Mediante esta comunicación, el ministro de la Guerra ponía en manos de Ahumada la labor de organización inicial de la Guardia Civil que había salvado para su ministerio. Las razones de su nombramiento hay que buscarlas en su competencia y rigor, que ya lo habían llevado al cargo de inspector general militar. Pero una vez recibida la encomienda, no podía dejar de influir en el duque la experiencia que había compartido un cuarto de siglo atrás con su padre, en la redacción del proyecto de la Legión de Salvaguardias Nacionales. Comparándolo con el que ahora se le ponía en las manos, forzoso era que sintiese preferencia por aquel, y desde bien pronto se aplicó a procurar que los decretos fundacionales quedaran sin efecto y sustituidos por otro más acorde a su concepción de lo que debía ser un cuerpo que devolviera (o trajera, porque era algo inédito) la seguridad al reino. El hombre había encontrado su destino en la Historia. Y la Guardia Civil acababa de tropezarse con el hombre que iba a ahormarla.
Pero antes de continuar con el relato, quizá sea oportuno dar algunas pinceladas biográficas sobre el personaje. Nacido en Pamplona el 11 de marzo de 1803, en el palacio del Virrey (cargo que entonces ostentaba su abuelo paterno, Jerónimo Girón), hacia las cuatro de la tarde, Francisco Javier Girón moriría el 18 de diciembre de 1869 en su domicilio madrileño del número 9 de la calle del Factor, a las dos y media de la madrugada. Su condición de miembro de la nobleza le hizo disfrutar de los privilegios otorgados a esta por Carlos IV e inició su carrera militar a la edad de doce años con el empleo de capitán de Milicias Provinciales. Hijo único, su infancia fue algo amarga, ausente casi siempre su padre por su implicación en la Guerra de la Independencia y sin el amparo de la madre, que prefería seguir al marido en sus correrías, mientras Francisco Javier quedaba a cargo de su abuelo, perseguido por afrancesado. De talla mediana y no muy buena salud en la adolescencia, los contratiempos vividos con su padre, exilio incluido, forjaron en él un carácter inflexible y ordenancista, además de proporcionarle grandes dotes de organización y una gran capacidad de trabajo. Afín a los moderados, no albergó especiales ambiciones políticas, contentándose con un puesto de senador vitalicio que compatibilizó con su dedicación a la Inspección General de la Guardia Civil. En cuanto a su hoja de servicios militares, la primera guerra carlista le daría ocasión de distinguirse y de demostrar su capacidad para el mando. Como coronel participó en la desarticulación de partidas carlistas en la provincia de Sevilla y más tarde en La Granja. Tras algún revés, como el que sufrió frente a los rebeldes en Moratalaz, Narváez lo captó para organizar el Ejército de Reserva de Andalucía, lo que forjó una sólida relación de camaradería entre ambos. En 1840 fue nombrado mariscal de campo por sus muchos méritos en combate, en las acciones de Yesa, Alpuente, Montalbán, Miravete, entre otras, y por el acoso al recalcitrante caudillo carlista Ramón Cabrera, hasta obligarlo a cruzar en retirada la frontera de
Francia. Su carrera previa a la organización de la Guardia Civil se cerró con sumisión como inspector en Cataluña y Valencia, donde su labor se tradujo en una, minuciosa revisión de los muchos problemas que aquejaban al ejército de entonces, seguida de múltiples recomendaciones para mejorarlo en todos los aspectos, desde uniformidad y guarnición hasta la simplificación de la exasperante burocracia que lo agarrotaba. Según Aguado Sánchez, de quien tomamos esta semblanza, ello lo preparó, en no escasa medida, para la tarea de organizar el cuerpo de la Guardia Civil. Pero aparte de este historial, al hombre también se le atribuye un jugoso anecdotario, que no excluye la leyenda. Quizá la más repetida entre los guardias civiles, y transmitida de generación en generación, es la que refiere que siendo aún el duque un joven oficial, su padre, por entonces capitán general de Andalucía, recibió en su despacho al mítico bandolero José María el Tempranillo, ya convertido en arrepentido de la justicia, a la que ayudaba a capturar a sus antiguos compinches. El padre se dirigió al hijo y le dijo: «Mira, aquí te presento a José María el Tempranillo, un hombre valiente». A lo que el ex malhechor replicó: «No, mi general, yo no soy valiente, lo que ocurre es que no me aturdo nunca». Según se cuenta, aquellas palabras se le grabaron a fuego al futuro director de la Guardia Civil, que solía repetirlas a su gente cuando la despachaba a misiones que entrañaban peligro.
Fiel a este espíritu, sea o no cierta la anécdota, el duque no se aturdió frente al delicado encargo recibido mediante la Real Orden de 15 de abril. Y tan solo cinco días después, el 20 de abril de 1844, redactaba una comunicación a los ministros de Estado y Guerra, en la que les trasladaba sus primeras impresiones sobre la labor encomendada. En primer lugar, el contingente previsto de 14.333 hombres, repartidos en 14 Tercios, con 103 Compañías y 20 Escuadrones, resultaba imposible de reclutar, si es que se deseaba dotar el cuerpo con personal a la altura de su responsabilidad, por lo que proponía empezar por un número inferior e irlo aumentando progresivamente a medida que se fuera incrementando el crédito presupuestario. Tampoco veía con buenos ojos, según expuso, la ínfima dotación para la retribución de las clases de tropa, tan baja que los que se presentaran habían de ser «gente poco menos que perdida, y por lo tanto dispuesta a la corrupción, siendo estas las clases que merecen más atención, pues casi siempre tienen que prestar su servicio individualmente, y los que tengan la circunstancia de conocida honradez, talla, saber leer y escribir, y demás que se requieren, no querrán por cierto tener ingreso en un cuerpo, en que han de arrastrar grandes compromisos y fatigas, con la seguridad de que servirán más y ofrecerán más garantías de orden cinco mil hombres buenos que quince mil no malos, sino medianos que fueran». Es de subrayar esta preocupación, constante en Ahumada, por contar para la Guardia Civil con personas cuya instrucción mínima les permitiera saber leer y escribir. Detalle que ponía de relieve lo escogido del cuerpo que tenía en mente, en un país donde el índice de analfabetismo se situaba sobre el setenta y cinco por ciento de la población.
A partir de estas premisas, realizó un estudio previo de plantilla, reorganizando la que se le había proporcionado en los decretos fundacionales. Simplificó las unidades y sus planas mayores, rebajó el nivel de cinco de los Tercios, proponiendo que los mandaran tenientes coroneles en vez de coroneles, por su poca demarcación, y propuso que hubiera más oficiales subalternos, para que en su actuación aislada la «vigilancia fuera más inmediata». Y respecto a los empleos más modestos, para los que proponía el primer aumento de sueldo, incluso antes de que existiera el cuerpo, argumentaba: «Llegamos ahora al punto capital de esta organización, que es la dotación de sus individuos de tropa, pues la de sus jefes y oficiales es la correspondiente al servicio del Cuerpo. Si aquella no es la indispensable para proporcionar una subsistencia cómoda y decente no solicitarán tener entrada en la Guardia Civil aquellos hombres que por su disposición y honradez se necesita atraer. Una peseta y el pan es el jornal de cualquier bracero, que no tiene que entretener ni un vestuario, ni un equipo ampliado y lucido». Con todo, la propuesta del duque, que reducía los efectivos del cuerpo, ahorraba al erario público 4.665.320 reales al año.
Todas sus ideas las resumía en siete puntos, que elevó al Gobierno escritos de su puño y letra, y que se recordarían como las «bases para que un general pueda encargarse de la formación de la Guardia Civil». Tales bases eran, en síntesis, las siguientes:
1. Que esté conforme con la organización que deba darse al Cuerpo, encontrando en la actual grave falta de dotación a los guardias.
2. Que tenga intervención en el vestuario, caballos y monturas.
3. Que debe ser quien proponga a todos los jefes y oficiales.