las ciudades y al que, por otra parte, se le demandaba desde numerosas poblaciones que ampliar; la red de puestos repartidos por el territorio. En conjunto, el incremento acordado sucesivamente por el gobierno conservador de Dato y el libera de García Prieto, fue de más de 6.000 plazas, situando los efectivos totales del cuerpo en 26.000 hombres. Buena parte de estos refuerzos, vista si eficacia en el control de motines y levantamientos, se destinó a la creación de comandancias de caballería, que en Madrid llegaron a formar un tercio propio, el primero enteramente montado. Se aumenta el numere de tercios y comandancias, que llegan en 1922 a 27 y 65 respectivamente, y el grueso del esfuerzo se traduce en el aumento de puestos, que alcanzan la cifra de 2.782. Se crea, por último, el llamado Tercio Móvil, con sede en Madrid y dos comandancias, que actúa como gran reserva para el mando para casos de necesidad, a fin de evitar la continua distorsión de las concentraciones.

Otra importante innovación fue la introducción del generalato propio de la Guardia Civil, cuestión muy discutida y a la que se oponían desde otras armas y cuerpos del ejército, alegando que la finalidad de la Guardia Civil no era la guerra. Finalmente se crearon cuatro plazas de general de brigada (una de las cuales la ocuparía el vilipendiado Narciso Portas, como secretario general del cuerpo) y una de general de división, que era además el subdirector. En escalones inferiores, y por encima del grado de sargento, se introdujo la figura del suboficial, que años después recibiría la actual denominación de brigada.