En la profesión militar quien se limita a cumplir su deber vale muy poco para el servicio. El servicio con riesgo es el que da honor o lo quita. La pulcritud en el vestir, la obediencia al superior, la perfección de los ejercicios teóricos y prácticos, el levantamiento de atestados y la redacción de actas, el servicio peculiar en condiciones normales, constituyen obligaciones ele fácil desempeño, de carácter burocrático o de mera policía, que si bien contribuyen notablemente para el buen concepto profesional, ni implican riesgo grave, ni dan gloria. En la lucha con la criminalidad, a veces en campo abierto, cuando es necesario adoptar una actitud militar y acometer una función de armas, es la ocasión para mostrarse a la altura de la dignidad que exige, el uniforme y para cumplir con las más rigurosas obligaciones que a la Guardia Civil imponen su condición de fuerza armada y el Reglamento del cuerpo. Cuando la conducta no es la adecuada y el servicio de las armas no proporciona honores, acarrea justas sanciones…
Honores o sanciones: sin término medio. Para completar el retrato de don Camilo, es preciso hacer constar la largueza con que no solo amparó, sino que alentó las extralimitaciones de los hombres a sus órdenes. La lucha contra el maquis se convirtió, por su directo y personal impulso, en una guerra sin reglas ni cuartel, en la que rara vez se hacían prisioneros y donde no pocos de los cadáveres que se recogieron del monte llevaban las balas clavadas en la espalda, en peculiar e informal resurrección de la vieja y siniestra ley de fugas. Podrá alegarse en su descargo que los guerrilleros no eran menos implacables, sobre todo en su época terminal, cuando se habían convertido en tipos lobunos que no vacilaban en asesinar y golpear a los más débiles. Esto incluía desde paisanos desarmados, por la simple sospecha de colaborar con los guardias, hasta las propias familias de estos, como prueban los ataques a casas cuartel con mujeres y niños dentro, el asesinato a sangre fría de la mujer y el hijo del cabo Borrego (jefe del destacamento del pueblo valenciano de Losa del Obispo, que se negó a entregar las armas a los guerrilleros de la partida de Grande que lo atacaron) o el episodio del secuestro de la esposa del teniente coronel Roger Oliete (el jefe de la famosa compañía de la Calavera de la Guerra Civil, y que también se fajaría en la lucha contra el maquis). Pero no estamos hablando de una comprensible, aunque no justificable, reacción en caliente, sino de una política fría y sistemática y, si algo distingue de los malhechores a los hombres en armas que defienden la ley, es atenerse a esta en el uso de aquéllas. No cabe duda de que consignas como las que el Director de Hierro dio a sus hombres contribuyeron a que el cuerpo, o al menos la fracción de él empeñada en esta guerra, sufriera un envilecimiento paralelo al que, como diremos, vivieron sus adversarios, y que quizá nunca antes, ni en los momentos más crudos de la lucha contra el anarquismo catalán, ni en los mayores desafueros cometidos contra los bandidos andaluces, ni en medio de las convulsiones de la II República (salvedad hecha de la represión asturiana) había impregnado la actuación de la Benemérita. Pero lo que es aún peor, bajo su mandato se cometió uno de los actos más sórdidos y perturbadores de toda la historia del cuerpo, cuando esta intemperancia criminal dio en dirigirse contra los propios compañeros de fatigas.
Nos referimos al ya aludido y tristísimo suceso de Mesas de Ibor, pueblo cacereño situado al norte de la sierra de Guadalupe, donde operaron famosos maquis como el Francés, Chaquetalarga o Quincoces. No fue, sin embargo ninguno de ellos el que desencadenó los acontecimientos, sino el guerrillero apodado el Gacho, de nombre Jerónimo Curiel, que tenía en el pueblo un hermano al que los civiles le requisaron la escopeta para que dejara de dedicarse a la caza furtiva. En represalia, el Gacho se presentó en Mesas de Ibor al mando de una numerosa partida (unos cuarenta hombres) el 17 de abril de 1945. Lanzaron su asalto al anochecer, sorprendiendo desprevenidos (y divididos) a los cuatro guardias que componían el destacamento allí enviado desde el cercano puesto de Almaraz. A los guardias Timoteo Pérez Cabrera y Juan Martín González los neutralizaron en el cuartel, y al cabo Julián Jiménez Cebrián y al guardia Sostenes Romero Flores, en las tabernas del pueblo, donde confraternizaban descuidados con la población. Según Miguel López Corral, que ha investigado en detalle los hechos, y cuyo relato seguimos, los guerrilleros solo pretendían desarmar a los guardias y quitarles los uniformes (estos últimos les eran muy útiles, ya que el disfraz, tanto con ellos como con los de otras unidades militares, e incluso con vestimentas sacerdotales, era una de sus técnicas preferidas de enmascaramiento). Pero algo se salió de lo previsto cuando el guardia Martín se volvió contra sus captores y uno de ellos hizo fuego hiriéndolo gravemente. El médico del pueblo, tras reconocerlo, insistió en que debía llevársele sin pérdida de tiempo al hospital para salvar su vida, pero el Gacho se negó, lo que tendría consecuencias fatales para el guardia, que murió desangrado. El guerrillero solo pensaba en su exhibición, que aparte de desvestir a los guardias y quitarles el armamento incluía ir con ellos a las tabernas a beber en presencia de los vecinos, cerrando la ceremonia el desfile en formación de toda la partida cantando La Internacional. Antes de regresar a sus escondrijos en el monte, les dejó bien claro el sentido de su acción: «He hecho con vosotros lo mismo que habéis hecho con mi hermano, desarmaros». Y les ofreció unirse a ellos, para librarse de la reacción de sus jefes, que les auguró que no sería precisamente benigna.
El Gacho conocía bien al jefe de la comandancia cacereña, el teniente coronel Manuel Gómez Cantos, que ya asomó a estas páginas en su calidad de capitán jefe de los guardias sublevados y atrincherados en Villanueva de la Serena en los primeros días de la Guerra Civil. También lo conocían los dos guardias y el cabo, pero confiaron en que comprendería la situación de impotencia a que habían quedado reducidos por el ataque de enemigo tan superior en fuerzas. Con ello probaron su ingenuidad. Tan pronto como le llega la noticia, Gómez Cantos informa a don Camilo: «Recibo telefonema cifrado del capitán de Navalmoral que en términos de informes adquiridos me manifiesta negligencia sin límites de la fuerza y apatía incalificable que comprobaré urgente y personalmente y obraré con gran energía como requiera y exija el caso ocurrido». Acude Gómez Cantos al pueblo, que toma literalmente con cientos de guardias. Lo acompañan sus oficiales y una sección de jovencísimos polillas (como se conoce de modo coloquial a los guardias salidos del colegio de Valdemoro, y criados desde su niñez en la disciplina del cuerpo) que le hacen de guardia pretoriana. Toma las riendas de la sumaria investigación y tras el informe del teniente jefe de la línea, Cipriano Sáenz, y con el aliento del capitán Planchuelo, de la compañía de Trujillo, les comunica a los guardias la sentencia que por sí y ante sí dicta para ellos: fusilamiento.
A las cinco de la tarde, en la plaza principal, con todos los espantados vecinos del pueblo contemplándolo, Gómez Cantos ordena despejar el espacio público y que se saque a los tres guardias, esposados y sin sus uniformes, y se los conduzca junto a un muro de adobe que hay en una esquina. Estos se muestran enteros, sin lamentar su suerte ni pedir clemencia, y aún obedecen las últimas órdenes de su vesánico jefe, que consisten en leer en voz alta unas cuartillas que previamente han tenido que escribir con el inventario de lo que los maquis les han sustraído. A continuación, aúlla Gómez Cantos, en voz bien alta para que todos lo oigan: «¡Y por tanto, han demostrado ser ustedes unos cobardes, por dejarse desarmar por el enemigo! No quiero que haya un solo cobarde en mi comandancia. Marchen de frente a aquella pared. ¡Avance el pelotón y cinco que tiren bien!»