Moscardó y los guardias a sus órdenes protagonizaron una defensa desesperada, viéndose obligados a salir de los escombros de noche para robar comida o intentar enganchar el Huido eléctrico, en medio de un paisaje espectral iluminado por los potentes focos con que los rodearon los sitiadores. Largo Caballero, a la sazón ministro de la Guerra, acudió repetidas veces a Toledo, para tratar de impulsar una conquista que nunca se produjo. Los actos de heroísmo individual fueron incontables, pero quizá el más espectacular fuera el del cabo del cuerpo Cayetano Rodríguez Caridad, que antes había sido minero y que se ofreció para vigilar las minas que excavaban los sitiadores, a fin de derribar los muros del edificio llenándolas de explosivo. Murió precisamente al hacer explosión la carga situada debajo de uno de ellos. Pero aún sin muros, apostados en los escombros, los guardias siguieron resistiendo. Junto a ellos estaban sus familias, con las que pasaron todas las estrecheces del asedio, alimentándose de los caballos y hasta del pienso que se guardaba para estos. Finalmente, Franco desvió la ruta de sus columnas que marchaban sobre Madrid para liberar el Alcázar, decisión tácticamente cuestionable, pero que supuso un éxito propagandístico total.
Por último, hubo otro tipo de resistencia, más atípica, protagonizada por grupos de guardias civiles pertenecientes a comandancias indecisas que se reunieron de forma azarosa y que se hicieron fuertes en un reducto más o menos de ocasión. Tal fue el caso de una parte de los guardias de la comandancia de Badajoz, cuya capital permaneció leal a la República por la obediencia de las unidades militares allí presentes y por la clara fidelidad republicana del jefe de la comandancia, el comandante Vega Cornejo, así como de las fuerzas de Carabineros, abundantes por la proximidad de la frontera. En Villanueva de la Serena, sin embargo, se reunieron un centenar de guardias, a las órdenes del capitán Manuel Gómez Cantos, de triste fama posterior, que se declaró en desobediencia a los jefes de su demarcación y resistió durante diez días los ataques del enemigo. Al final, Gómez Cantos logró evacuar a su tropa y a numerosos civiles hacia la provincia de Cáceres, donde iras varias escaramuzas alcanzó las líneas nacionales.
Pero para completar el relato que estamos haciendo falla la que quizá sea la más extrema y perturbadora gesta defensiva protagonizada por los miembros del cuerpo. Correspondió a una parte de los que estaban destinados en la comandancia de Jaén, que tras rocambolescas peripecias, ante la pusilanimidad de su jefe, el teniente coronel Iglesias, y la vacilación del segundo jefe, el comandante Nofuentes, acabaron reunidos en el santuario de Santa María de la Cabeza, en plena Sierra Morena. Fueron para ello decisivos los oficios del capitán jefe de la línea de Andújar, Antonio Reparaz, que fingió mantenerse leal al gobierno, con lo que logró ganarse la confianza de Miaja, que dirigía las operaciones de las tropas gubernamentales en la zona. Fue Reparaz el que consiguió que los guardias que se habían concentrado en Jaén, sospechosos la mayoría, como en efecto así era, de simpatizar con los rebeldes, fueran trasladados al santuario con sus familias. Allí se hizo con las riendas el capitán Santiago Cortés, cuya mano dura y cuya marcada significación derechista, demostradas inconvenientemente en la jornada del 14 de abril, le habían valido un destino burocrático en la capital jienense. Tuvo que imponerse al entonces jefe accidental de la comandancia, el comandante Nofuentes (tras llamar Pozas al inepto Iglesias a Madrid), y al capitán Rodríguez Ramírez, más antiguo que él. No le costó mucho. Como demostraría, de determinación andaba sobrado. Cortés aprestó a sus hombres, en total unos 250, para resistir en el templo y varios edificios próximos, con los que montó una especie de rudimentaria línea defensiva. Cuando en los pueblos circundantes se tomó conciencia de que los guardias del santuario se habían unido a la sublevación, se organizó el cerco en torno a ellos.
El asedio superó lodos los límites de resistencia humana imaginables. Se prolongó durante más de siete meses, en los que los sitiados acabaron comiendo hierbas y raíces, además de los indigestos madroños que les procuraban los árboles de una loma cercana. Estuvieron aislados durante buena parte de ese tiempo, comunicándose cuando podían con palomas mensajeras que les arrojaban desde el aire, como los víveres y municiones. En esta labor se distinguió el capitán de aviación Carlos Haya, que le pidió a Franco un avión Douglas DC-2 para dedicarlo solo al socorro del santuario. Con él llegó a hacer cuatro viajes al día, desafiando a los cazas republicanos. A lo largo del otoño, el invierno y buena parte de la primavera los guardias resistieron asaltos de infantería, bombardeos aéreos y artilleros, y hasta varios ataques con carros de combate, sin que nada de eso les hiciera aflojar en su resistencia (a los carros, envalentonados por un bombardeo de la aviación nacional, llegaron a atacarlos a pecho descubierto).
Al final, apenas quedaba un muro del santuario en pie. Franco autoriza a Cortés la rendición, entre otras cosas en atención a las mujeres y niños que sufren junto a los guardias las penalidades casi delirantes del asedio. Pero el tozudo capitán, con una cerrazón que cuesta comprender, habida cuenta de la inutilidad de la resistencia y de las vidas que aún puede salvar, se niega.
Por la noche, los sitiadores iluminan con reflectores las ruinas, y los haces de luz descubren entre ellas las figuras de los guardias, con los fusiles cruzados sobre el pecho, vigilantes. Apenas son ya un puñado de fantasmas, pero no aflojan en su defensa. El 27 de abril de 1937, el capitán Cortés dirige a Franco y a Queipo de Llano, por conducto de paloma mensajera, este desesperado mensaje, que acredita el estado de ánimo de los defensores:
A las 14 horas veo avanzar hacia este campamento diez tanques blindados que son el último recurso a que podían recurrir nuestros enemigos para la consecución de sus siniestros propósitos. Aunque las palomas soltadas esta mañana aún se encuentran sobre los escombros de este Santuario, con la fe que como cristiano y patriota pongo en todos mis actos, me permito dirigirme nuevamente a V.E., para ponerle en conocimiento estos hechos, por si aún fuera tiempo de que pensasen en lo necesario que nos es el auxilio que hace tiempo vengo interesando. No lo pido por mí ya que al fin y al cabo mi vida vale poco, pero sí por los 1.200 seres inocentes que me lo suplican sin perder la esperanza de su liberación. Dios guarde a V.E. muchos años.
Pero Franco ya les había dejado bien claro a sus generales que el santuario, de nulo valor estratégico para sus planes de campaña, no podía convertirse de objetivo sentimental en objetivo militar, y nada hizo por enviar el socorro tan insistente y ciegamente pedido por Cortés. Con el salvamento del Alcázar ya había agotado su cuota de romanticismo. El día 30 de abril de 1937, el coronel Morales y el teniente coronel Cordón, jefes de las fuerzas republicanas sitiadoras, atacan el santuario con «todo lo que tienen», incluyendo una docena de carros de combate. Los defensores ya son solo espectros andrajosos y enfermos, que disparan alucinados sus fusiles. La lucha, como en tantas otras ocasiones, llega al arma blanca: los guardias se defienden a la bayoneta como fieras acorraladas. Incluso uno de ellos, tras arrojar sin éxito una botella incendiaria contra un carro, la emprende a machetazos contra la mirilla. La batalla se prolongará durante un día entero. Hacia las tres de la tarde del 1 de mayo, un impacto de artillería entierra en cascotes a Cortés. Sus hombres, conscientes de que sin su valor demente la defensa es imposible, alzan bandera blanca.