No fue, empero el Quico el último de los guerrilleros anarquistas en caer. Ese honor le corresponde a Ramón Vila, Caraquemada, muerto el 6 de agosto de 1963 en enfrentamiento con guardias de Manresa.
Pero volviendo a nuestra exposición, el grueso de la guerrilla antifranquista tuvo inspiración y dirección comunista. Y como también apuntamos, presentó rasgos diversos según sus zonas de actuación. Más aislada en Galicia, Asturias, Extremadura, Andalucía occidental o la cordillera Central, donde la combatió con eficacia, desde Miraflores de la Sierra, el comandante Enrique Sierra Algarra, de quien páginas atrás referimos su laureada intervención en la guerra al frente de una compañía de la Legión. Y más organizada y temible en las zonas de la cordillera Ibérica, con la acción del AGLA (Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón) y en Andalucía oriental, donde iba a brillar de forma especial el hábil y astuto dirigente José Muñoz Lozano, alias Roberto; probablemente el más preparado y carismático de los jefes del maquis, que logró alzar un peligroso ejército de más de doscientos activistas con el que asoló las provincias de Granada y Málaga.
Del AGLA se ocupó el ya citado general Manuel Pizarro Cenjor, que movilizó un dispositivo excepcional para acabar con aquellos bien organizados guerrilleros, responsables de decenas de muertes de guardias civiles y de paisanos y de acciones que habían producido al régimen tanta conmoción como el descarrilamiento en febrero de 1949 del tren Madrid-Barcelona a la altura del barranco Ull de Asma, causando 40 muertos y 130 heridos. Según el relato de Enrique Líster, Pizarro no dudó en emplear «toda clase de fuerzas y armas, desde los pistoleros falangistas hasta la aviación; desde divisiones del Ejército a la organización de contrapartidas guerrilleras, poniendo en juego criminales recursos de provocación sobre todo en el campo; la aviación de reconocimiento y bombardeo fue empleada en muchas zonas guerrilleras, contra las que se sostuvo una feroz guerra de tierra quemada…» Aguado Sánchez califica de exageraciones estas afirmaciones, y precisa que Pizarro solo tuvo a sus guardias, algunos efectivos del Somatén y un grupo especial de policía gubernativa (simultaneó su condición de jefe de la zona especial con la de gobernador civil de Teruel), sin que las unidades militares, y solo de infantería, pasaran de actuar como auxiliares en alguna operación puntual. Otras fuentes acreditan, en cambio, el recurso a medios que podemos calificar cuando menos de inhabituales, como el incendio de montes y bosques enteros para privar de resguardo a los guerrilleros. En lo que toca a las contrapartidas, su uso consta sin duda alguna, y supusieron un mecanismo que merece la pena, así sea sucintamente, describir en estas páginas.
Eran las contrapartidas grupos de tres o cuatro guardias, vestidos como los guerrilleros y entregados a su mismo modo de vida (es decir, refugiados en el monte y en permanente correría), que servían para, haciéndose pasar por miembros del maquis, descubrir a sus colaboradores, que a partir de ahí se convertían en confidentes y valioso hilo del que tirar para apresar a los activistas. Esto, según la versión oficial. Según los propios guerrilleros, los de las contrapartidas cometían lodo tipo de atrocidades sobre la población, para extender entre ella el rechazo a la lucha del maquis al identificarlos como parte de este. Sin descartar que algún caso de esto último pudiera producirse, cuesta aceptar que ésa fuera la tónica general de unos hombres adoctrinados en la lucha sin cuartel contra el enemigo, pero a la vez imbuidos de un sentido de protección de los vecinos sobre los que los guerrilleros, guste o no a quienes los reivindican, acabaron ejerciendo frecuente extorsión, acuciados por sus propias y desesperadas circunstancias. En todo caso, añadiremos que este sistema no fue ni mucho menos una invención de Pizarro o de los otros jefes beneméritos que dirigieron la guerra contra el maquis. Ya lo utilizó muchos años atrás en Córdoba, en la lucha contra el bandolerismo, el gobernador Zugasti, de cuyos afanes quedó en su momento oportuna constancia en estas páginas.
Los guerrilleros de Levante fueron reducidos a una profunda desmoralización a partir del año 1949, cuando la Guardia Civil localizó el campamento general de cerro Moreno, donde los diplomados (o instructores en la lucha clandestina) enviados desde Toulouse preparaban y adoctrinaban a los militantes y planificaban la acción subversiva. A las siete de la mañana del 7 de noviembre, una compañía de la Guardia Civil cayó por sorpresa sobre el cuartel general guerrillero, dando comienzo a una feroz refriega que se prolongó durante algo más de tres horas y en la que se registró fuego intenso de fusiles, armas automáticas y granadas. Hacia las 10, se hizo el silencio. Todos los maquis estaban muertos. Los beneméritos solo tuvieron un herido.
Este hecho marca el comienzo del declive de la agrupación, que es tanto operativo como moral. Un hecho que así lo muestra es el que le tocó sufrir al simpatizante y auxiliar de los maquis Nicolás Martínez, que temiendo ser descubierto y detenido huyó al monte con sus tres hijas, de 19, 21 y 23 años. Una vez entre los guerrilleros, hubo de asistir al doloroso espectáculo ofrecido por aquellos hombres que, en una reacción común en situaciones de aislamiento y privaciones como lo es la militancia clandestina, empezaron a pelearse por las tres
mujeres jóvenes que de pronto se ofrecían a sus ardores de lobos solitarios, hasta
acabar pasándoselas de unos a otros. Otro síntoma de la decadencia se registró en la
aldea de Fresneda de Altarejos, cuando diez activistas que irrumpieron en ella para
procurarse provisiones fueron puestos en fuga por una turba de vecinos armados con
escopetas, palos y hoces. Los últimos guerrilleros levantinos, Pepito de Mosqueruela y el Rubio, cayeron en enfrentamiento con los guardias en julio de 1952.
En cuanto a la lucha contra los guerrilleros del célebre Roberto, su cerebro fue el teniente coronel Eulogio Limia Pérez, que desarrollaría hábiles y novedosas tácticas para reducir a un jefe verdaderamente temible, que se distinguió tanto por la audacia y contundencia de sus acciones como por la férrea disciplina impuesta a sus hombres. Roberto primero neutralizó a varios jefes y miembros de partidas reacios a someterse a sus órdenes, por un procedimiento que se haría famoso y haría cundir el terror entre los dubitativos (una complicada y cruel técnica de estrangulación en la que se empleaba una soga de esparto y que requería el concurso de cuatro hombres). Con una bien ganada fama como azote del enemigo merced a la liquidación de varios guardias civiles, su objetivo predilecto, se convirtió hacia 1948 en el dueño y señor del maquis en Granada y Málaga. Instalado en su inaccesible cuartel general de cerro Lucero, en el límite entre ambas provincias, lanzó una efectiva campaña de acciones terroristas, sobre todo asesinatos y secuestros, de los que sacaba abultados rescates que eximían a sus hombres de recurrir a los atracos (o en la jerga guerrillera, recuperaciones) de los que tanto dependían otros grupos de resistentes. Para acabar con él, Limia Pérez empleó tácticas mucho más calculadas y menos indiscriminadas que las de Pizarro Cenjor. Gracias a ellas, fue desarrollando en sus guardias destrezas en las tareas de información que iban a ser de vital importancia en años venideros, y que contribuirían, paradójicamente desde esta guerra que hundía sus orígenes en el más oscuro pasado del país, a modernizar la labor del cuerpo para enfrentar los desafíos que le traería el futuro; en particular, los planteados por nuevos criminales, más pertrechados y sofisticados.