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Providencial debemos considerar, imaginando el monstruo que habría podido nacer, que Franco fuera un tipo lo bastante frío como para desoír a la familia y acabar atendiendo las sugerencias que le llegaban desde otro sitio. Y salvadora debemos considerar, incluso quienes tengan mayores dificultades para apreciarla por la experiencia propia adversa o por la herencia ideológica recibida, la subsistencia de la Guardia Civil, un cuerpo a fin de cuentas profesional y concebido por un hombre cabal, honesto e ilustrado, en vez de la aberración que diseñaron unos psicópatas carentes de cualquier escrúpulo.

Los que lograron inclinar el ánimo del jefe supremo fueron un grupo de generales, entre los que se encontraban Várela, Muñoz Grandes (organizador bajo la República del cuerpo de Asalto), Vigón y Camilo Alonso Vega (viejo compañero de Franco de los días fundacionales del Tercio, en Marruecos, y con gran ascendiente personal sobre él). Ellos lo persuadieron de que no podía dejarse el orden público en manos de un ejército desgastado por la guerra, teniendo un cuerpo veterano y que había acreditado su eficacia para controlar la retaguardia y el escabroso territorio español. Le hicieron ver además lo arriesgado de confiar en las milicias falangistas (de las que el propio Muñoz Grandes era responsable, lo que lo surtía de abundantes y fundados motivos para la desconfianza). Franco, que después de todo era un militar monárquico y tradicional, debió entender finalmente que antes que lanzarse a imprevisibles experimentos más valía aprovechar y rehabilitar una institución curtida y consolidada a lo largo de la Historia, con los ajustes precisos para adecuarla a su personal proyecto de nación. Fue así como se produjo la segunda refundación, la franquista, del cuerpo fundado por Ahumada. Una refundación que en buena medida equivalió a una tentativa de convertirlo en otra cosa, subvertir su filosofía y liquidar algunas de sus más fecundas aptitudes. Pero como veremos, y aunque en la mente de muchos españoles siga instalado, aún hoy, como estereotipo indestructible de la Benemérita, aquel nuevo cuerpo troquelado por el designio dictatorial, solo a medias y transitoriamente tuvo éxito tan habilidosa y ventajista maniobra. Desde su tumba, desde sus reglamentos y su Cartilla, y desde su convicción e inteligencia, el duque de Ahumada iba a dar la batalla, atestiguando la solidez de su obra y salvándola de tamaña degradación.

Se materializó la refundación franquista en la ya citada Ley de 15 de marzo de 1940. Por medio de ella se consumaba la liquidación del cuerpo de Carabineros, de tan impertinentes querencias, refundiéndolo en la nueva Guardia Civil, que a sus competencias tradicionales sumaba el resguardo fiscal y la vigilancia de fronteras y costas, incorporando en su seno al escaso contingente de carabineros que se había salvado de la quema. Como señala Aguado Sánchez, la exposición de motivos de la ley está llena de argumentos pintorescos, por no decir sofísticos e inexactos. Valgan como ejemplo los siguientes:

Los acontecimientos políticos sufridos por España en el último decenio, con la implantación de la República, afectaron hondamente a todas las organizaciones nacionales, pudiendo asegurarse que no hubo una sola a la que no alcanzase el espíritu destructor de aquellos gobernantes. El benemérito Cuerpo de la Guardia Civil, creado por el Duque de Ahumada, y que constituyó la coronación de la obra iniciada por la Reina Católica con la organización de la Santa Hermandad, no se libró del influjo de aquellos hombres que, desde la oposición, habían intentado minar el espíritu benéfico del Instituto para crearle en el país un ambiente de odiosidad, fomentando, por un lado, la lucha de clases y los movimientos revolucionarios, y, por otro lanzando desde el poder a la represión a las fuerzas de Orden Público, con órdenes de crueldad hasta entonces desconocidas [alusión más que probable a la orden de tirar a la barriga atribuida, pero nunca contrastada, a Manuel Azaña en los sucesos de Casas Viejas]. Al acometerse la reorganización de las fuerzas de Orden Público, hemos ele salvar del naufragio de la revolución aquel espíritu y valores tradicionales que hicieron del Instituto de la Guardia Civil uno de los cuerpos más prestigiosos en que se inspiró la organización de las fuerzas de Orden Público en distintos países. Recogiendo aquellas enseñanzas y mejoras que el transcurso del tiempo y las experiencias de la guerra han señalado como más necesarias a los intereses nacionales, pretende esta ley…

No es preciso seguir, ni precisará tampoco el lector estrujarse las meninges para discernir cuáles eran esos «intereses nacionales» que hacían «necesarias» las «mejoras y enseñanzas» que se trataba de poner en práctica. Sobre el papel de Ahumada como ejecutor del plan de Isabel la Católica más vale extender un piadoso silencio.

Pero más adelante el texto nos ofrece otras claves de interés:

Los Tercios de Frontera, que por esta ley se crean, nutridos con gente joven, de vocación decidida, formarán unidades selectas que fortalecerán la organización militar de nuestras tropas de cobertura. El necesario enlace y compenetración que ha de haber entre las unidades del Ejército y las fuerzas de la Guardia Civil en el conocimiento, vigilancia y defensa de nuestras fronteras, han aconsejado que el mando superior de los indicados Tercios y de parte de sus unidades inferiores se asigne a jefes y oficiales del ejército.

He aquí la primera señal de la segunda desnaturalización que se trataba de infligir al cuerpo, tras la nada desdeñable, puesta sinuosamente de manifiesto en el párrafo anterior, de colocarlo por primera vez al servicio de una particular ideología interpretativa de lo que debía ser España. Se trataba de convertir a la Guardia Civil en un cuerpo más del ejército, con misiones especializadas, eso sí, como la labor de gendarmería y ocupación interior y la de centinela del perímetro territorial, pero organizadas sobre la base de y bajo la subordinación a los mandos militares. Era esta una novedad notoria respecto del diseño de Ahumada. Cierto era que este había optado por reclutar a los guardias de entre los miembros selectos del ejército, por entender que ellos le aportarían la solidez y la disciplina que precisaba; que se había empeñado, además, en dotar al cuerpo de condición militar (para mantener esa disciplina y esa solvencia en el servicio); y que se había empleado a fondo para sujetarlo a la dirección de personal del ministerio de la Guerra, aparte de afinarlo para actuar como soporte y fuerza de reserva del ejército en coyunturas bélicas. Pero no era menos cierto que se había cuidado de mantener a sus guardias como una fuerza independiente, y los había dotado de una filosofía de servicio a la ley, a las autoridades civiles y al ciudadano (una vez más, remitimos a la relectura de la Cartilla, en el capítulo 2 de este libro) que no era, ni muchísimo menos, la propia de un soldado. Y lo que Franco reforzaba con su ley era la condición soldadesca, coherente con su concepción de la Guardia Civil como un engranaje más para el mejor funcionamiento del gigantesco cuartel en que quedaba transformado el país.

Para completar la descripción del cuadro, no es ocioso apuntar que en aquellos momentos seguía vigente el estado de guerra, que se mantendría nada menos que hasta el año 1948, por lo que cualquier acción contra los guardias civiles, caracterizados como miembros del ejército, daba lugar a la aplicación del Código de Justicia Militar y al correspondiente consejo de guerra, lo que también se extendía a cualquier conducta irregular o insatisfactoria para el mando en que pudieran incurrir los propios beneméritos. En suma, se vivía en la práctica bajo una suerte de reedición, por vía tan indirecta como eficaz, de la tristemente famosa Ley de Jurisdicciones de 1906, que en su día derogara la República y que Franco, merced al simple ardid de mantener sumido al país en estado bélico permanente, no necesitó reinstaurar.

No menos dignas de ser paladeadas detenidamente son las consideraciones que llevan, según se declara en el preámbulo de la ley, a disolver el cuerpo de Carabineros (en síntesis, que la experiencia decía que a veces los carabineros perseguían delincuentes ordinarios y que los guardias también aprehendían alijos). Pero como no podemos aquí recrearnos en todo el texto, más bien debemos pasar a transcribir el crucial artículo 16 de la norma legal, que remacha cuanto se viene diciendo por si a alguien le quedaran dudas de lo pretendido: