Esta decisión no puede juzgarse sino como un error mayúsculo por parte de sus autores, porque supuso dilapidar, con manifiesta ingratitud hacia los miles de guardias que en julio de 1936 se jugaron todo por la legalidad vigente, un activo valiosísimo para la defensa y la cohesión de la República, tras la traición de una buena parte del ejército. Fijarse en la minoría de guardias que se había sublevado, olvidando a la mayoría que se había mantenido fiel a su deber para con las autoridades legalmente constituidas, fue una miopía de nefastas consecuencias. Porque no había nada en el ideario del cuerpo amortizado que se opusiera a los valores republicanos, como habían demostrado cumplidamente sus miembros el 14 de abril de 1931 y a lo largo de los cinco años que siguieron, en los que derramaron una y otra vez su sangre en defensa de la ley y fue por la utilización ruin e interesada de otros, tanto a izquierda como a derecha, la mayor parte de sus excesos. Y porque el nuevo cuerpo, pese al empeño que pusieron sus integrantes, no llegó a ser una maquinaria ni la mitad de efectiva que la tan despreciada Guardia Civil. Ni en el frente ni en la retaguardia.
De las peripecias de los antiguos guardias civiles que permanecieron en la zona republicana podríamos contar mil historias, y seguramente hay muchas más que se han perdido. Como representantes de todos ellos, nos referiremos a las vicisitudes que atravesaron el coronel Escobar y el general Aranguren, los responsables del aplastamiento de la rebelión barcelonesa. En cuanto a este último, su actuación le valió el nombramiento de jefe de la división orgánica de Cataluña, desde el que tuvo poco margen de maniobra, por el poder que concentraron, de un lado, el Comité de Milicias Antifascistas, y de otro, la Conselleria de Defensa de la Generalitat. Luego asumió la comandancia militar de Valencia, cuya importancia venía dada por la presencia en la capital del gobierno de la República. Cuando entraron en la ciudad las tropas nacionales, se negó a huir, por considerar que no había cometido ningún delito. Fue sometido a consejo de guerra y condenado a muerte. Su familia apeló ante Franco al argumento del paisanaje (ambos eran de El Ferrol), al parentesco lejano eme había entre ellos y a la antigua amistad que los había unido durante sus días de África. Pero todo fue inútil. Murió fusilado el 21 de abril de 1939, en el barcelonés Camp de la Bola, amarrado a una silla (de nuevo un benemérito en ese trance, aunque frente a distintos adversarios) para sostenerlo pese a sus graves heridas. A los que acabaron con sus días les dijo que lo hicieran sin remordimiento, que solo le quitaban dos o tres años de vida, y que peor era para el que lo acompañaba en aquel trance, el teniente coronel Molina, al que por lo menos le estaban quitando treinta.
En cuanto al coronel Escobar, se incorporó al ejército del Centro, con el que intentó sin éxito detener a las columnas del ejército de África que avanzaban desde Extremadura. Posteriormente combatió en la batalla de Madrid, donde resultó herido en el frente de la Casa de Campo, no muy lejos de donde perdió la vida el mítico Buenaventura Durruti, que muy bien habría podido considerarse su enemigo natural, y junto al que lo habían llevado a luchar las circunstancias, antes en Barcelona y ahora en la capital de la República. Durante su convalecencia pidió permiso para ir al santuario de Lourdes, como hombre profundamente creyente que era; permiso que Azaña le concedió y tras el que, contra lo que muchos temían, volvió a la zona republicana. Luego de ejercer como director de Seguridad en Cataluña, donde trató de poner orden en las revueltas anarquistas contra el gobierno, lo que le costaría ser objeto de un atentado, combatió en Brúñete y en Teruel. La capitulación de la República le llega ya como general en Ciudad Real, donde, al igual que Aranguren, en vez de huir elige correr la suerte de sus hombres y se entrega al general Yagüe. Juzgado y condenado por rebelión militar, en uno de los muchos ejercicios de lógica inversa que hicieron los vencedores en esa ficción de justicia que eran los consejos de guerra contra los vencidos, acabó enfrentándose en los fosos de Montjuic a los fusiles de los hombres del cuerpo al que había pertenecido y del que con su integridad escribió una de las más dignas páginas. De nada sirvieron las peticiones de clemencia que elevaron a Franco destacados eclesiásticos, como el cardenal Segura. Los mismos guardias del piquete rindieron honores a su cadáver. Era el 8 de febrero de 1940. Diez meses después, el 15 de octubre, se vería ante el pelotón de fusilamiento, en esos mismos fosos, el president Lluís Companys, a cuyas órdenes se pusiera Escobar en la jornada decisiva del 19 de julio de 1936. Ahora estaban todos juntos: con el fracasado Goded, con el infortunado Ferrer i Guardia y con tantísimos otros.
Sus casos son solo dos entre miles. Quien quiera un inventario detallado del altísimo precio que hubieron de pagar los muchos guardias civiles que no secundaron el alzamiento y cometieron el crimen de seguir luchando por la legalidad vigente, tiene un minucioso inventario en el documentado trabajo de José Luis Cervero, Los rojos de la Guardia Civil. Lo que allí puede leerse vulnera una y otra vez las reglas de la más elemental humanidad. Aparte de ser no pocos de ellos pasados por las armas, estos guardias sufrieron cárcel, ostracismo y, por lo que toca a aquellos que tras la oportuna depuración fueron readmitidos en el cuerpo, ser considerados como auténticos leprosos, destinados a los peores sitios y las más duras fatigas. Lo que en la España de la posguerra significaba, por ejemplo, ser enviados al monte a combatir a los maquis, destino que muchos de ellos no pudieron soportar y que acabó conduciéndolos al suicidio. Pero no paró ahí la venganza. También alcanzó a sus viudas y huérfanos, a los que repetidamente se les denegó, con vileza insuperable, el mínimo socorro que habrían supuesto para ellos, en su sobrevenida indigencia, las parcas prestaciones a que tenían derecho por la puntual cotización de sus progenitores y esposos a los montepíos y mutualidades del cuerpo.
Volviendo a 1936, en la zona nacional la Guardia Civil no fue disuelta, sino que se dispuso su continuidad dentro del nuevo estado que se fundó por los sublevados. La primera medida, publicada en el Boletín Oficial del 24 de julio de 1936, fue el cese como inspector general de Sebastián Pozas Perea (que ni aún idealmente lo alcanzaba, porque a la sazón ya era ministro de la Gobernación del gobierno de la República). En su lugar se nombró al general de brigada del cuerpo (único dentro del generalato benemérito que se había sublevado) Federico de la Cruz Boullosa, jefe de la segunda zona con sede en Valladolid. Como dato anecdótico, era hermano del subsecretario de la Guerra, que en vano había intentado hacer desistir a Moscardó de su actitud sediciosa y convencerlo de entregar el Alcázar a las fuerzas gubernamentales. Mandó este general los restos de la Guardia Civil que habían quedado del lado rebelde hasta el 12 de marzo de 1937, en que fue sustituido por el general de brigada de Infantería Marcial Barro García, que compatibilizaba esta función con la jefatura de la 13 brigada de Infantería con cuartel general en Valladolid. El bajo rango del nuevo inspector general, y el carácter de pluriempleo que para él tenía la jefatura del cuerpo, subordinada a su mando sobre tropas combatientes, son ilustrativos del papel, subalterno, que jugaría la Guardia Civil en la zona nacional. Aparte de velar por el orden en la retaguardia, lo que no era demasiado arduo, por el régimen de férrea disciplina que entre los suyos habían impuesto los sublevados, y el terror a que habían reducido a los pocos desafectos que no habían enviado al paredón, operó la Guardia Civil en su ya antigua condición de policía militar en campaña, papel que ya desempeñara en la lejana expedición portuguesa de Gutiérrez de la Concha, la guerra marroquí de O'Donnell y tantos otros conflictos. Un papel, en suma, puramente auxiliar.