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De entrada, Limia no se apresuró a practicar detenciones ni interrogatorios. Durante meses se limitó a recabar información, utilizando intensivamente contrapartidas y confidentes. Gracias a esa labor discreta, logró que se confiaran los colaboradores de Roberto sobre el terreno, que dicho sea de paso estaban muy bien pagados, con gratificaciones de hasta 500 pesetas que le facilitaban al jefe guerrillero la recluta de militantes, por la solución económica que unirse a él representaba para sus familias. Cuando hubo reunido suficientes datos, Limia lanzó una operación espectacular. El 23 de agosto de 1950 concentró 300 guardias y rodeó los pueblos de Salar y Loja, donde 93 y 61 jóvenes, respectivamente, habían acordado incorporarse a la Agrupación Guerrillera en vez de cumplir el servicio militar. Tras el golpe, Roberto reorganiza sus fuerzas, distribuye grados entre sus subalternos, de sargento a comandante, los uniforma (boina azul, cazadora, pantalón de pana, botas de campo y canadiense) y plantea un redespliegue en el que asigna a sus hombres nuevas demarcaciones, incluyendo Rute y Priego, en Córdoba, por ser «zonas de fuerte economía» que ofrecen perspectivas de financiación. La estrategia, que choca con la bien informada acción de los beneméritos, fracasa. Se suceden las detenciones y eliminaciones de partidas, empiezan a menudear las entregas de guerrilleros y Roberto reagrupa los restos de sus fuerzas en la zona de Málaga.

En ese punto, Limia combina la propaganda con el acoso operativo. Tira unas hojas con el título A los bandoleros engañados, donde después de detallar los nombres de 68 guerrilleros muertos en refriegas con las fuerzas del orden, con indicación de los lugares y fechas de cada una de ellas, les hace saber que sus días están contados, en caso de persistir en esa actitud. Merece la pena transcribir algunas frases:

Os halláis desconcertados y sin poderos fiar de esos farsantes que ante vosotros se titulaban enlaces de confianza, que cobran sobradamente sus servicios y después son los primeros en facilitar la localización de vuestras guaridas, para que su maniobra no la lleguéis a conocer. Mientras tanto, esos jefes de partida hacen sus misteriosos viajes, que terminan en la deserción, con el pretexto de misiones especiales. Al darse cuenta de estas maniobras ya han sido varios los que se han decidido por desertar o presentarse a las Autoridades, y como bien sabéis vosotros a la vista de todos está la bondad del trato que han recibido […] De continuar aislados, vuestros hogares, faltos de vuestra eficaz ayuda, sufrirán hambre y miseria; vuestros ancianos padres os maldecirán, vuestras esposas no perdonarán el abandono en que las tenéis y vuestros infelices hijos renegarán de quien no cumple sus deberes de padre, por vuestro bien se os aconseja os presentéis a las Autoridades. La ocasión no puede ser mejor para ello, ya que ante vuestra vida de vagabundos y seres abandonados, los que os han de juzgar serán los primeros en compadecerse del engaño de que, un día fatal en vuestra vida, os hicieron víctimas unos vulgares asesinos.

La información permitía a Limia dar allí donde dolía, y su técnica, como percibirá el lector, se adelanta a la que años después se empleará para erosionar psicológicamente a otros movimientos armados. Aunque Roberto porfió, pronto quedó sin apoyos. Escondido en Madrid, fue detenido en la plaza de España de la capital junto a su compañera Ana Gutiérrez, la Tangerina, en una operación del grupo especializado de la comandancia de Málaga dirigido por el sargento Ansó. Su colaboración permitió desarticular lo que quedaba de su grupo.

Roberto cayó en 1951. Ya un par de años antes el PCE había advertido la inutilidad de la lucha armada a través del maquis, dando a través de su dirección en el exilio la consigna de concentrarse en la acción sindical, que se revelaría mucho más fructífera y menos desastrosa que la lucha en el monte. Y es que al idealismo y el entusiasmo de los primeros guerrilleros, aquellos que en plena Segunda Guerra Mundial se repartieron desde Aran por la península o se lanzaron desde Uxda en lanchas rápidas hacia Almería o Melilla, había sucedido el empecinamiento desesperado de los que acorralados en el monte se daban a toda suerte de atropellos sobre la población (asesinatos, robos y violaciones) deteriorando la imagen de la causa ante ella y ante las potencias democráticas. Estas, ya no solo no cabía esperar que apoyaran su lucha, corno habían soñado aquellos primeros expedicionarios, sino que exigieron al exilio de Toulouse que cesaran los desmanes de sus combatientes. En 1957, en los Picos de Europa, cae Juan Fernández Ayala, el Juanín, último de los maquis del Norte, de filiación socialista. La dramática aventura de los guerrilleros toca a su fin.

El balance de la guerra es demoledor. Según las cifras que da Aguado Sánchez, los maquis cometieron 953 asesinatos, más de quinientos sabotajes, cerca de 6.000 atracos y casi un millar de secuestros. Las fuerzas del orden abatieron a 2.173 guerrilleros, detuvieron o capturaron en combate a 2.841 y otros 546 se entregaron. Acusadas como colaboradoras, fueron detenidas nada menos que 20.000 personas. La policía tuvo 23 muertos y 39 heridos, y el ejército, además de los sufridos en las invasiones de 1944, 27 y 39 respectivamente. Pero el mayor tributo lo pusieron los beneméritos: 257 muertos y 370 heridos, según las cifras oficiales, que algún investigador, con base en las bajas por muertes publicadas en el boletín oficial del cuerpo en esos años, eleva a un millar de fallecidos. Según López Corral, la cifra verdadera podría estar en algún punto intermedio, ya que hay que descontar de ese millar los muertos por otras causas (con la alta mortalidad natural que entonces se registraba entre los guardias) y de las oficiales se habrían escamoteado los caídos en varios hechos singulares y notorios.

No cabe duda del ingente sacrificio que hicieron los guerrilleros, la magnitud de cuyas cifras pone además de relieve la dureza con que se los combatió, y no va desde estas páginas a restársele valor a la entrega de quienes, con sus claroscuros, lo dieron todo por sus ideas. Pero tampoco fue desdeñable, sean cuales sean las cifras reales, el quebranto que en esta contienda asumieron los beneméritos. Y sus familias, que además de ser en alguna ocasión objetivo militar, tuvieron que vivir sumidas en la angustia mientras el padre o esposo pasaba días y días en el monte, y guardar su luto cuando lo que al fin volvía era su cadáver transportado por los compañeros. Por excepción, esta tragedia benemérita tuvo quien la escribiera, y con talento y hondura. Fue un autor sobresaliente entre los de su generación, Ignacio Aldecoa, y el libro se llama El fulgor y la sangre. Relata la espera de unas mujeres de guardias civiles que saben que uno de sus hombres no va a volver. Sus páginas son un homenaje a las víctimas de uno y otro bando, en esta guerra cuyo curso y métodos, como siempre, decidieron desde la retaguardia otros que no habían de arrostrar las consecuencias.