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La orden se cumplió en sus términos, o casi. Los tiradores cometieron un ligero fallo de puntería y al guardia Sostenes hubo de rematarlo en el suelo con su pistola un suboficial, mientras el infortunado, entre estertores, murmuraba los nombres de sus cuatro hijas. Luego de consumado el triple asesinato, Gómez Cantos ordenó que los cuerpos fueran arrojados a una fosa común (de donde sus familiares no fueron autorizados a sacarlos sino hasta meses más tarde). Seis días después, el 23 de abril de 1945 (como coincidencia que no podemos dejar de anotar, el mismo día en que Heinrich Himmler da el paso de traicionar a su ya desesperado jefe Adolf Hitler), el teniente coronel Gómez Cantos decide conmemorar a su modo la fiesta de las letras con un texto de su autoría que convertido en orden reservada dirige a sus hombres trasladándoles ideas como estas que nos permitimos entresacar:

Por primera vez desde que fui destinado para el mando de esta comandancia fuerza de la misma destinada al fin primordial que nos encomendó la superioridad de persecución y exterminio de huidos, ha tenido ante una partida una actuación cobarde, precedida de entrega de armamento, municiones, correajes, uniformes y el tricornio que tanto nos caracteriza, manteniéndose desarmados en su destacamento, carentes de valor para iniciar la persecución de aquellos que tanto mancilló [sic] un honor, con la agravante de que un compañero, herido mortalmente por su heroísmo, pedía auxilio en estado preagónico. Hecho tan bochornoso […] merecen [sic] mi repulsa, pues abrigaba la confianza de que mandaba fuerza que en todo momento respondería sin regatear sacrificios en defensa de los intereses patrios, prestigio del uniforme que llevamos por fama. Como el delito cometido por estos ex beneméritos tiene marcada taxativamente pena en el Código de Justicia Militar, con ejemplar castigo en el acto, a dicho Texto legal me ajusté y ante todas las fuerzas formadas en el lugar se consumaron los hechos y bajo mi mando director y personal, hube de cumplir con rigor los mandatos de dicho Código para castigo de los culpables y ejemplo de las fuerzas que lo presenciaban en formación propia del caso […]. Para borrar esta mancha que sobre la comandancia pesa, exhorto a todos en general y dispongo que sin reparar fatigas [sic] y sacrificios, con exposición de la vida en cuantas ocasiones se presenten, se emprenda una campaña eficaz, que permita en corto espacio de tiempo aminorar y exterminar en todo caso a los guerrilleros que merodeen por la provincia o acampen por la misma. En cuantos casos de negligencia se sucedan faltas que menoscaben nuestro honor, tened presente que aplicaré a los culpables el máximo castigo para el que estoy autorizado, proponiendo en todo hecho aun siendo falta leve, el traslado de comandancia para el corregido […], pues no tienen cabida en mi comandancia los que olviden el concepto del deber, demuestren tibieza en el servicio o negligencia de cualquier clase, que rápidamente sancionaré.

Persecución y exterminio, para el enemigo, y exigencia a los guardias de exponer la vida «en cuantas ocasiones se les presenten», firmada y rubricada por un jefe que sabe que no serán escasas y que a él no se le ha de presentar ninguna. Huelgan los comentarios sobre el tipo de jefatura y la filosofía que representaba este hombre, pero para completar el cuadro habrá que consignar que, procesado Gómez Cantos, por la insistencia del obispo de la diócesis, a quien enfureció la ejecución de tres católicos sin darles capilla ni cristiana sepultura, el Tribunal Supremo de Justicia Militar, que debía sancionar además la omisión de todas las formalidades legales para imponer la pena de muerte (entre ellas, el consejo de guerra con derecho a defensa), condenó al teniente coronel a un muy benévolo año de prisión, apreciando la atenuante de que el imputado había obrado «impulsado por poderosos motivos de índole moral y patriótica». Para que esa circunstancia se tuviera en cuenta fueron decisivos los oficios de Alonso Vega, que protegiendo a un homicida de su propia gente, y destinándolo luego nada menos que al Centro de Instrucción de la Dirección General, para que pudiera adoctrinar a otros oficiales, consumó el más insigne desatino que quepa atribuirle al frente del instituto benemérito.

En lo que toca al fenómeno del maquis, condensarlo en unas pocas páginas, como esta obra exige, es tarea francamente difícil. Para su conocimiento detallado, que sin duda merece la pena, por lo que nos enseña del país y el tiempo en que se desarrolló, forzoso es remitir a las obras de quienes lo estudiaron en profundidad. Como estudios clásicos, y de muy diversa orientación, cabe citar, por un lado, los de los miembros del cuerpo Aguado Sánchez y Limia Pérez (este último basándose en su experiencia en la persecución y neutralización final de los guerrilleros); y por otro, el del conocido dirigente comunista, y responsable desde el exilio de la oposición interior al régimen, Enrique Líster. Entre los más recientes, los trabajos de Hartmut Heine sobre la guerrilla gallega y de Secundino Serrano sobre el conjunto del fenómeno, del que ofrece una valiosa panorámica general.

A efectos de nuestro relato, diremos que el maquis o guerrilla presentó perfiles dispares, tanto por la procedencia de sus miembros como por su distribución geográfica, así como en función del momento temporal en que desarrollaron sus acciones o de la orientación ideológica que las presidía. Comenzando por este último extremo, la inmensa mayoría de ellos se sujetaba a las directrices del partido comunista, que si ya en la Guerra Civil descolló por su capacidad organizadora y la disciplina en el combate contra las tropas nacionales, no fue menos sobresaliente en la posguerra en cuanto a su empeño en erosionar desde dentro el régimen. Pero también es destacable la actuación de los anarquistas, que extendieron sus operaciones, principalmente, al territorio que había sido durante décadas su feudo tradicional, Cataluña, con audaces golpes de mano que alcanzaron gran repercusión. En su instrucción y organización tuvo un papel decisivo un viejo conocido del lector, Pedro Mateu Cosidó, uno de los artífices del atentado contra Eduardo Dato, a quien encomendaron la tarea los dirigentes de la CNT, Esgleas, Santamaría y Federica Montseny. Para ello, Mateu se sirvió de un selecto grupo de militantes, entre los que cabe mencionar nombres legendarios como los de Quico, Facerías, Caraquemada y Wences, o como los integrantes de la llamada Sección de Defensa, encabezada por Joaquín Llopis y Francisco Arago. Todos estos activistas se especializaron en atracos y robos de coches, que perpetraban con gran desfachatez aprovechándose de los pocos medios con que entonces contaban las fuerzas del orden, así como de los puntos flacos de su despliegue. Apostados en Castelldefels y el Garraf, se convirtieron en el terror de los automovilistas, a los que desvalijaban con la ventaja que les daba saber que por la zona solo había guardias a pie.

También se distinguieron por los atracos a bancos, y por acciones tan audaces como el asalto al Hotel Pedralbes en compañía de varias prostitutas (utilizando luego a los huéspedes como escudos frente a la policía). O como el saqueo del conocido meublé llamado La Casita Blanca, donde cazaron en plena refriega amorosa clandestina a un buen puñado de indefensos burgueses de la ciudad. El más contumaz y peligroso de los combatientes anarquistas fue Francisco Sabater Llopart, alias Quico, que llegaría a ser considerado enemigo número uno del régimen. Natural de L´Hospitalet de Llobregat, tuvo una infancia conflictiva, que lo llevó a diversos reformatorios y una trayectoria turbulenta tanto en tiempos de la República como durante la Guerra Civil, en la que acabó perseguido por la policía republicana por zanjar sus disputas con un comisario político en el frente de Teruel matándolo de un tiro. Sabater fue la pesadilla de las fuerzas del orden durante casi dos décadas. Tras organizar múltiples partidas y participar en decenas de acciones, cruzando y descruzando la frontera una y otra vez, y habiendo sido confinado en repelidas ocasiones por las autoridades francesas, entró por última vez en España en enero de 1960. El mítico guerrillero anarquista acabó cayendo en Sant Celoni, adonde llegó en busca de ayuda médica después de resultar gravemente herido en el tiroteo con una sección del cuerpo, no sin matar antes de una ráfaga de metralleta a su jefe, el teniente Fuentes. A Quico, que había enfrentado una y otra vez a policías y guardias, lo abatió el subcabo del Somatén (cuerpo de seguridad formado por voluntarios civiles y reinstaurado por Franco en 1945) Abel Rocha Sanz. La escena fue digna de un westem, con los dos hombres situados a cincuenta metros, frente a frente. Sabater acertó al somatenista en una pierna, pero este (que, dicho sea de paso, era hijo de un miembro de la Guardia Civil) tuvo mejor puntería.