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Pero lo peor vendría en 1934. Hubo un aviso en la primavera, en tierras de Extremadura, donde numerosos cuarteles de la Guardia Civil fueron atacados. En Montemolín, cuyo nombre resultaba de nuevo adverso a los beneméritos (ironías del destino: el mismo de aquel torpe pretendiente al que derrotaron una y otra vez), el guardia Emilio Martín fue muerto a hachazos y posteriormente mutilado por negarse a entregar la correspondencia oficial que portaba. Sin embargo, la verdadera prueba iba a llegar en octubre, cuando la UGT de Largo Caballero, ante la posibilidad de que Lerroux incorporase al gobierno a ministros de la CEDA, lanzó una revolución que estalló con fuerza en la cuenca minera asturiana (no así en el resto del país, donde fracasó) y que pilló completamente desprevenidas a las autoridades.

El primer objetivo de los revolucionarios fueron las casas cuartel. Estas, según se decía en sus instrucciones para la sublevación, eran «depósitos que convenía suprimir». Y se aconsejaba que se estudiaran sus características defensivas para encontrar el mejor modo de acabar con ellas. Los revolucionarios estaban bien surtidos de dinamita, y este fue el medio principal para demoler la resistencia que los beneméritos, como en ellos era obligado y habitual, opusieron a la revuelta. A lo largo del día 5, noventa y ocho casas cuartel fueron destruidas con explosivos. La lista sería interminable: Mieres, Rebolleda, Santullano, Caborada, Posada de Llanes, Pola de Laviana, Sama de Langreo, El Entrego, Ciaño… En estos dos últimos puestos perecieron los guardias al completo, junto a sus familias. El de Caborada, excepcionalmente, se entregó sin oponer resistencia, merced a los oficios del teniente Torres Llompart, militante socialista. Frente al de Sama de Langreo, uno de los mayores, se juntaron cerca de 2.000 revolucionarios, a los que se dispuso a hacer frente el capitán Alonso Nart, con los sesenta guardias que había logrado reunir. El edificio, una casa de vecinos, ofrecía nulas condiciones para su defensa. Resistieron allí 30 horas, y cuando ya se quedaban sin municiones, Nart ordenó una salida a la desesperada. Los mineros, que estaban bien apostados, diezmaron a los guardias y persiguieron por todo el pueblo a los que lograron escapar. Nart, herido en la refriega, se encaramó a un montículo desde donde siguió luchando él solo contra medio millar de atacantes. Al final cayó muerto a balazos y los revolucionarios mutilaron su cadáver con saña.

La revuelta se extendió a León y Palencia, donde los guardias siguieron escribiendo páginas de glorioso (o inútil) heroísmo. El teniente Halcón, jefe de la línea de León, salió al paso de los revolucionarios que marchaban sobre la capital, y con un puñado de guardias mantuvo a raya durante un día a cerca de 3.000 enemigos. Al final, agolados y sin municiones, fueron aplastados por los mineros. Al teniente Halcón le pusieron un cartucho en la boca y lo hicieron explotar.

Aquella revolución produjo 1.200 muertos (la Guardia Civil tuvo 111, y 182 heridos) y provocó la enérgica reacción del gobierno, que envió al general Franco con las tropas de los Regulares y la Legión para aplastarla. El futuro dictador llevó a cabo la misión con la dureza que había puesto en práctica una y otra vez en las campañas africanas donde hiciera su meteórica carrera de ascensos. Con él se llevó al ya comandante de la Guardia Civil Lisardo Doval (rehabilitado tras su implicación en la Sanjurjada), al que conocía por ser ambos paisanos y compañeros de promoción en la academia de Toledo. Por sugerencia de Franco, a Doval se lo nombró delegado del ministro de la Guerra para el orden público en las provincias de Asturias y León. El comandante ya había estado en 1917 por Asturias como jefe de línea de Gijón, donde se había ganado fama de duro, y conocía bien el terreno. Con ese conocimiento, y sin andarse con contemplaciones, atacó los núcleos de la revolución y capturó a sus responsables, incluyendo a su líder máximo, González Peña, al que cazaron sus guardias en Ablaña, el 3 de diciembre, cuando se disponía a huir por mar. Para alcanzar estos resultados, se calcula que detuvo a 7.000 personas. Practicó registros sin orden judicial y recurrió con largueza a las torturas, incluidas las detenciones y amenazas de violación de las mujeres y las hijas de los mineros. Como consecuencia de las atroces palizas murió un número indeterminado de detenidos, y en un solo día sacaron a cerca de veinte de ellos de la cárcel de Sama para ser fusilados.

Alejandro Lerroux, que había clamado contra los métodos utilizados por el teniente Portas con los anarquistas barceloneses en el castillo de Montjuic, se veía ahora en la incómoda situación de que bajo su gobierno se reeditara el atropello, pero elevado a la enésima potencia. Ordenó al director general de Seguridad, Valdivia, que abriera una investigación. Lo que este descubrió lo horrorizó al punto de exigir al ministro que se cesara a Doval. El ministro le trasladó la petición a Lerroux, que lo relevó dándole una salida airosa. Nombrado jefe de Seguridad en el protectorado de Marruecos, acabó partiendo en noviembre de 1935 a una jugosa misión en el extranjero: una estancia en Nueva York para «estudiar las organizaciones policiales de aquella localidad». El chollo se le acabó con la victoria del Frente Popular, que lo convocó en febrero de 1936 para que regresara a su destino en Teruel. Doval no acudió, temiendo que se lo procesara por sus acciones en Asturias, y fue expulsado del cuerpo. Volvió tras la sublevación del 18 de julio para unirse a los rebeldes. En el verano de1936 mandaba la columna que desbarataron las milicias de Mangada (el vehemente oficial republicano arrestado por Goded) en Peguerinos (Ávila). Durante aquellos años, al margen de las luchas políticas que demandaban una y otra vez el grueso de sus energías, la Guardia Civil completó algunos servicios de interés en su servicio ordinario. Entre ellos, dos acciones que parecían retrotraerla a sus tiempos más remotos, como la persecución de los bandidos róndenos Francisco Flores Arrocha y Juan Mingolla, Pasos Largos. Tras el primero, ladrón de ganado y asesino, anduvieron los guardias durante un año, y en la refriega que acabó con su vida, el 31 de diciembre de 1932, también la perdió el guardia Teodoro López. En cuanto a Pasos Largos, viejo conocido del cuerpo, que ya lo enviara a prisión dos décadas atrás, al salir de prisión, ya en la sesentena, se dedica un tiempo a la caza furtiva, para más adelante empezar a recorrer los cortijos extorsionando a sus habitantes. Una pareja lo apresa y lo envía a la cárcel. Cuando sale de nuevo, en enero de 1934, lo hace cargado de odio contra los guardias y en seguida se hace con una escopeta, con evidente ánimo de venganza. El capitán Hernández, que ya dirigiera la búsqueda de Flores Arrocha, organiza una batida para capturarle. El 18 de marzo, en la cueva de El Palmito, en la serranía de Ronda, Pasos Largos, que se niega a entregarse, muere en tiroteo con el sargento del cuerpo Antonio Gil Ramírez. Es el último bandolero decimonónico, que se ha adentrado como un anacrónico intruso hasta el segundo tercio del siglo XX.