Al frente de esta Guardia Civil, obligada a convertirse en una suerte de miniejército siempre en alerta, dentro de un país nominalmente en paz, estaba como ya dijimos más arriba el general Camilo Alonso Vega. Un tipo nada vulgar que, tras su pasado legionario y su intervención en las operaciones de Asturias en 1934, se había distinguido en la conquista de Levante y Cataluña, llegando con sus hombres hasta la frontera de Port-Bou, en persecución de las ya desbaratadas y fugitivas fuerzas republicanas. De él se cuentan anécdotas como poco dignas de ser reseñadas, como las dos recogidas en la semblanza que le hace Aguado Sánchez. Una, protagonizada en 1938, cuando tras participar en la toma de Benicarló le salió al paso un sacerdote muy alterado que había estado escondido y que le pidió que escarmentara duramente los atropellos que se habían cometido. Según Aguado, Alonso Vega le sugirió que se calmara, y aquel sacerdote, andando el tiempo, se convertiría en el cardenal Tarancón. En otra ocasión, años después, y siendo ya director general de la Guardia Civil, recibió una carta de Pío Baroja, pidiéndole recomendación para que un guardia conocido suyo, y natural de Bera de Bidasoa, fuera destinado allí. Uno de los oficiales ayudantes advirtió algunas faltas de ortografía en la misiva e hizo mofa del escritor. El general lo cortó en seco, diciéndole que don Pío tenía razones sobradas para escribir como le viniera en gana.
Era, también, como ya se vio, el hombre que había persuadido a Franco de mantener el cuerpo, hasta el punto de que el dictador había formado con guardias civiles el núcleo de la guardia que velaba por su seguridad personal (gesto bien significativo) y había promulgado, como acto de reconocimiento suplementario, una norma según la cual el cargo de director general lo desempeñaría un teniente general, segunda categoría de mayor rango en el escalafón militar, detrás de la de capitán general que él mismo ostentaba. Aunque el propio Alonso Vega accedió al cargo siendo general de división, el desfase se corrigió en 1947, cuando al frente del cuerpo recibió el ascenso al grado superior. En parte, como reconocimiento al desempeño de sus hombres, quienes, según le había prometido al jefe supremo tras la molesta sorpresa de Aran, lucharían a destajo para erradicar aquella insidiosa plaga alentada por los enemigos de la España franquista, los comunistas y anarquistas que tan empecinados se mostrarían en hostigarla.
Alonso Vega rediseñó la organización del cuerpo, con 43 tercios más tres móviles, distribuidos en seis zonas (Sevilla, Barcelona, Zaragoza, León, Valencia y Madrid). Coyunturalmente crearía una zona especial en Teruel, al mando del general Manuel Pizarro Cenjor, para hacer frente a la potente Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón (AGLA). También promovió la mejora económica de los guardias, con salarios que doblaban los de antes de la guerra, pero que no les sacaban de la estrechez, porque el coste de la vida, en ese mismo periodo, se había cuadruplicado. Donde quizá hizo una aportación más significativa fue en la enseñanza: impulsó la creación de academias regionales para la formación de guardias, potenció el Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro, reformó el Centro de. Instrucción (haciendo especial énfasis en la formación de los comandantes de puesto) y puso en marcha la Academia Especial de la Guardia Civil. De este centro, al que se incorporaban alféreces procedentes de la Academia General Militar, para ser instruidos específicamente como mandos del cuerpo, se fue nutriendo una nueva oficialidad que renovó la muy mejorable que se encontrara Alonso Vega a su llegada a la dirección general, compuesta por los restos subsistentes tras la guerra civil y por la masa de oficiales del ejército absorbidos después. Una oficialidad que, como luego se verá, acabaría, por su preparación y nivel intelectual, contribuyendo no poco a la transición del cuerpo hacia el modelo que demandarían momentos históricos posteriores. Todavía dejaba bastante que desear la formación policial, tanto de estos oficiales como del resto de los empleos, pero poco a poco se iban creando las condiciones para una mayor profesionalización de los hombres de la Benemérita, en punto a las tareas que les imponía su condición de servidores de la ley, una y otra vez postergadas por su uso como fuerza militar.
Ahora bien, enunciadas las aportaciones positivas, corresponde señalar los aspectos en que su mandato supuso una amarga prueba para los hombres a sus órdenes, y que le valieron apelativos como el Director de Metro (que consta que le complacía) y Dom Camulo (que de seguro no lo divertía tanto). Destacó Alonso Vega en la imposición de una disciplina férrea, que suponía la expulsión del cuerpo por los motivos más nimios, y que sirvió para instaurar entre los guardias un régimen de verdadero terror. Los convirtió así, según indican autores como López Corral, en verdaderos autómatas sumisos y despersonalizados, en contraste con el orgullo y la seguridad en sí mismos que había caracterizado desde siempre a los beneméritos, desde la época fundacional hasta los convulsos años de la II República, y que tanto ayudó a que se ganaran el respeto de sus conciudadanos y se armaran de una autoridad moral que pesaba tanto o más que sus fusiles. El miedo a la expulsión, o al arresto, o a la prisión militar, precipitó a muchos guardias a la obediencia ciega y a no pocos jefes y oficiales al despotismo y al caciquismo más aborrecibles, que en el extremo más leve conducía a la utilización de sus subordinados para resolver sus más ínfimos menesteres personales, y en el más grave llevaría a acciones tan execrables como la del teniente coronel Manuel Gómez Cantos en Mesas de Ibor, que más adelante detallaremos. Tampoco faltarían los casos chuscos, como el del capitán Glaría Iguacén, al que sus guardias apodaban Tarzán, por su hábito de subirse a los árboles o camuflarse entre los matorrales para sorprender a los hombres a sus órdenes caminando a menos de los doce pasos reglamentarios de distancia o pasando por el punto en cuestión a una hora distinta de la prescrita.
Para tener una idea del alcance de las medidas disciplinarias, entre los años 1950 y 1954, casi 3.000 guardias civiles fueron separados del cuerpo. También hay que reseñar los efectos físicos que producía la intensificada dureza del servicio, con jornadas extenuantes, correrías de hasta ocho días durmiendo a la intemperie y otras sevicias, y sobre los que resultan bien elocuentes las cifras que ofrece Miguel López Corraclass="underline" de la media de 125 muertos anuales que tenía el cuerpo en 1943 se pasó a 257 en el periodo entre 1943 y 1952, con 378 fallecidos solo en el año 1946. Pero las bajas no preocupaban el exceso al director general, en una España empobrecida donde, el alistamiento en la Guardia Civil, por ásperas que fueran las condiciones del servicio, era una salida airosa al hambre, en especial en las zonas ancestralmente más deprimidas del país. «¡ Gallegos y andaluces a duro!», decía Alonso Vega, en frase que se hizo célebre, para subrayar que no contaba con tener problemas en tapar los huecos que se abrieran en sus filas.
Cuando arreciaba la guerra contra el maquis, y por tanto el castigo contra aquellos miembros del cuerpo que no estaban a la altura de los sacrificios que su director general les exigía, Alonso Vega difundió una orden general que nos sirve para ilustrar su talante inflexible: