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El escritor y aristócrata Agustín de Foxá nos deja, en su novela Madrid de Corte a checa, un testimonio sabroso, repleto de matices que a buen seguro sabrá apreciar el lector, sobre el momento que atravesaba el país y la significación que en él tenían los beneméritos:

Aquello llenó de indignación a la Corte. Porque los guardias civiles eran ya la última garantía de un régimen que se desmoronaba. Y era triste pensar que aquellos majestuosos caballeros de las órdenes militares y aquellos gentileshombres y mayordomos, y los del brazo militar de la nobleza de Cataluña y los maestrantes de Sevilla y Zaragoza que trepan por la desnudez de su árbol genealógico hasta llegar a la pureza del octavo apellido y los fastuosos primogénitos de los Grandes, indolentemente apoyados en las mesas de mármol junto a los lentos relojes musicales, y los Monteros de Espinosa que entre la nevisca y la piedra gris de El Escorial custodian los ataúdes de los Reyes antes de meterlos en el pudridero, que toda aquella espuma de la Historia de España, la nata y flor de los más bellos nombres de Castilla, tuvieran que confiar la defensa de la monarquía a aquellos hombres modestos y asalariados, a aquel tricornio charolado y temible, bueno para enfrentarse con los bandoleros y los gitanos, pero incapaz para detener el curso implacable de la Historia.

En tan agitado ambiente, que demostraba que de facto la monarquía ya no existía como régimen político, se celebraron las elecciones el 12 de abril. Después de tantos años sin acudir a las urnas, los ciudadanos se agolpan en los colegios electorales. En el ministerio de la Gobernación empiezan a recibirse noticias alarmantes de los recuentos. La monarquía resultaba barrida incluso en el distrito de Palacio de Madrid, habitado en buena medida por personal al servicio de la Corona. Según empezaría a decirse pronto por Madrid, por el rey no votaron ni sus alabarderos. Treinta y cinco capitales caían del lado de la opción republicano-socialista. Los monárquicos sacaban más concejales, pero solo en las localidades más pequeñas. Romanones, ministro de Estado del gobierno Aznar, se dirige a Sanjurjo y le pregunta si se puede contar con la Guardia Civil. Obsérvese el rapto de insensatez del ministro cortesano, que sugiere nada menos que la posibilidad de anular por la fuerza la abrumadora voluntad del pueblo (los resultados rurales estaban muy condicionados por el sistema caciquil de compra de votos, y en aquel contexto eran casi irrelevantes). Para llevar a cabo el desatino, invoca Romanones el sempiterno conjuro: los sables y los máuseres beneméritos. Pero al frente de la Guardia Civil se encuentra alguien mucho más consciente de la realidad. Sanjurjo, que apenas dos semanas antes ha recibido del monarca la orden de Carlos III (la última que Alfonso XIII concedería como rey) se muestra circunspecto y responde con cautela al ministro: «Estos resultados producirán hondo efecto». Y remata: «Hasta ayer por la noche, podía contarse con ella». A buen entendedor, si el conde lo era, con esas pocas palabras bastaba.

El ministro de la Guerra, Berenguer, sin consultar a nadie, cursa a los capitanes generales y a la dirección general de la Guardia Civil un telegrama en el que reconoce la derrota monárquica y pide a sus subordinados que procedan con la máxima severidad, manteniendo a toda costa la disciplina y prestando la colaboración que se requiera para preservar el orden público. Y añade que los destinos de la patria han de seguir «el curso lógico que les imponga la suprema voluntad nacional». Los miembros del gobierno, con su presidente al frente, saben ya que no pueden sofocar por las armas lo que de las urnas ha salido. Romanones admitirá que es el fruto de ocho años de errores, aunque quizá es muy autoindulgente en las cuentas. Desde hace algunos más de ocho años, el rey y su camarilla, de la que don Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, forma parle, están levantando piedra a piedra, despropósito a despropósito, y muerte a muerte, el edificio del régimen que alborea en el horizonte. Haciendo república.

Los miembros del Gobierno Provisional de la República se reúnen en casa de Miguel Maura. Pasado el mediodía del día 13, difunden una nota en la que declaran que las elecciones han tenido el valor de un plebiscito desfavorable a la monarquía y favorable a la república, con el valor de un «veredicto de culpabilidad contra el titular del Supremo Poder». Comienzan a aparecer banderas tricolores en las calles, y el gobierno, desmoralizado, no acierta a encontrar una solución.

Esa misma noche, según unas fuentes, o a la mañana siguiente, según otras, Sanjurjo cursa el siguiente telegrama cifrado a los jefes de tercio del cuerpo: «Disponga V. S. las órdenes convenientes para que las fuerzas de su mando no se opongan a la justa manifestación del triunfo republicano que pueda surgir del ejército y del pueblo». El hecho cierto es que en las primeras horas del día 14 la Guardia Civil protege los principales edificios públicos madrileños, pero no hace nada por impedir la manifestación espontánea de júbilo popular que a lo largo del día se va extendiendo por la calle de Alcalá y la Puerta del Sol, ante el enojo del ministro de la Gobernación. El todavía director general de Seguridad, Emilio Mola, que constata la pasividad de la fuerza pública, opina que la Guardia Civil responderá a lo que se le requiera, pero no así el resto del personal a sus órdenes. El caso es que según algunos testimonios se llegó a ordenar a los guardias civiles que protegían el ministerio de la Gobernación que disolvieran a la gente que empezaba a congregarse enfrente, y el capitán al mando de la fuerza le dijo al responsable político que si tal intentaba, los guardias no lo seguirían. De lo que no cabe duda es de la nula disposición de los guardias de Seguridad allí presentes. Uno de ellos era el abuelo materno de quien esto escribe y, según su testimonio, todos los agentes se negaron en redondo a cargar contra los manifestantes. En cualquier caso, el mensaje que le llega al rey es que los republicanos encuentran adhesiones en el ejército y las fuerzas del orden, y a las once de la mañana expone a sus ministros su firme deseo de irse del país.

El conde de Romanones se reúne con Alcalá-Zamora, que había sido su pasante, en casa del doctor Marañón. El líder republicano le asegura al monárquico que Sanjurjo (que ha tenido ya contactos con Lerroux) ha ofrecido su adhesión al nuevo régimen, y le dice que el rey debe partir antes del anochecer. En Barcelona, Lluís Companys se ha hecho con el ayuntamiento e iza en el balcón la nueva bandera. Francesc Maciá, a su lado, proclama el Estat Cátala, dentro de la federación de repúblicas ibéricas. A Barcelona le siguen Salamanca, La Coruña, Zaragoza… El rey, que recibe a través de Romanones el ultimátum de Alcalá-Zamora, comprende que no debe demorar su marcha. A las cinco reúne su último consejo de ministros y les lee su documento de renuncia, en el que reconoce haber perdido el amor del pueblo, alega que si erró fue sin malicia, y anuncia que no va a luchar por sostenerse en el trono porque quiere apartarse «de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil». «Por lodo ello», añade, «suspendo deliberadamente el ejercicio del poder real y me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos». Le ha llevado tres turbulentos decenios llegar a esa conclusión.