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Por lo visto, García Lorca estuvo tentado de escribirle un romance a Flores Arrocha. Parece difícil entender qué podía verse de cantable en un sujeto que entre otras cosas asesinó y mutiló a sangre fría a una mujer y a su hija de meses. Pero quizá bastaba el hecho de que disparase contra los civiles y se hubiera cobrado la vida de uno. El mérito de esa acción era evidente leyendo el lamoso Román ce de la Guardia Civil Española, con el que el poeta de Fuentevaqueros, sirviéndose de la potencia de su verso (sin par en el siglo XX español), dejó grabada a fuego en el inconsciente colectivo una imagen tan lúgubre como desalmada: «Tienen, por eso no lloran, / de plomo las calaveras».

La revolución de 1934, que tanto se ensañó con los guardias, tuvo también, paradojas del país y del propio cuerpo, su episodio benemérito. Fue en Madrid, en el parque de automóviles, donde estaba destinado el teniente Fernando Condes. Un joven oficial, distinguido y condecorado en la campaña africana, que se había incorporado a la Guardia Civil para hacer carrera, y que al llegar a Madrid tomó contacto con destacados marxistas, entre ellos (una vez más) Margarita Nelken, con quien, dicen, compartió lecho. También se reencontró con su amigo el teniente Castillo, otro joven oficial curtido en Marruecos y de ideas izquierdistas, que se había incorporado a la Guardia de Asalto. Condes y Castillo dieron en organizar un esperpéntico plan de ataque a la presidencia del gobierno, donde esperaban hacer prisionero a todo el ejecutivo, completando los escasos efectivos que habían logrado comprometer con militantes socialistas disfrazados de guardias civiles. Descubierto el complot, Condes fue expulsado del cuerpo y condenado a una cadena perpetua que apenas duró un año.

En febrero de 1936 ganó las elecciones el Frente Popular, una coalición de socialistas, comunistas, anarcosindicalistas y burgueses antifascistas que se formó para luchar contra la derecha radical, los falangistas de José Antonio y el Bloque Nacional de Calvo Sotelo. Con tal motivo, Condes fue indultado, readmitido y ascendido a capitán. No fue el único afectado por el cambio de gobierno. Otros agraciados por el gabinete que presidía nuevamente Manuel Azaña fueron los encausados por sucesos como el de Castilblanco o por la revolución asturiana. En el extremo contrario, todos los militares que habían sido rehabilitados por el gobierno derechista o que se habían distinguido a su servicio se vieron relegados. Así, Franco pasó de la jefatura del Estado Mayor Central a Canarias, Goded fue a Baleares, y Mola, el ex director de Seguridad de la dictadura, promovido por el propio Franco a la jefatura de las tropas de Marruecos, a Navarra. La excepción fue el general Sebastián Pozas Perea, que había sustituido en la Inspección General de la Guardia Civil a Cabanellas en enero de 1936, y que fue confirmado en su puesto. Pero ello es explicable por las peculiaridades del personaje, en las que nos detendremos más adelante. Con estas idas y venidas, de la prisión a los honores, de la primera línea al ostracismo, la República acreditaba su inestabilidad, que no era sino la de un país ya irremediablemente partido en dos.

Solo faltaba la llama que prendiera la mecha. Y en esos primeros meses de 1936, el fuego fue más que abundante. Menudearon las huelgas y motines, como el de Yeste, en Albacete, que se saldó con la muerte de un guardia, otros 15 heridos y 17 campesinos muertos. A las algaradas debió hacer frente una Guardia Civil desmotivada por las críticas y por el clamor que desde las filas de la izquierda se lanzaba para su disolución: uno de los partidos de la coalición gobernante, el PSOE, llevaba incluso este punto en el programa. Para remate, se sumó la acción de los pistoleros fascistas, que ayudarían a terminar de cebar la bomba de relojería en que se había convertido el país.

El 14 de abril, durante el desfile de celebración del aniversario de la República, unos exaltados de filiación izquierdista arrancaron a dar vivas a Rusia y mueras a la Guardia Civil al paso de las tropas de esta por la tribuna presidencial. El alférez del cuerpo Anastasio de los Reyes, que se hallaba cerca junto a otros guardias, vestidos todos de paisano, les recriminó a los revoltosos su actitud. De pronto sonaron unos disparos y el alférez y dos guardias cayeron heridos. Los guardias civiles repelieron la agresión y el caos se apoderó de la muchedumbre. Hubo tres bajas entre los civiles presentes. En cuanto el alférez De los Reyes, murió en el camino al hospital. Su entierro iba a ser funesto para el desarrollo de los acontecimientos, pese a las precauciones que adoptó el general Pozas. El teniente coronel González Valles, jefe del parque móvil, donde estaba destinado el alférez, dio publicidad al sepelio, lo que provocó que en él se congregaran numerosos simpatizantes de organizaciones derechistas y líderes como Gil Robles y Calvo Sotelo. El acto, plagado de vivas a España y a la Guardia Civil, fue tomado como un desafío por el ministerio de la Gobernación, que envió a la Guardia de Asalto para disolver al gentío. Al mando del contingente estaba el teniente José del Castillo, compañero de conjura de Condes e instructor de las milicias socialistas. Castillo sacó la pistola y ordenó cargar a sus hombres. La acción causó treinta heridos y seis muertos, entre ellos el señalado falangista Andrés Sáenz de Heredia. El ministro de la Gobernación, Amos Salvador, presentó su dimisión, pero la catástrofe era ya inevitable. A la ira de los fascistas se sumaba el descontento que se extendía en las filas militares, donde el nuevo gobierno practicó una caza de brujas de colosales dimensiones. Solo en la Guardia Civil fueron removidos de sus puestos 26 de 26 coroneles, 68 de 74 tenientes coroneles, 99 de 124 comandantes y 206 de 308 capitanes (entre ellos, Santiago Cortés, futuro defensor de Santa María de la Cabeza). No cabe eluda de que muchos (que no todos) eran desafectos a la República, pero cabe cuestionar la prudencia de semejante razia en las filas de quienes debían contribuir a sostenerla.

Castillo pagó su exceso de celo el 12 de julio de 1936, cuando cayó víctima de un atentado a todas luces perpetrado por pistoleros fascistas en venganza por su actuación en el entierro del alférez De los Reyes. La respuesta no se hizo esperar, y en su gestación tuvo singular protagonismo su amigo el capitán Condes. Al frente de un grupo de guardias de Asalto y militantes del Frente Popular, se presentó primero en la casa de Gil Robles, y al no hallarle allí, en la de José Calvo Sotelo, el antiguo ministro de Hacienda de Primo de Rivera y ahora líder de la oposición al gobierno. Esgrimiendo una falsa orden de detención para su traslado a la Dirección General de Seguridad, sacaron al diputado derechista de su casa. En el camino, el militante socialista Victoriano Cuenca, panadero de profesión y guardaespaldas de Indalecio Prieto, disparó contra Calvo Sotelo, causándole la muerte. Nunca se sabrá si Condes tenía previsto este desenlace o si, como apuntan otras fuentes, el pistolero, conocido por su carácter violento, decidió por sí solo dar ese paso, y Condes, ante los hechos consumados, no tuvo más remedio que pechar con él. Según el testimonio de Prieto, días después el capitán le confesaría que estaba desesperado y dispuesto a quitarse la vida por su implicación en aquel crimen tan vil.

Aquella muerte marcaba el tránsito a un nuevo, y trágico, momento histórico. No deja de ser un desdichado símbolo que en ese punto de inflexión de la historia de España, una vez más, hubiera un guardia civil. Fernando Condes, a su manera, acató su destino. Murió el 27 de julio de 1936 en el frente del Guadarrama, encabezando una columna de milicianos que iba al encuentro de las tropas nacionales. Dicen que fue uno de sus propios hombres quien lo abatió, por la espalda.

Capítulo 12