La mayor parle de estas reformas se introdujeron siendo inspector general del cuerpo el general de división Elíseo Álvarez Arenas, que ejerció esta responsabilidad desde septiembre de 1939 hasta el 13 de abril de 1942. En esta fecha fue sustituido por el también general de división Enrique Cánovas de la Cruz, que recuperó la denominación de director general para la jefatura del cuerpo y se mantuvo al frente de este hasta julio de 1943. En esta fecha vendría a sustituirlo el general Camilo Alonso Vega, de cuyos trascendentales oficios para impedir la disolución de la Guardia Civil ya se dejó constancia más arriba.
Paisano del dictador, curtido a su lado bajo las banderas del Tercio en las vaguadas y los riscos del Rif, Alonso Vega iba a dejar una impronta que los historiadores del cuerpo coinciden en señalar como solo comparable a las de Ahumada y Zubía. Como ellos, combinaría algún paternalismo con la exigencia inflexible de responsabilidades, pero con bastante más peso de esto último. A él se debe buena parte del carácter que adquiriría en esos años la institución benemérita, para bien y para mal (bien es la exactitud en el servicio, mal el autoritarismo caciquil, rasgos ambos que sus modos de mando impulsaron). Bajo su personal dirección, que se prolongó durante doce años, iba a terminar de conformarse la Guardia Civil de la dictadura, y sobre todo iba esta a hacer frente a un nuevo y correoso enemigo: la oposición interior al régimen, materializada en los irreductibles guerrilleros del monte.
Capítulo 14
En los primeros días de Octubre de 1944, dos nutridos grupos de antiguos combatientes republicanos, curtidos tras varios años de lucha contra los alemanes como integrantes de las FFI (Fuerzas Francesas del Interior), se infiltran en territorio español en las proximidades de los puertos de Valcarlos y Errequidorra, a ambos costados del frondoso bosque de Irati (Navarra). Entre uno y otro suman unos 700 hombres, que actúan a las órdenes de Jesús Monzón, alias Mariano, antiguo contramaestre de la Armada, de ideología comunista y autotitulado secretario general del PCE. Pertenecen a la llamada Agrupación de Guerrilleros y, aparte del entrenamiento y la experiencia en la lucha clandestina, han sacado de su paso por la Resistencia francesa abundante armamento de origen británico que utilizan en su incursión. Visten incluso uniformes proporcionados por los aliados, y al atravesar la frontera no solo están violando los límites de la nueva España franquista, sino contraviniendo también las órdenes de su hasta entonces jefe supremo, el general De Gaulle, que les ha prohibido acercarse siquiera a la línea divisoria entre los territorios francés y español.
Apenas cruzan la frontera, se fraccionan en pequeños grupos. Algunos, al ser descubiertos y denunciados, regresan a Francia. El día 4, una de las partidas guerrilleras se enfrenta con el destacamento de Policía Armada de Izalzu, causando a las fuerzas del orden tres muertos: dos policías y un guardia civil que les servía como práctico del terreno. Son las primeras víctimas de una larga y encarnizada guerra que se prolongará durante una década, causando cientos de bajas a uno y otro bando y salpicando con su ferocidad a innumerables civiles.
En días sucesivos continúan las infiltraciones, por distintos puntos del Pirineo navarro. El 19 de octubre, 3.000 guerrilleros invaden el valle de Aran, en el Pirineo leridano. Es la constatación de que, como habían advertido en días anteriores los servicios de observación de la Guardia Civil de Fronteras, la Unión Nacional Española (formada en Toulouse por los exiliados republicanos, y también llamada Junta de Liberación) ha concentrado sus fuerzas para lanzar una gran ofensiva sobre el territorio español. Jesús Monzón cuenta con 10.000 guerrilleros bien entrenados y altamente concienciados, avezados en la lucha subversiva contra las tropas de Hitler. Ahora que la suerte de la guerra es definitivamente adversa al Eje, cree llegado el momento de iniciar la reconquista, aprovechando la soledad en que queda el régimen con el desmoronamiento de los que en la Guerra Civil fueron sus valedores. Los informes enviados por los guardias no han encontrado gran eco en las autoridades, que los han considerado demasiado alarmistas. Por eso, cuando a Franco le dan la noticia de la invasión, en medio de una cacería, pregunta atónito: «¿Y qué hace la Guardia Civil?»
La invasión del valle de Aran, con todo y su espectacularidad, acaba en un sonoro fracaso. Los guerrilleros logran tomar algunos pueblos y reducir algunos puestos de la Benemérita. Incluso llegan a rendir la cabecera de línea de Bossóst, a donde se han replegado los guardias que han podido escapar y desde la que plantan cara a los invasores hasta agotar sus municiones. Pero a pesar de sus intentos no logran hacerse con la capital del valle, Vielha. El general Yagüe acude al frente de la 42 división, con la que lanza una maniobra de cerco sobre el pequeño territorio que al amenazar con embolsar a los guerrilleros los desmoraliza rápidamente. El PCE envía a Santiago Carrillo, que releva del mando a Monzón y ordena la retirada general. La aventura causa 32 muertos y 216 heridos a las tropas que repelen la invasión y 129 muertos, 249 heridos y 218 prisioneros entre los maquis (palabra de origen francés, o mejor dicho corso, derivada de maquisard , o «matorral», con la que se denominará a estos combatientes irregulares).
No son, ni mucho menos, los primeros hombres en armas contra el régimen con que se las han debido ver, dentro del territorio nacional, las fuerzas del orden desde el final de la guerra. Al irse desmoronando los distintos frentes, partidas de combatientes republicanos se han echado al monte, tanto en Asturias y Galicia como en la cordillera central, las sierras de Aragón o las serranías andaluzas. Desde sus escondrijos, dan en cometer crímenes de toda índole (sobre todo robos, para su propia subsistencia) y atentados contra los agentes de la autoridad o contra quienes consideran afectos al régimen. Pero estos ataques de 1944 muestran un salto cualitativo. La oposición interna ya no se basa solo en partidas aisladas de luchadores recalcitrantes que funcionan por libre y a la desesperada, sino que va a estar organizada como un verdadero ejército dirigido desde sus centros de decisión en el exterior (la Junta de Toulouse) y en el interior (sus delegados que actúan desde la clandestinidad en territorio español, incluso en Madrid).
Contra ellos llegarán a luchar, según las ocasiones y las circunstancias, unidades del ejército y de todos los cuerpos de seguridad del nuevo estado, pero el peso sustancial de la contienda lo asumirá la Guardia Civil, cuya forma de actuar, e incluso su organización y despliegue, se verán profundamente condicionados por esta amenaza. La razón es que los guerrilleros van a preferir actuar en zonas rurales, y en especial en aquellas que por sus características geográficas son más inaccesibles, lo que los llevará a los escenarios clásicos del bandolerismo decimonónico: las serranías andaluzas, los montes de Toledo y las cordilleras Ibérica y Central; amén de las zonas montañosas de la cornisa cantábrica y Galicia. Parajes, todos ellos, en el territorio de la Guardia Civil. Este despliegue lleva a Aguado Sánchez a negarles el título de guerrilleros, porque a su juicio estos están presentes allí donde hay objetivos estratégicos sobre los que golpear para debilitar al enemigo, y no en despoblados y desiertos donde no hay otra ganancia que la posibilidad de esconderse de sus fuerzas de policía. El tecnicismo puede ser válido desde la perspectiva de la ciencia militar, pero con arreglo al entendimiento usual del término, bien puede respetárseles el título a aquellos combatientes que, forzados por la situación a luchar en manifiesta desventaja, optaron por ubicar su guerra irregular en el escenario que les era más propicio para plantear sus operaciones. Otra cosa es en que desembocó ese planteamiento, al final del conflicto, con personajes y acciones que sugieren otros apelativos.