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Cortés, gravemente herido, fue evacuado al hospital de sangre de la XVI brigada, donde fue imposible salvar su vida, pese a la intervención quirúrgica a que lo sometió el cirujano de Valdepeñas. Enterrado en una fosa común, junto a otros muertos del santuario, sería posteriormente desenterrado e inhumado en el escenario de su desorbitada gesta, a donde también llevaron los restos del capitán Haya, derribado sobre el frente aragonés en 1938, y al que Cortés nunca conoció.

Tras la caída del santuario, los vencedores hicieron formar a todos los guardias que se podían tener en pie. Eran 42. El jefe de la XVI brigada, Martínez Cantón, le preguntó al oficial que los mandaba, el alférez Carbonell, dónde estaban los demás. Al responderle que allí estaban lodos, el jefe republicano no pudo sino reconocer su valor. «Con doscientos como vosotros llego yo a Burgos», añadió. El gobierno de Valencia dio órdenes de que se respetara escrupulosamente a los prisioneros y a sus familias, cosa que se cumplió bajo la estrecha vigilancia de comisarios políticos y oficiales. Pero el valor propagandístico de la gesta fue enorme. Y tuvo otros efectos. Sin las fuerzas que debieron distraerse para reducir aquel foco de insensata resistencia, los nacionales tuvieron más fácil forzar la caída de Málaga. En cuyos montes, por cierto, eran otros guardias civiles (y así consta a quien esto escribe por testimonio directo de uno de ellos, antes citado en este mismo capítulo) los que en la primera línea del frente mantenían a raya y segaban con sus ametralladoras las filas de las tropas africanas.

Quede aquí el inventario de historias beneméritas de estos oscuros días. Podrían contarse muchas más, pero con las que quedan reseñadas basta para mostrar cómo los guardias civiles, llegada la ocasión en que el país al que servían se rompiera por la mitad, se vieron alcanzados por su fractura y supieron ser, con su disciplina sobrecogedora, los más expuestos y cruciales combatientes de uno y otro lado.

«La Guardia Civil muere pero no se rinde», reza el letrero que los nacionales colocaron junto al santuario reconstruido. Una frase que se tiñe de amargura al leerla a la luz de lo que pasaría con la Benemérita en aquella guerra y después de ella, en uno y otro bando.

Capítulo 13

El dilema de Franco: la segunda refundación

Frente a su protagonismo en los primeros compases de la contienda, donde desempeñaron como hemos visto un papel a menudo determinante para decantar el curso de los acontecimientos en uno u otro sentido, los guardias civiles pasarían a un segundo plano, más allá de los muy excepcionales asedios, en cuanto se estabilizaron las líneas de los diversos frentes y dieron comienzo las operaciones militares propiamente dichas. Aunque quizá habría que referir la afirmación a la Guardia Civil como institución, ya que guardias civiles que a título individual jugaron un papel destacado los hubo en uno y otro bando.

Lo dicho resulta evidente en el bando republicano. Tras el golpe y la entrega de armas al pueblo, con el consiguiente despliegue en los frentes y en la retaguardia de las milicias de partido, socialistas, anarquistas y comunistas, las unidades de la Guardia Civil que habían permanecido leales a la República, al igual que el resto de fuerzas de seguridad, se aplicaron como pudieron a mantener el orden, en un entorno que cada vez resultaba menos propicio a ello. Ni los guardias ni los agentes de Seguridad, en aquellos primeros meses, pudieron evitar los atropellos, los asesinatos y los desmanes de todo tipo que se produjeron, así como tampoco controlar a los milicianos que iban y venían del frente, con un sentido más bien particular de lo que era el deber de mantenerse en el puesto en tiempo de guerra. Para que llegaran a asumirlo habría que esperar a la organización del Ejército Popular de la República, y a la atribución de autoridad efectiva a las fuerzas del orden sobre los emboscados, desertores y delincuentes de toda especie que se movían a placer por la retaguardia republicana. Pero para entonces, en la zona gubernamental, ya no existía la Guardia Civil.

Fue su anterior inspector general, Sebastián Pozas, quien en su calidad de ministro de la Gobernación dispuso la liquidación del cuerpo, mediante el decreto de 30 de agosto de 1936, con estos motivos:

La extensión y gravedad de la rebelión militar ha tenido fuerte repercusión en todos los cuerpos y organismos del estado. Requiere especial atención por parte del Gobierno cuanto afecte a los Institutos armados, entre los cuales se encuentra el de la Guardia Civil. Buen número de unidades y destacamentos de dicho Cuerpo ha permanecido fiel a su deber, ofreciendo un magnífico ejemplo de lealtad, abnegación y heroísmo; pero otras fuerzas del Instituto, por prestar servicios en las provincias sometidas a la sublevación militar o por haberla secundado, han quedado de hecho fuera de la disciplina del Cuerpo. Se impone en estas condiciones una reorganización completa del Instituto de la Guardia Civil, que alcance no solo a la debida depuración de los cuadros de mando y tropa, sino a la propia estructura del Cuerpo.

Como consecuencia, el decreto disponía la reorganización de la Guardia Civil, que pasaría a llamarse Guardia Nacional Republicana. A su mando se situó el general de brigada de la Guardia Civil José Sanjurjo Rodríguez-Arias (sin ninguna relación con el ex director general y luego golpista José Sanjurjo Sacanell). Pero en la práctica se trataba de un cuerpo totalmente desnaturalizado, dirigido por comités locales y provinciales, algunos de tan deplorable memoria como el de Madrid, compuesto en su mayoría por guardias civiles conductores destinados en el parque de automovilismo, y al que no se le ocurrió nada mejor que llevar a cabo una repulsiva labor de persecución a través de la checa autodenominada Spartacus, de dirección anarquista y sita en la iglesia de las Salesas Reales, en la calle Santa Engracia de la capital. Desde ella se dedicaron a investigar y purgar a los compañeros, muchos de ellos denunciados por viejas rivalidades personales o domésticas que nada tenían que ver con su compromiso con la causa republicana. Llegó a darse la paradoja de que acabaran en la checa hombres que se batían el cobre en el frente de la sierra, denunciados por otros que estaban emboscados en Madrid. En total, la checa Spartacus llevó a la muerte a medio centenar de guardias. Los muchos enemigos que la Benemérita tenía entre las fuerzas que habían asumido la vanguardia defensiva de la República (solo en apariencia, pues algunas de ellas, como es sabido, perseguían otros objetivos últimos) empezaban a cumplir su viejo sueño de acabar con ella.

De las filas de la Guardia Nacional Republicana, extraña y amorfa reconversión del cuerpo fundado por Ahumada, hubo muchos que prefirieron desertar en cuanto tuvieron ocasión, para pasarse a la zona nacional y unirse a la Guardia Civil que allí continuaba existiendo. Otros muchos se mezclaron con las columnas combatientes que acudieron al frente a cortar el paso al ejército rebelde o se integraron después en el Ejército Popular, donde por su instrucción y habilidad en combate desempeñaron puestos de responsabilidad como cuadros de las unidades, a la vieja usanza del cuerpo, ya acreditada en las guerras carlistas. Entre unas cosas y otras, el terreno quedó abonado para que en diciembre de 1936 se aprobara un nuevo decreto que refundía en un nuevo cuerpo de Seguridad los existentes cuerpos de Vigilancia, Seguridad y Asalto y Guardia Nacional Republicana, con un grupo uniformado, dividido en dos secciones, Urbana y Asalto, y otro civil, dividido en tres secciones, Policía interior, Policía exterior y Policía especial o política. El proceso de unificación se dio por concluido en agosto de 1937. A partir de esta fecha no existe en el lado republicano Guardia Civil ni nada que quepa considerar sucesor de ella.