Выбрать главу

La intentona, conocida como la Sanjuanada, bien conocida y prevenida por el gobierno, es un rotundo fracaso. La Guardia Civil, desplegada por la capital, no secunda el golpe. A los políticos y generales se les imponen abultadas multas gubernativas. Al capitán Galán y otros oficiales de bajo rango, condenas de entre seis y ocho años de cárcel. Galán cumplirá condena en el castillo de Montjuic, donde evocará a su admirado Francesc Ferrer i Guardia. Considerará un orgullo estar encerrado en el mismo sitio en que estuvo el malogrado anarquista, y terminará de cuajar y perfilar en prisión, mientras escribe febrilmente, sus ideas para el establecimiento de una sociedad libertaria.

El ascenso de Burguete a la cartera de Guerra obliga a buscar un nuevo director general para el cuerpo. El elegido es el teniente general José Sanjurjo Sacanell, héroe de la guerra de Cuba, donde sirvió a las órdenes del comandante Cirujeda (el que acabara con Antonio Maceo), y de las campañas marroquíes, en las que había cosechado dos cruces Laureadas de San Fernando, la máxima condecoración militar española, amén del título de Marqués del Rif. Fue un director general carismático y paternalista, apreciado por los guardias de toda clase y condición por su disponibilidad para atender sus problemas, y que por su parte desarrolló tal apego por el cuerpo que llegó a decir que era «una orquesta donde los profesores saben perfectamente su misión, y el que la dirige apenas tiene que hacer otra cosa que mantener en la mano su batuta». Al mando de la Guardia Civil le tocó hacer frente a otra intentona político-militar en enero de 1929. La acción, rápidamente abortada, triunfó sin embargo en Ciudad Real, donde los efectivos del primer regimiento de artillería ligera se hicieron con el control. Tras un incidente con los guardias civiles del puesto de Miguelturra, que se negaron a unirse a la sublevación, la noticia de que son los únicos que se han alzado lleva a los artilleros a deponer su actitud. El general Sanjurjo se presenta en Ciudad Real y dirige la detención por la Guardia Civil de todos los jefes y oficiales del regimiento.

Pero mucho viaje a la fuente acaba rompiendo el cántaro. Con Primo de Rivera acabaría a la postre otro levantamiento militar, organizado a comienzos de 1930 por el general Manuel Goded, héroe de la guerra marroquí y a la sazón gobernador militar de Cádiz, junto con numerosos militares republicanos (entre ellos, el general Queipo de Llano y el aviador Ramón Franco, hermano de Francisco, ascendido ya a esas alturas a general por sus acciones bélicas en el protectorado). Para pararlo, el dictador escribió a todos los capitanes generales y jefes de los cuerpos de Guardia Civil y Carabineros, sondeándolos sobre su adhesión. Todos se la manifestaron, pero no a él, sino al rey. Decepcionado, Primo de Rivera presentó la dimisión. En su lugar, el rey nombra al general Berenguer, conde de Xauen, un militar cortesano y más bien desacreditado por su ejecutoria en Marruecos (donde era Alto Comisario en los días del desastre) que intenta una política conciliadora como paso previo al restablecimiento de la normalidad constitucional. En la sombra parecen maniobrar los viejos políticos del régimen, para renovar el rancio bipartidismo caciquil. Pero el país ya es un hervidero de republicanos de toda especie y condición.

Por la república apuestan abiertamente políticos moderados, como Alcalá-Zamora y Miguel Maura, intelectuales como Unamuno (y con él, las masas estudiantiles de todo el país, en la represión de cuyas algaradas han de emplearse una y otra vez los guardias civiles y de Seguridad) y un número creciente de militares agrupados en la Asociación Republicana Militar (ARM), que propugna una república democrática proclamada por medio de un «movimiento popular apoyado por el ejército». El 17 de agosto de 1930 se reúnen en el Círculo Republicano de San Sebastián los dirigentes republicanos más importantes: Alejandro Lerroux, Manuel Azaña, Santiago Casares Quiroga, Niceto Alcalá Zamora, Miguel Maura y los socialistas Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos, entre otros. Es el llamado pacto de San Sebastián, por el que se acuerda apoyar por las masas el movimiento republicano «cuando las tropas hayan salido a la calle». En octubre, los componentes del pacto se constituyen en Gobierno Provisional de la República, mientras se sigue conspirando para determinar cómo ha de ser proclamada. Los militares no quieren lanzarse ellos, y que parezca una cuartelada más, y los civiles han acordado que el paisanaje espere a que las tropas salgan de los cuarteles. En esas, el 12 de diciembre de 1930, el capitán Fermín Galán, rehabilitado tras indultársele de la condena impuesta por su participación en la Sanjuanada, se subleva en Jaca, donde se halla destinado. Lo secunda el capitán García Hernández. Galán proclama la república y anuncia en su famoso bando de artículo único que quien se le oponga «será fusilado sin formación de causa». La Guardia Civil de Jaca no se suma a la rebelión. Atrincherados en la casa-cuartel, los guardias disparan contra los sublevados. En el tiroteo muere el sargento comandante del puesto y los rebeldes desisten de tomar la dependencia benemérita, que dejan rodeada y vigilada.

Casares Quiroga, que había llegado esa misma madrugada a Jaca, informado de las intenciones de Galán y con el encargo de disuadirle de ellas, y que por estar agotado del viaje se había echado a dormir, descubre con espanto al despertar que el impulsivo capitán ya se ha echado al monte. Le recrimina que por su imprudencia la república se ha perdido; pero Galán, que se ha lanzado ante la indecisión de los políticos y contra la amistosa advertencia de Mola, a la sazón director general de Seguridad, y que lo conoce y respeta por su valor en Marruecos, ya no pude retroceder. Con una columna de mil hombres marcha sobre Huesca. En el camino se encuentra con el general Las Heras, gobernador militar, acompañado de una sección de guardias civiles. En la refriega mueren un capitán y un guardia y quedan malheridos un teniente y el general, que fallecerá días después. A la altura de Ayerbe sale al paso de la columna el general Dolía, con tropas de Zaragoza y Huesca. Capturado García Hernández por las fuerzas gubernamentales, Galán, rodeado y sabiéndose perdido, se entrega al alcalde de Biscarrués. Tras un consejo de guerra sumarísimo, los dos capitanes caen ante el pelotón de fusilamiento. Con ambos, luego convertidos en mártires de la República, muere la ensoñación de un mundo nuevo, que Galán plasmara en sus escritos, vehementes, visionarios y un punto ingenuos, pero acaso no tan delirantes como se ha dado en reputarlos (como cuando vaticina, por ejemplo, la inevitable implosión del entonces pujante comunismo, o la inutilidad de la persecución de los religiosos). Para Sanjurjo, no obstante, su derrota es una gran noticia, y el heroísmo de los guardias caídos al oponérsele, una página de gloria del cuerpo que se apresura a ponderar en los más altos términos en una orden general que hace llegar a todos sus hombres.

Otra intentona en Madrid, tres días después, con protagonismo de un Ramón Franco que sobrevuela el Palacio de Oriente para bombardearlo, desistiendo en el último momento al ver a unos niños jugando, también logra abortarla el gobierno. Pero la monarquía, asentada sobre la constitución fósil que urdiera Cánovas medio siglo atrás, hace aguas por todas partes. La sentencia Ortega y Gasset con su famoso Delenda est Monarchia, y su naufragio lo pilotará un gris almirante llamado Juan Bautista Aznar, nombrado jefe del gobierno en sustitución de Berenguer el 18 de febrero de 1931. Aznar convoca en marzo elecciones municipales para el 12 de abril y de diputados para el 7 de junio. El ministro de la Gobernación, marqués de Hoyos, sondea a los gobernadores civiles sobre las opciones de los monárquicos, exhortándolos a ponerlos de acuerdo para favorecer la victoria. En ella confían, a la vieja usanza, los candidatos del régimen, como Romanones y La Cierva. El 24 de marzo hay gravísimos incidentes en la facultad de Medicina de San Carlos, donde los estudiantes comprometen a tal extremo a los guardias de Seguridad que han ido a reprimir su motín, que se hace necesaria la intervención de la Guardia Civil, a pie y a caballo. La refriega, con lluvia de pedradas desde las azoteas de la facultad, y los guardias entrando en el recinto universitario para imponer el orden, se salda con numerosos heridos y algún muerto (también entre los agentes) y la petición de cese de Mola y del jefe de la fuerza.