Espartero, convertido en regente, liquidó la policía civil anterior, potenciando el papel de la Milicia Nacional (que contaba con nada menos que 200.000 hombres, 60.000 más que el propio ejército). Acometió múltiples reformas, erigido en paladín del liberal-progresismo y ante la impotencia del partido moderado, pero pronto, por su talante autoritario y su tendencia a confundir la voluntad nacional con su voluntad propia, se ganó la enemistad de sus antiguos compañeros de armas (o de los más ilustres de ellos, como O'Donnell, Diego de León y Narváez), que se juramentaron contra él y acabaron conspirando para derribarle. Tras resultar fallida una primera intentona, los generales que no fueron fusilados tuvieron que exiliarse y siguieron alentando desde sus escondrijos la rebelión. En noviembre de 1842 estalló una revuelta popular en Barcelona, por la marginación de la industria textil catalana en beneficio de la inglesa, a causa de la anglofilia del regente. Espartero, ni corto ni perezoso, ordenó al capitán general de Cataluña, Van Halen, bombardear la ciudad desde el castillo de Montjuic. Con ello desencadenó el principio de su final. Los desatinos de Espartero llevaron a muchos progresistas a pasarse al moderantismo.
El 29 de junio de 1843 el general Serrano se alza en Barcelona contra el regente. Narváez avanza desde Valencia contra Teruel, toma la plaza y a marchas forzadas se planta en Torrejón de Ardoz, donde presenta batalla a los generales Zurbano y Seoane, que disponen de fuerzas muy superiores, sobre todo de la Milicia Nacional, fiel hasta el final a su protector. Pero no llega a haber combate. Los emisarios de Narváez persuaden a los generales esparteristas de rendirse. Soldados de uno y otro bando se abrazan. El 30 de julio de 1843, Espartero embarca en el Puerto de Santa María rumbo al exilio londinense.
Tras la marcha de Espartero, los moderados triunfantes toman posiciones. Narváez, ascendido a teniente general, asume la capitanía general de Madrid. Juan Prim, recién ascendido a brigadier, es nombrado gobernador militar de la plaza. Al frente del gobierno queda Joaquín María López, pero el verdadero hombre fuerte es Narváez, que vendrá a representar para el partido liberal-moderado lo que Espartero para el liberal-progresista. Según Modesto Lafuente (citado en este punto por Aguado Sánchez): «En la coalición triunfadora parecía prevalecer el elemento más liberal, pero realmente este elemento estaba ya dominado por el elemento conservador, cuyo jefe tenía el prestigio principal de la victoria y era tan atrevido como astuto. Era este jefe don Ramón María Narváez». Nacido en 1800, había comenzado su carrera en el selecto regimiento de Guardias Walonas. En 1833, al comenzar la primera guerra carlista, era solo capitán, pero ascendió rápidamente por sus acciones de guerra en Navarra. En 1837 organizó el Cuerpo de Ejército de Reserva de Andalucía, labor en la que tuvo la cooperación estrecha del segundo duque de Ahumada, Francisco Javier Girón, con el que batió a varios caudillos carlistas hasta Pacificar por entero Andalucía y Castilla, logro compartido que iba a cimentar la perdurable amistad entre ambos. En 1838 fue nombrado mariscal de campo.
Personaje carismático, elogiado como uno de los mejores estadistas del siglo por una variada nómina de apologetas (incluido Benito Pérez Galdós), se le atribuyen anécdotas tan sabrosas como la que supuestamente protagonizara en el trance de su última confesión, cuando al preguntarle el confesor si perdonaba a sus enemigos dio en responder que no podía, puesto que los había fusilado a todos. Aunque fue sin discusión el hombre fuerte del país desde el mismo momento en que Espartero embarcó al exilio, no se apresuró a ocupar el sillón. Dejó que otros lo precedieran, pagando el desgaste correspondiente. Primero solucionó el problema de la regencia, forzando que se declarase la mayoría de edad de Isabel II un año antes de la fecha estipulada. Luego se propuso solventar los problemas que seguía creando Cataluña, por las dificultades de la industria textil y por los llamados trabucaires, partidas carlistas, subsistentes de la guerra civil, que asolaban aquel territorio. Por tales motivos, el segundo duque de Ahumada fue nombrado inspector general militar, con el encargo de verificar el grado de disciplina del Ejército en Cataluña y Valencia, principalmente. Partió a su misión, con destino a Barcelona, el 29 de octubre de 1843.
Coincidiendo con su marcha, hubo nueva revuelta en Cataluña, al no haber podido cumplir Serrano las promesas que hiciera a sus habitantes. El catalán Prim fue el encargado de reprimir la de Barcelona, que liquidó rápidamente. En cambio en Gerona la revuelta republicana de Abdón Terradas se mantuvo hasta enero de 1844, mientras que en Levante numerosos jefes carlistas, como Serrado, La Coba y Taranquet, mantenían partidas que cometían todo tipo de atropellos.
En esa coyuntura asumió la jefatura del gobierno Salustiano Olózaga, que había hecho méritos al clamar en las Cortes contra la ineficacia de la policía, por no ser capaz de identificar a quienes atentaron contra Narváez el 6 de noviembre de 1843, disparando sus trabucos sobre su carruaje al pasar por la calle del Desengaño de Madrid (acción en la que resultaría mortalmente herido el coronel ayudante del general). Pero Olózaga duraría poco, del 20 al 29 de noviembre. Su empeño en restablecer la Milicia Nacional y en reconocer los ascensos militares concedidos por Espartero hasta el momento de pisar suelo inglés (dos medidas que no gozaban en absoluto del beneplácito de Narváez) precipitó su caída. Narváez pensó entonces en Manuel Cortina, que rechazó la propuesta, alegando que un jurisconsulto como él «no iba a estar a merced de un soldado». El espadón de Loja, como lo llamaban sus adversarios, en alusión a su pueblo natal, volvió entonces sus ojos hacia González Bravo, un hombre de oscuro historial, antiguo panfletista, que desde las páginas de El Guirigay, y con el seudónimo de Ibrahim Clarete, había ridiculizado con ferocidad a la regente María Cristina por sus amores con el guardia de Corps Fernando Muñoz, llegando a llamarla «ilustre prostituta». A sus treinta y dos años, este personaje se vio sentado en la presidencia del gobierno el 5 de diciembre de 1843. Tan solo un mes después, Narváez le puso a la firma al ministro de la Guerra nombrado por González Bravo, su subordinado el general Mazarredo, su propio ascenso a capitán general. Sobra decir que el ministro rubricó el nombramiento, dejando a Narváez colocado para hacerse con las riendas del país. Pero antes de eso, debía gestionar el regreso de la reina madre a Madrid, tal y como le había prometido a esta en el exilio francés. González Bravo, olvidando pasadas diatribas, no solo convino en la necesidad del regreso de María Cristina, sino que otorgó el título de duque de Riánsares a Fernando Muñoz, legalizando el matrimonio morganático entre ambos.