A las siete de la tarde, los miembros del Gobierno Provisional se dirigen al ministerio de la Gobernación. No llegan hasta cerca de las ocho, por lo que cuesta abrirse paso entre la multitud. Miguel Maura es el primero en entrar, gritando: «¡Señores, paso al Gobierno de la República!» El piquete de guardias formado en el vestíbulo les presenta armas, para pasmo de Manuel Azaña, que viene detrás, y que durante todo el camino ha temido que los ametrallen al verlos. Josep Pía, en su brillante testimonio de aquellos días, roza el escarnio al describir el escaso valor físico de Azaña, frente a la desenvoltura, casi chulesca, del líder conservador, que un año antes había ido a palacio a anunciarle en persona al rey que se pasaba al bando republicano, porque creía perdida la monarquía y consideraba que no debía dejarse solas a las izquierdas en el nuevo régimen. Ya dentro del ministerio, Maura envía a casa al subsecretario del departamento, máxima y última autoridad que en él queda del gobierno monárquico, y se posesiona del despacho del ministro, desde donde empieza a hacer llamadas para designar gobernadores civiles en todas y cada una de las provincias. Alcalá-Zamora, entre tanto, dicta los decretos nombrando ministros: Maura en Gobernación, Azaña en Guerra, Lerroux en Estado…
Llamado a presencia del gobierno, comparece Sanjurjo. El nuevo gabinete republicano lo confirma como director general de la Guardia Civil, otorgándole además plenos poderes sobre el ejército y la policía gubernativa. Esto acredita el entendimiento a que Sanjurjo ha llegado con el nuevo régimen, pero también que se halla al frente de la única fuerza con cuya cohesión y férrea disciplina se puede contar para hacer una transición ordenada. Otro de los legados del general Zubía, conseguido, como apunta Miguel López Corral, mediante un severo y fulminante régimen de correcciones a los guardias que observaban algún comportamiento indigno, y que, si bien implicaba para los beneméritos una intransigencia hacia sus faltas como no sufría ningún otro uniformado, los hacía los más fiables de todos. A cambio de su cooperación, Sanjurjo exige que se facilite la salida de la familia real. El rey viaja hasta Cartagena en coche, protegido por guardias civiles, para allí embarcar en el buque de la Armada que lo llevará al exilio. La reina y los infantes salen al día siguiente en tren con rumbo a Irún, también escoltados por miembros de la Benemérita, con el propio Sanjurjo al frente, que impiden que sean agredidos en las estaciones intermedias y los llevan indemnes hasta la frontera de Francia.
Por su famoso telegrama, y por esta rapidez en ponerse al servicio de las nuevas autoridades, se ha señalado a Sanjurjo como clave (y desde algunos sectores monárquicos como culpable) del advenimiento de la II República. No puede decirse, que el director general de la Guardia Civil fuera un fervoroso republicano, aunque hubiera tenido sus fricciones con el rey. Más bien cabría interpretar que en aquella encrucijada histórica se encontró en un puesto donde las circunstancias lo abocaron a comportarse como lo hizo. Porque estaba al frente del cuerpo que llegada la crisis estaba llamado, por historia, vocación y capacidad, a asumir el peso del mantenimiento del orden público. Y eso le hacía demasiado difícil oponerse al curso de unos acontecimientos que ya había marcado de manera inequívoca la expresión de la soberanía popular. Pero por otra parte, era natural que los nuevos gobernantes lo buscaran, y buscaran el entendimiento con él, porque también ellos necesitaban contar con la fuerza que dirigía, para evitar el caos y mantener en pie la arquitectura básica del Estado.
La confianza que en la Guardia Civil pusieron los republicanos, y a la que ella respondió con prontitud y eficacia, protegiendo la instauración del nuevo régimen, vino a demostrar que, tras el calvario que había atravesado en la monarquía alfonsina, la Benemérita se las había arreglado para escapar a su podredumbre. Aquel nuevo alarde de supervivencia ratificaba su fortaleza como institución. Oportunamente, porque fortaleza iba a hacerle falta, en el siguiente lustro.
Capítulo 11
«La voluntad popular ha querido la República y la Guardia Civil respetará y defenderá la legalidad establecida por las urnas». Así se expresaba su director general, José Sanjurjo, poco después del 14 de abril de 1931. Confirmado en su puesto por el gobierno provisional, es decir, con la aquiescencia de Maura y Azaña, también recibió la confianza del gabinete que salió de las primeras elecciones, a Cortes constituyentes, el 28 de junio de 1931. Para entonces ya se había hecho evidente que no iba a ser nada fácil obedecer y prestar servicio a una república que nacía profundamente dividida, con enemigos poderosos a diestra y siniestra, y sin que su sola proclamación, como en definitiva era lógico, borrara de un día para otro los graves desequilibrios y tensiones que habían despachado al exilio al titular de la dinastía.
El país se hallaba sumido en una crisis económica pavorosa, tras el crack del 29, que entre otras cosas había llevado a la insolvencia a las arcas públicas. Los sectores más radicales del movimiento obrero (sobre todo, los anarquistas, pero también fracciones del PSOE) se sentían poco representados por una república que en seguida percibieron como burguesa. Los derrotados monárquicos, entre los que se hallaba buena parte de la oligarquía urbana y rural, así como el grueso del clero, la reputaban en cambio demasiado extremista y revolucionaria. Si a eso se le sumaban los incipientes movimientos fascistas, imitadores de sus homólogos de Italia y Alemania, y que cuajarían en la Falange Española fundada en 1933 por José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador, el panorama se presentaba más que sombrío.
Y en especial lo era para la Guardia Civil, cuya actitud en el advenimiento de la República no había borrado para los más izquierdistas su imagen de represora del pueblo (así lo evidenciaba la prensa anarquista y comunista, que pedía su disolución como representante de la «España oscurantista y sanguinaria») ni tampoco había desterrado en los más derechistas las esperanzas de que se comprometiera en el derribo del régimen republicano. Así se desprendería de la defensa cerrada que desde sus medios afines recibió el cuerpo cuando se puso sobre el tapete su posible disolución, o de los cantos de sirena que una y otra vez le lanzaron desde sectores golpistas y fascistas. José Antonio llegó a escribir que frente a otras instituciones que caducaban o no medraban «por falla de perseverancia o de solidaridad» la Guardia Civil seguía como siempre: «no mejor ni peor, sino perfecta».
Los críticos no lograron su objetivo. Al principio, y una vez estabilizada la situación tras la proclamación de la República, miembros del gobierno provisional como Azaña se mostraron algo indecisos sobre la conveniencia de mantener el instituto, por la repulsa que suscitaba en buena parte de la población. Pero pronto, cuando los beneméritos empezaron a hacer sacrificios en defensa del orden republicano, se persuadieron de que conservarlo era imprescindible, aunque también se lomaran medidas para desarrollar otros cuerpos policiales especializados en lidiar con la conflictividad urbana, que seguía siendo, por su falla de preparación y equipo específicos, la asignatura pendiente de los hombres del tricornio. De ahí vendría la creación, a partir del existente cuerpo de Seguridad, del que en adelante se llamaría Cuerpo de Seguridad y Asalto, fundado a comienzos de 1932 sobre la idea de Maura de convertir la llamada Sección de Gimnasia (los primeros antidisturbios del cuerpo policial) en las Compañías de Vanguardia, posteriormente bautizadas como Guardia de Asalto. Los miembros de esta aumentaron a buen ritmo: en 1936 contaba con unos 9.000, entre guardias, suboficiales y oficiales. Pero los guardias civiles siguieron siendo necesarios, no solo para la vigilancia de las vastas zonas rurales, sino también, en más de una ocasión, para hacer frente a las consecuencias de los yerros que la bisoñez llevó a cometer a los miembros de la nueva fuerza de seguridad. Tras los sucesos de Castilblanco, en diciembre de 1931, que luego reseñaremos, el propio Manuel Azaña asumió la defensa de la Guardia Civil, y no sería el único entre las filas republicanas. También se pronunciaron a favor de los beneméritos Lerroux, Casares Quiroga o el socialista Julián Besteiro. Según cuenta Azaña en sus memorias, este se le presentó, en pleno debate, sobre la disolución, para decirle: «La Guardia Civil es una máquina admirable. No hay que disolverla, sino hacer que funcione en nuestro favor».