El 23 de marzo de 1844, María Cristina hacía su entrada triunfal en Madrid. Una de sus primeras diligencias fue imponer a González Bravo, su antiguo y embozado fustigador, la Gran Cruz de la Legión de Honor, que su tío el rey Luis Felipe de Francia le había concedido. Un acto sin duda repleto de una cruel ironía, que no tardaría en aflorar, para mal del joven y acomodaticio presidente del gobierno.
Cinco días después del regreso de la reina madre, el gobierno de González Bravo le presentaba a la reina Isabel II, que por entonces contaba trece años, el Real Decreto por el que se establecía una fuerza de protección y seguridad pública. En el preámbulo se la declaraba destinada a relevar de estas funciones al ejército y a la Milicia Nacional, el primero inadecuado por ser su finalidad principal defender el Estado, y la segunda por tener una existencia discontinua y ser su servicio transitorio. Por todo ello se optaba por crear un nuevo cuerpo permanente, separado del ejército, y con una organización distinta a la de los cuerpos de este, más fraccionada y diseminada. Sus filas habrían de nutrirse con oficiales y jefes especialmente seleccionados y con licenciados del servicio militar «con buena nota y justificada conducta». Se estipulaban también sus haberes, algo más elevados que los ordinarios, como correspondía a unos agentes que iban a desempeñar el servicio con una cierta independencia de la autoridad superior, que llegarían en algunos casos a ser depositarios de secretos importantes y que se verían «expuestos frecuentemente a los tiros del resentimiento y lisonjeados tal vez por los halagos de la corrupción».
A lo largo de 18 artículos, el Real Decreto desarrollaba la estructura orgánica del nuevo cuerpo, con una terminología a todas luces castrense, como lo era el personal que había de formarlo, disponiendo expresamente el artículo 12 que en cuanto a la organización y disciplina dependería de la jurisdicción militar, por lo que resultaba discordante la alusión a una «fuerza civil» contenida en el preámbulo, texto, por el que Pérez Galdós reconocería a González Bravo, entre sus muchos desaciertos, y en contraste con ellos, el mérito de haber alumbrado «un ser de grande y robusta vida, la Guardia Civil», era en realidad obra del subsecretario de Gobernación, Patricio de la Escosura. Este afrancesado conspicuo, antiguo capitán de Artillería, intimó en sus estancias en Biarritz con un capitán retirado de la Gendarmería francesa, llamado Lacroix, de quien debió de recibir alguna inspiración. No iba a ser su articulado, sin embargo, el que sirviera de base fundacional para la futura Guardia Civil por lo que atribuirles la autoría de esta a González Bravo o Escosura no deja de resultar discutible.
Pero sí fue este Real Decreto de 28 de marzo de 1836 el que dio lugar al nombre de la institución. Cuando la joven reina leyó lo que le presentaban, y sin poder entender muy bien qué era aquello de «unas guardias armadas que podían estar al servicio y bajo la obediencia de los poderes civiles», dijo que entonces ella las llamaría «guardias civiles», para dejar así reflejada su doble condición. El capricho de la reina niña se incorporó a posteriori al texto, quedando denominado el nuevo cuerpo, formado por militares, y siendo militar su disciplina, con el tan paradójico como perdurable nombre de Guardia Civil.
Solo faltaba, para llegar a la Guardia Civil que había de conocer la Historia, que al duque de Ahumada, el hijo de Pedro Agustín Girón, se le diera la ocasión de reparar el desaire hecho en 1820 a su padre. Y merced a la confianza de Narváez, preparado ya para desembarazarse del insignificante González Bravo, iba a tenerla cumplidamente.
Capítulo 2
No es inhabitual que un hombre de ingenio pague un alto precio por demostrarlo por escrito. Al presidente González Bravo le llegó el momento de comprobarlo cuando una mano invisible depositó en manos de la reina madre, María Cristina, los artículos injuriosos que tiempo atrás le había dedicado bajo seudónimo, con la insinuación de su verdadera autoría. El antiguo libelista quedaba amortizado, y el 2 de mayo de 1844 Narváez asumió la presidencia del gobierno, tomando para sí la cartera de la Guerra, en la que mantuvo como subsecretario al brigadier sevillano Ángel García de Loygorri, conde de Vistahermosa, leal al nuevo presidente y viejo amigo del duque de Ahumada.
Durante el mes de abril se habían producido algunos acontecimientos relevantes para la formación del nuevo cuerpo. El todavía ministro de la Guerra, Mazarredo, mantuvo un tira y afloja con su colega de Gobernación, el marqués de Peñaflorida, para deslindar las funciones de ambos departamentos y en particular las responsabilidades que corresponderían en el nombramiento de su personal a los jefes militares y políticos. Como resultado, se dictó el Real Decreto de 12 de abril, que aclaraba el anterior de 28 de marzo en el sentido de que si bien el Ministerio de la Guerra se encargaría de la organización inicial de la Guardia Civil, reclutando sus efectivos entre los excedentes de personal del ejército, en lo sucesivo serían los jefes políticos los que se encargarían de los nombramientos de cargos y asignación de destinos. Este esquema habría dado lugar, interpreta Aguado Sánchez, a que la Guardia Civil se convirtiera en una suerte de simple vaciadero de un Ejército hipertrófico, sometido a los vaivenes políticos y expuesto a los caprichos del partido de turno. La falta de un inspector general, y los míseros sueldos que se contemplaban para la tropa, habrían conducido a una nueva institución precaria, con defectuosa organización militar y condenada a resultar inestable, manipulable y fallida.
Sea como fuere, el 15 de abril de 1844, este nuevo Real Decreto le fue remitido al mariscal de campo Francisco Javier Girón, duque de Ahumada, que se hallaba a la sazón en Cataluña en funciones de inspector general militar. Lo acompañaba la siguiente comunicación:
Al Mariscal de Campo Duque de Ahumada. Para llevar a cabo esta Soberana y Real disposición se ha dignado comisionar a V.E. como Director de la organización de la Guardia Civil y señalar para proceder a ello los puntos de Vicálvaro y Leganés. A fin de que V.E. pueda sin pérdida de tiempo dar principio al importante cometido que la digna acción de S.M. le confía y evitarle en lo posible consultas que naturalmente le ocurrirían para su mejor desempeño, debo decirle que V.E. queda facultado para proponer las medidas que conduzcan a la más útil organización de esta fuerza en vista de los elementos que para ello puedan emplearse, teniendo en consideración que del acierto de su primera planta depende su porvenir y el que produzca el feliz resultado a que se la destina. Muy recomendable e importante es la brevedad, pero más aún lo es la perfección. Las solicitudes de Jefes y Oficiales con los datos ya reunidos en este Ministerio pasarán a la dirección del cargo de V.E. para que en consecuencia puedan hacerse a S.M. las consecuentes propuestas en forma para todos los empleos de Jefes y Oficiales, debiendo V.E., proceder al nombramiento de las clases de tropa que han de componer el Cuerpo […] V.E. necesita manos auxiliares para los trabajos de la Comisión; puede V.E. por tanto proponer desde luego, su personal y la organización en el concepto de que todos los sueldos y gastos son desde ahora con cargo al Ministerio de la Gobernación.