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Eso no quita para que a título individual y excepcional hubiera en el lado nacional guardias civiles que se significaran por sus acciones de combate. En los primeros tiempos lo hicieron, por ejemplo, el capitán honorario Carlos Miralles, que con una guerrilla de guardias civiles contribuyó a fijar el frente del norte en el puerto de Somosierra durante los primeros días del conflicto. O el comandante Lisardo Doval, que ya ha pasado por estas páginas, y que al frente de 800 hombres marchó sobre la localidad abulense de Peguerinos, para tratar de ganar esa parte de la sierra, dominada por ayuntamientos del Frente Popular. Para su desdicha, sus hombres, poco cohesionados y peor guiados por un oficial que no había medrado precisamente dirigiendo grandes unidades en el campo de batalla, se tropezaron con el numeroso contingente que el mucho más hábil Mangada había desplegado en la zona. Mangada dejó que los hombres de Doval fueran ocupando lomas y disgregándose, y entonces cayó con toda su gente sobre los nacionales, que salieron en desbandada. El escaso prestigio que esta acción le valió a Doval como jefe militar hizo que pasara a otros menesteres, en concreto a desempeñar la jefatura de seguridad de Salamanca, donde en aquel momento estaba el cuartel general de los sublevados. Allí fue donde tuvo su papel, más acorde a sus capacidades, en el desmantelamiento de la conspiración falangista encabezada por Manuel Hedilla, y que acabó con este condenado a muerte y después, porque así lo aconsejó a Franco su astucia, indultado y desterrado a Canarias.

Más adelante habría otros guardias civiles implicados en destacadas acciones de guerra, pero a título puramente individual y encuadrados en otras unidades. Tal sería el caso del capitán Enrique Sierra Algarra, condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando por su desempeño al frente de la 50 compañía de la XIII bandera de la Legión, en el combate de Cerro Gordo (Teruel) el 27 de diciembre de 1937. Caso más bien excepcional de unidad combatiente formada por guardias chiles fue el de la llamada Compañía Expedicionaria de la Comandancia de Zaragoza, íntegramente formada por hombres del cuerpo y mandada por el capitán del mismo Roger Oliete Navarro, que entre octubre de 1936 y comienzos de 1937 protagonizaría temerarias operaciones de guerrilla en la zona de la sierra de Albarracín. Por su arrojo en ellas no tardó en ser conocida como compañía de la Calavera. Emblema este que acabaron adoptando y colocándose sobre las guerreras, en un escudo que constaba de un cráneo sobrepuesto a las siglas G-C entrelazadas (el distintivo tradicional del cuerpo) sobre un fondo negro.

Más allá de estas intervenciones puntuales y algunas otras que hemos de pasar por alto aquí, la guerra la sostuvieron otros, singularmente las tropas de choque africanas, el Tercio y los Regulares. Estos, merced a su acometividad suicida, apoyada por el moderno material de guerra aportado y manejado por alemanes e italianos, compensaron una y otra vez la escasa sapiencia estratégica del director de la guerra del bando nacional, superado continuamente por quien los hados malévolos dieron en ponerle enfrente: el general Vicente Rojo, uno de los más brillantes estrategas (si no el mejor) del ejército español, cuya apuesta por la causa de la República contribuyó a que esta salvara Madrid del asalto lanzado por Franco en el otoño de 1936 y prolongara la resistencia, casi, hasta el esperado estallido del conflicto mundial. Pero, como es sabido, no dio más de sí el talento de Rojo, ni el sacrificio ingente de los soldados que se dejaron la piel por la causa republicana. El 1 de abril de 1939, con todos sus objetivos militares alcanzados, según expresó en su famoso parte, el caudillo declaraba terminada la guerra y cautivo y desarmado al ejército enemigo.

Tocaba reorganizar el país, para dejarlo a la medida exacta de los deseos del vencedor. Y también le tocó someterse a esta reinvención, como no podía ser menos, a la Guardia Civil. Sobre este momento histórico crucial hay disparidad de versiones. Hay quienes aseguran que Franco, acabada la guerra y sin necesitarla ya en sus funciones de gendarmería de campaña, pensó seriamente en disolver la Guardia Civil. Otros, especialmente entre los historiadores afines al dictador y los más rancios apologetas del cuerpo, lo rechazan como anatema. Por los indicios de que disponemos, en particular la demora con que se aprobó la ley que reorganizaba el instituto, y que no llegó hasta el 15 de marzo de 1940, nos inclinamos por la primera versión. También es la que respaldan los historiadores más caracterizados del cuerpo. Aguado Sánchez, siempre razonable y coherente, pese a su sesgo más bien glorificador de la Benemérita e indulgente para con sus flaquezas, admite de forma implícita que el pensamiento pasó seriamente por la cabeza de Franco, aunque lo imputa a influencias externas de algunos de sus generales más próximos e incondicionales, deseosos de neutralizar un cuerpo sobre el que pesaba el estigma (añadimos nosotros) de su dudosa reacción el 18 de julio de 1936. Que la tibieza en la adhesión al movimiento nacional era una tacha en la mente del dictador lo prueba fehacientemente el cuerpo de Carabineros, suprimido de un plumazo y con peregrinas razones que no bastaban a encubrir el verdadero motivo: su abrumadora lealtad a las autoridades republicanas.

Abunda en esta interpretación, pero con un jugoso argumento adicional, Miguel López Corral, quien añade al círculo de los que invitaban al jefe del estado a enviar el baqueteado tricornio al desván de la Historia a su cuñado, y a la sazón ministro de la Gobernación, Ramón Serrano Suñer. Un personaje digno de retrato pormenorizado y aparte, para el que no hay en estas páginas el espacio necesario, pero del que bastará con decir que era, por cálculo evidente de Franco, el representante de la facción triunfante de la Falange, tras el fusilamiento en prisión de su fundador, José Antonio Primo de Rivera, y la desactivación por la vía penitenciaria del inquieto e imprudente cabecilla de la facción opuesta, Manuel Hedilla. Era además Serrano Suñer partidario entusiasta de la Alemania nazi, con la que se alinearía tras el estallido de la contienda mundial, y para la que pediría la formación de la famosa División Azul, a fin de ayudarla a machacar el bolchevismo y hacer pagar a Rusia sus culpas en la reciente carnicería patria.

Como apunta Corral, tenía además Serrano Suñer un amigo algo peculiar, que respondía al nombre de pila de Heinrich y se apellidaba Himmler. Este le había enseñado un maravilloso artefacto que habían puesto a punto en Alemania, y que al cuñado del generalísimo fascinó hasta el extremo de considerar idónea su traslación a la nueva España que surgía de la victoria nacional. El artefacto en cuestión no era otro que la organización de la que Himmler era Reíchsführer (es decir, jefe nacional): la Schutz-Staffel, más conocida por la siglas SS, representadas con dos runas en el cuello de los uniformes de sus miembros. Una compleja estructura, creada sobre la base de las bandas de matones que habían ayudado con sus dotes de persuasión al partido nacionalsocialista, o NSDAP, a ganar las elecciones de 1933, y que había crecido, desde sus modestos inicios como cuerpo de seguridad del partido, hasta engullir todo el aparato policial del Estado. Era, también, la más formidable maquinaria de esa índole que conociera la Historia, capaz de controlar a toda la población del país más pujante de Europa y mantenerla uncida, hasta su aniquilación, al yugo del régimen más criminal, demente y autodestructivo inventado por el hombre. Según el autor al que venimos citando, lo que Serrano Suñer pretendía era replicar este modelo sobre de la base de la Falange, para someter a los españoles, es de presumir, a una asfixia similar a la que padecían los alemanes, creando de paso magníficas oportunidades de vida y empleo para los portadores de camisa azul, como ya sabían y disfrutaban sus homólogos germanos de camisa parda y uniforme negro.