La calificación de los hechos como «desahogo obligado del espíritu oprimido», debida a la socialista Margarita Nelken, no contribuyó por cierto a que entre las filas del cuerpo la noticia fuera acogida con templanza. Una reunión de jefes llegó a sugerir al director general la posibilidad de sublevarse contra el régimen, lo que Sanjurjo rechazó de plano, por la inconveniencia de alzarse por unos hechos que afectaban tan directamente a la Guardia Civil y porque consideraba que era un hecho aislado y en modo alguno respaldado por las autoridades republicanas. No obstante, aconsejó a sus hombres que en adelante no pecaran de los excesos de confianza que habían llevado al cabo Blanco y sus hombres al martirio, y que denunciaran «aquellas excitaciones que en mítines y reuniones se hacen a las masas obreras para enfrentárnoslas, olvidando que por ellas también laboramos, pues sin el orden y la paz social que defendemos, su existencia y bienestar se verían comprometidos». Y añadía: «Que sepan todos que si nuestros muertos nos llegan al alma, también nos duelen los que caen frente a nosotros en la lucha de la obcecación, el engaño o la incultura con el cumplimiento estricto del deber». Los hombres de la Benemérita tomarían buena nota de las advertencias de su director general. Pero su resultado sería trágico, aumentando el saldo de los caídos frente a sus fusiles.
Así ocurrió en los incidentes que hubo en Écija, Epila, Zalamea de la Serena, Calzada de Calatrava o Xeresa, donde los guardias se emplearon con dureza. Y sobre todo, en el pueblo de Arnedo (La Rioja), que el 5 de enero de 1932 fue el escenario de una de las más desafortunadas actuaciones de la historia de la Guardia Civil. En el origen, una vez más, el cacique: Faustino Muro, dueño de una fábrica de calzados que, tras presionar a sus empleados con el despido si no votaban por los partidos monárquicos, había llevado a cabo su amenaza. El conflicto que se abrió a continuación trató de resolverlo el gobernador civil, pactando la admisión de los despedidos por otros empresarios locales. Pero el día que se presentó en Arnedo para cerrar el acuerdo, los sindicatos organizaron una huelga general. Había además rumores de reparto de armas entre los huelguistas, que corlaron con tachuelas los accesos. La Guardia Civil hizo un despliegue extraordinario para mantener el orden; en total la fuerza la componían 28 hombres, al mando del teniente Juan Corcuera Piedrahita. A las cuatro de la tarde, los manifestantes decidieron reunirse en la Plaza de la República. Llegaron por un lado las mujeres y niños, que encabezaban la marcha escoltados por los guardias, y por otro los hombres, que se separaron al llegar a la plaza. Esto desconcertó al teniente, que apostó a sus hombres en el zaguán del ayuntamiento (donde estaba reunido el gobernador con los industriales y el alcalde) y los soportales de la plaza. Varios hombres se encaminaron hacia la casa consistorial, ante lo que el teniente destacó al sargento Antonio Herráez con dos guardias para cortarles el paso. De pronto, uno de ellos quedó aislado al rodearlo las mujeres, momento en que uno de los manifestantes inició un forcejeo con él. Se oyó un disparo, que alcanzó en la pierna a uno de los guardias. La multitud empezó a gritar y restallaron al unísono los cerrojos de los fusiles. Alguien gritó: «¡Fuego!» El teniente negaría haber sido él, pero los guardias, que obedecieron la voz, contradijeron su versión.
La plaza quedó despejada en un abrir y cerrar de ojos. Cuatro hombres, una mujer y un niño cayeron muertos allí mismo, y otros treinta vecinos, malheridos, recibieron en el acto el auxilio de los abrumados guardias. Cinco de ellos murieron en los días siguientes. Once muertos, en total, que iban a traer graves consecuencias para el cuerpo, y que, como señala Miguel López Corral, bien habrían podido evitarse con unos tiros al aire o con un mejor despliegue de la fuerza, que al teniente Corcuera nadie lo había instruido para organizar.
Como consecuencia de los hechos de Arnedo, la suerte de Sanjurjo estaba echada. Azaña no hizo caso de las voces que le pedían su destitución inmediata y hasta su procesamiento, como tampoco de los que aprovecharon para exigir con más fuerza la disolución del cuerpo. En cuanto a este, los hechos lo persuadían cada día más de que debía contar con la fuerza y la disciplina que representaba, y por lo que toca al general, que no era santo de su devoción, decidió esperar a momento más propicio, por el prestigio que Sanjurjo tenía dentro del ejército, y por el descontento que podía causar en sus filas si lo sacrificaba con aquel motivo. Aguardó un mes y lo que hizo fue nombrarlo jefe del cuerpo de Carabineros, un destino menor, en comparación, pero que le procuraba una salida más o menos decorosa. También le iba a dar la oportunidad de viajar por todo el país, lo que aprovecharía para el arriesgado movimiento en que se embarcaría meses más tarde.
Al frente de la Guardia Civil se puso a otro militar veterano de Cuba y África, pero de perfil bastante menos llamativo que Sanjurjo: el general de división Miguel Cabanellas Ferrer, notorio masón y hombre de talante calculador, como tendría ocasión de demostrar en lo sucesivo, al frente de la Guardia Civil (en dos periodos, del 3 de febrero de 1932 al 15 de agosto del mismo año y del 15 de febrero de 1935 al 3 de enero de 1936) y en otras decisivas coyunturas. Como jefe del cuerpo le tocó ocuparse de la campaña de huelgas revolucionarias que lanzaron los anarquistas, tras el fracaso del levantamiento de la cuenca del Llobregat a finales de febrero de 1932, que había terminado con sus líderes Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso detenidos y deportados a Guinea Ecuatorial. Las protestas se extendieron por todo el país, pero cabe destacar la de Écija. Allí, el entonces capitán Lisardo Doval desarticuló una vasta organización que se ramificaba hasta la propia Sevilla, donde descubrió un gran almacén de explosivos. Con motivo del 1 de mayo los socialistas declararon la huelga general, y el 8 de julio, en la Villa de don Fadrique (Toledo), los campesinos, espoleados por su alcalde comunista, se apoderaron del pueblo y empezaron a quemar campos. Los propietarios pidieron auxilio a la Guardia Civil, pero su actuación solo logró que los agentes fueran cercados por los revoltosos y obligados a mantener una defensa casi desesperada hasta que llegaron al pueblo otros doscientos guardias a las órdenes de Cabanellas. Un miembro del cuerpo perdería la vida en la refriega.
El entusiasmo con que anarquistas, socialistas y comunistas impulsaban todos estos desórdenes, unido a la aprobación del estatuto de autonomía para Cataluña, que muchos militares veían como una agresión intolerable a la sacrosanta unidad de la patria, empujaron a Sanjurjo a prestar oídos a las invitaciones a la rebelión que durante el año anterior se había negado a secundar. El ejército no escapaba al clima de división que dominaba el país, como lo demostró el incidente entre el general Goded y el teniente coronel Mangada, cuando el primero pidió en un acto castrense un viva a España «y nada más» y el segundo contestó con un viva a la República y se arrancó la guerrera, acto de insubordinación que condujo a su arresto. El incidente le costó a Goded su puesto como jefe del Estado Mayor Central, y días después fue el general Riquelme, jefe de la división de Valencia, el que al pedir un viva para la República se encontró con que varios oficiales gritaban «Viva España!». Los oficiales acabaron también arrestados, pero eran síntomas claros de que la conspiración se extendía entre las filas militares. El hecho no le pasó inadvertido a Azaña, que pronto tuvo además información directa de los movimientos de Sanjurjo, a través de Lerroux, amigo personal del general, que traicionó su confidencia por creer que le debía más lealtad a la República. Sanjurjo, por lo demás, constató en sus viajes las dificultades que entrañaba su aventura. Pese a su ascendiente sobre la Guardia Civil, ni siquiera esta se manifestaba resuelta a alzarse contra las autoridades republicanas, salvo el 4o Tercio, con sede en Sevilla, que fue el lugar que escogió para lanzar su rebelión el 10 de agosto. Lo acompañaba el teniente coronel Verea, jefe de la comandancia, que como capitán persiguiera años atrás al Vivillo y al Pernales. Sanjurjo arengó a la tropa con palabras inequívocas: «Soy un general sublevado contra el gobierno y me dispongo a perderlo todo para procurar un beneficio a España. Ya me conocéis como militar y como director vuestro que he sido. Si confiáis en mí, seguidme. Si me creéis un traidor, fusiladme». Los guardias estallaron en vítores al general, y con su apoyo Sanjurjo logró hacerse sin dificultad con la capital andaluza y Jerez. Pero su golpe fracasó en el resto del país, especialmente en Madrid, donde los guardias civiles, dirigidos por el coronel jefe del 27° Tercio, José Osuna Pineda, hicieron frente con determinación a los militares sublevados, obligándolos a rendirse.