Pozas envía una compañía de la Guardia Civil para ordenar el reparto de armas a los milicianos. Con los fusiles disponibles se logra armar cinco batallones. Pero el grueso de las armas (45.000 cerrojos de fusil) está en el cuartel de la Montaña, donde se han hecho fuertes los rebeldes, con el general Fanjul a la cabeza. Su situación es poco menos que desesperada, ante la negativa a sumarse a la sublevación de casi todas las unidades con que contacta. Algunas, levantadas en un primer momento, han tenido que deponer las armas; es entre otros, el estrambótico caso del regimiento de artillería de Getafe, predestinado a cubrir a Fanjul con sus baterías, pero que tras mantener un duelo de bombardeos recíprocos con la base aérea de la misma localidad, se ha rendido ante la mayor precisión de los aviadores y la presión de las masas obreras que lo hostigan. Finalmente es el propio cuartel de la Montaña el bombardeado por tierra y aire, lo que fuerza la capitulación de Fanjul el día 20, con la consiguiente irrupción de los milicianos armados en el recinto y el exterminio de sus defensores, ante la incapacidad de las fuerzas del orden para detener la matanza. El pueblo en armas ha enseñado los dientes, y no será la última vez. Con los fusiles obtenidos en el cuartel de la Montaña se armará a miles de milicianos más, que rápidamente se harán con el control de la capital.
Pero para completar este capítulo dedicado al estallido de la Guerra Civil, debemos hacer referencia a otros episodios, que se harían especialmente célebres, y en los que los guardias civiles tendrían un indiscutible protagonismo. Algunos de ellos iban a ser, además, trascendentales para el curso del conflicto, bien por afectar directamente al desarrollo de las operaciones, bien por su valor propagandístico. Nos referimos a las varias gestas defensivas (con perfiles numantinos, para no contrariar la tradición) que protagonizaron diversos jefes y numerosos agentes del cuerpo que abrazaron el bando rebelde, y en las que se puso a prueba una vez más la determinación de los beneméritos de no ceder ni un palmo de terreno ni rendir al enemigo la posición que les había sido confiada por aquellos a quienes en este trance consideraban, por convicción o por circunstancias, sus superiores.
Tal fue el caso de multitud de pequeños puestos que quedaron aislados, y cuyos comandantes se negaron a entregar las armas a la población, como les pedían los dirigentes locales del Frente Popular, o bien trataron de oponerse a los desquites, en forma de detenciones ilegales y atentados contra significados derechistas, que se desataron por doquier. Podríamos citar muchos ejemplos, en especial en las provincias de Badajoz y Sevilla. Pero quizá el más significativo sea el del puesto de Tocina, en esta última provincia, donde siete guardias civiles con sus familias, al mando del sargento Lorenzo Vega primero y, tras la muerte de este, del cabo Floriano Martínez Azón, resisten durante doce días el asedio de los milicianos. Estos, en su mayor parte mineros, les arrojan para tratar de reducirlos profusión de dinamita e ingenios incendiarios, y hasta envenenan con arsénico el pozo que les abastece de agua. Cuando el 30 de julio los libera una columna de guardias civiles, el cabo Martínez Azón, que ni siquiera estaba destinado en el puesto (el azar de la guerra lo sorprendió allí, y se unió a sus compañeros) se presenta como jefe accidental al comandante que la manda. Tras ponerse a sus órdenes y dar la novedad, le quita toda importancia a su acción, ya que, le dijo, «venían venciendo».
Otra modalidad de resistencia, en el extremo opuesto, fue la que se ofreció en las ciudades que, unidas al alzamiento gracias al aporte decisivo de los guardias civiles, mandados por jefes comprometidos con la rebelión, quedaron cercadas por el enemigo. Tal fue el caso de Guadalajara, finalmente sublevada por el empeño del comándame Pastor, segundo jefe de la comandancia, que se impuso a su dubitativo teniente coronel. En seguida fue a por ella la potente columna que mandaba el coronel Puigdengolas, con profusión de guardias chiles en sus filas, además de milicianos y miembros de otras unidades militares. Tras asegurar Alcalá de Henares para la República (con su valor simbólico, por ser la cuna del presidente Azaña) Puigdengolas marchó sobre la capital alcarreña, donde aplastó la rebelión. Parecida suerte corrió Albacete, que acabó cayendo tras sufrir un duro asedio, varios bombardeos aéreos y un feroz asalto en el que se distinguió la infantería de marina de Cartagena. Precisamente allí, a Cartagena, fueron trasladados, prisioneros, los guardias chiles sublevados. Cuarenta y tres de ellos serían fusilados en alta mar, para que no se oyesen los disparos, y arrojados al agua por los marineros leales al gobierno. Otros cuarenta desertarían nada más poner el pie en Porto Cristo, donde los enviaron como parte del frustrado desembarco del capitán Bayo para reconquistar la rebelde Mallorca para el gobierno de la República.
Pero hubo más casos análogos. Merece reseñarse la suerte dispar que corrieron las guarniciones asturianas, donde se concentró la Guardia Civil de la provincia, dejando sobre el terreno a sus familias, rodeadas del ambiente más hostil que quepa imaginar, frescas aún en la memoria la revolución del 34 y la represión subsiguiente. Volvió a quedar sitiado el cuartel de Sama de Langreo, con 180 guardias y sus familias dentro. El líder minero Belarmino Tomás los intimó a rendirse y, ante su negativa, después de dejar salir a mujeres y niños, destruyó el cuartel con explosivos. Murieron todos los defensores. Otro caso de heroísmo más allá de lo concebible fue el del guardia Antonio Moreno Rayo, que defendió él solo el cuartel de Caravia contra quinientos mineros, disparando desde diversas ventanas y resistiendo ataques con dinamita. Hubieron de fusilarlo sentado en una silla, porque ya no se tenía en pie. Las dos grandes ciudades del Principado, Gijón y Oviedo, cuyas guarniciones también secundaron la rebelión, con protagonismo de los beneméritos, vivieron sendos asedios, de desigual resultado. En Gijón, los guardias se hicieron fuertes en el cuartel de Simancas, desde donde resistieron hasta el 21 de agosto, copiosamente cañoneados por la artillería gubernamental y sin otra defensa que la del crucero rebelde Almirante Cernerá, que iba y venía frente al puerto gijonés. Al final, la resistencia fue inútil, y los defensores acabaron pidiendo al buque de guerra que bombardeara el cuartel, con el enemigo ya dentro. En Oviedo, el coronel Aranda, de nuevo con el concurso fundamental de la Guardia Civil, logra resistir tres meses de asedio, hasta que las tropas enviadas en su socorro desde Galicia rompen el cerco.
Sin embargo, el caso más notorio e influyente de este tipo de resistencia fue el que protagonizó la plaza de Toledo, donde el teniente coronel jefe de la comandancia, Romero Basart, había ordenado que se concentrara la Guardia Civil de la provincia, para secundar la rebelión. En total, acudieron unos 700 guardias, que unidos a otros 400 militares de diversas procedencias (algunos se encontraban allí de permiso) se hicieron con la ciudad. Asumió el mando el coronel Moscardó, jefe de la Escuela Central de Gimnasia, sita en el histórico edificio del Alcázar, al que se replegaron los rebeldes cuando las columnas republicanas enviadas desde Madrid hicieron acto de presencia. Lo que sucedió a continuación es sobradamente conocido. Aquellos guardias resistieron durante más de dos meses, hasta el 27 de septiembre de 1936, el ataque encarnizado de las fuerzas gubernamentales, que llegaron a emplazar 20 cañones alrededor de la vieja fortaleza y a descargar sobre ella 500 bombas de aviación y 12.000 cañonazos.