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Capítulo 15

El reto de ETA: la acción y la reacción

El día 7 de Junio de 1968, a la altura del punto kilométrico 446,700 de la carretera N-I, en el término municipal de Villabona (Guipúzcoa), el guardia civil José Pardines Arcay, de 25 años, destinado en el destacamento de Tráfico de san Sebastián, avista un Seat 850 Coupé blanco con matrícula Z-73956 y dos hombres a bordo. El vehículo despierta sus sospechas, por algún motivo que no podemos precisar, y decide dar el alto a sus ocupantes. El coche se detiene. Pardines le pide al conductor la documentación y, mientras el guardia se agacha para comprobar los datos de matrícula, motor y bastidor, los dos hombres salen del automóvil. «Esto no coincide», murmura Pardines. Es todo lo que le da tiempo a decir, antes de que uno de los dos, Xabier Etxebarrieta Ortiz, alias Txabi, que en ese momento saca la pistola, le dispare a la cabeza. Un camionero que pasa por la carretera, creyendo que se le ha reventado una rueda, detiene su vehículo y se baja. Al ver lo ocurrido, se dirige hacia el lugar de los hechos para intervenir a favor del herido, pero el acompañante de Txabi, Iñaki Sarasketa, lo encañona. El camionero tiene tiempo de ver cómo Txabi le descerraja cuatro tiros en el pecho al guardia civil, que ha quedado tendido boca arriba. Acto seguido, los dos pistoleros se dan a la fuga. En seguida rebasan al compañero de Pardines, Félix de Diego, que se encuentra dos kilómetros más allá, al otro extremo del tramo de obras por cuya seguridad, así como por la del tráfico, velaban los dos agentes. Pero De Diego, que no se ha percatado de lo ocurrido, no hace nada por cortarles el paso.

El guardia Pardines ha tenido la desgracia de tropezarse con el que en ese momento es el jefe operativo de la organización Euskadi Ta Askatasuna (ETA). Se convierte así en la primera víctima mortal de este grupo terrorista, que ya lleva una década actuando, pero que hasta esa fecha no había pasado de la distribución de propaganda, el sabotaje y la comisión de atracos para financiarse o los robos de vehículos para procurar movilidad a sus activistas. De hecho, la Guardia Civil, que les sigue los pasos desde su fundación, el 31 de julio de 1959, ha logrado desarticular muchas de sus células o comandos, así como incautarles abundante material. La tarea, de todos modos, tiene sus complicaciones. Los etarras vienen a ser los herederos más vehementes de la frustración de amplios sectores de la población vasca por la abolición de los fueros que decidiera el régimen canovista, como castigo por la connivencia de las provincias vascongadas con el carlismo. Este descontento lo catalizaría en primera instancia Sabino Arana a través del soberanismo de tintes xenófobos representado por su Partido Nacionalista Vasco (PNV), que se verá bastante suavizado tras la Guerra Civil y el poco airoso papel en ella desempeñado por su heredero, el lehendakari Aguirre (famoso por jugar a varias barajas, que llegaron a incluir la carta del mismísimo Mussolini, y por inspeccionar a las tropas montado en un caballo blanco, veleidad que le valió el sarcástico mote de Napoleontxu). Ya desde el exilio, Aguirre tratará de salvar los muebles apelando a las grandes potencias internacionales. Ante la escasa respuesta, su sucesor, Leizaola, modera sus aspiraciones.

ETA, cuya gestación se prolonga a lo largo de la década de los 50, viene a devolverle al sentimiento nacionalista su primitivo empuje. Ello le reporta un nada desdeñable apoyo en sectores de la población vasca, en especial entre el clero, que acoge sus asambleas y ampara a sus militantes, lo que plantea engorrosas trabas a la acción policial, por el fuero especial de que gozan los lugares sagrados. Con todo, a las alturas de 1968, y aunque los etarras llevan años cometiendo sabotajes y atracos, los beneméritos están todavía lejos de imaginar que se encuentran ante uno de los más enconados y mortíferos adversarios de su historia. Hasta mediados de los 60, el País Vasco ha sido, por el alto nivel de vida y la baja delincuencia, un destino tranquilo y codiciado, que copan los más antiguos para criar a sus hijos en un entorno más próspero y favorable. También ha habido muchos vascos que han aportado sus esfuerzos al cuerpo (recuérdense las excepciones previstas para facilitarles el ingreso, a fin de contar con agentes que dominasen la lengua del país). Pero a partir de esa década, Euskadi se convertirá en una permanente sucursal del infierno para los guardias y sus familias. La muerte del guardia Pardines será la primera señal.

El camionero que ha visto caer al guardia avisa a su compañero. Este da la alarma a sus superiores y se organiza un dispositivo de control de las carreteras. En Tolosa, Txabi y Sarasketa son detenidos por una patrulla del cuerpo. El jefe etarra vuelve a sacar el arma, pero esta vez se enfrenta a un enemigo prevenido y la suerte le es contraria. Herido de gravedad por los disparos de los agentes, morirá en el hospital de Tolosa poco después. Sarasketa logra huir, pero al día siguiente un perro policía de la Benemérita lo localiza escondido en la iglesia de Regil (o en un gallinero, según versiones). Años más tarde declarará que la muerte de Pardines desbordó sus previsiones: «Fue un día aciago. Un error. Era un guardia civil anónimo, un pobre chaval. No había ninguna necesidad de que aquel hombre muriera». En cualquier caso, así se escribe la Historia, y aquel 7 de junio iba a marcar la frontera tras la que se iniciaban, a fecha de hoy, cuatro décadas largas de dolor y muerte. Después de Pardines, ETA iba a matar a otras 946 personas. De ellas, 210 guardias civiles, incluido, en macabra coincidencia, el compañero de Pardines, Félix de Diego, que tras quedar impedido en un grave accidente de moto fue asesinado en su silla de ruedas el 31 de enero de 1979, en la terraza de un bar de Irún, de tres tiros que dos etarras le dispararon a bocajarro en presencia de su mujer.

Cuando se materializa esta nueva amenaza, que tomará el relevo de los maquis como pesadilla de los beneméritos, la Guardia Civil, superada la crisis relativa que viviera en la primera década de posguerra, es un cuerpo asentado y en plena transformación, en un país que después del fin de la autarquía y la apertura al exterior, a partir de mediados de los 50, afronta también el cambio. A través del desarrollo económico, España sienta las bases para superar la dictadura y transitar a una democracia homologable a la de los países de su entorno, aunque eso haya de esperar a la extinción física del dictador. Este, atenuada su fiereza vindicativa contra los vencidos de la contienda civil (que entre las décadas de los 50 y 60 salen de las cárceles), ha trocado sus viejos recelos hacia la Benemérita por una querencia absoluta, como van a poder comprobar los guardias que tiene más cerca, en su escolta personal, ante los que más de una vez, según su propio testimonio, el poco expresivo general exclamará: «¡Qué equivocado estaba con la Guardia Civil!» No es para menos, después de la laboriosa limpieza que han completado los guardias en lo que se refiere a los contumaces guerrilleros del monte, y de su contribución al control y represión de cualquier clase de disidencia. Aunque en los nuevos tiempos, con el traslado de la resistencia antifranquista de las sierras a los polígonos industriales y las aulas universitarias, a escenarios urbanos en suma, el protagonismo en esta tarea van a asumirlo la Policía, que pondrá para ello a punto un artefacto de turbia memoria, la Brigada Político-Social, y los muy sumisos jueces, que harán funcionar sin mayores aspavientos el engendro denominado Tribunal de Orden Público.

La Guardia Civil, entre tanto, ha recorrido un trecho importante en el camino de su profesionalización y de su adaptación a las necesidades que plantea la labor policial que demandan los tiempos. Alonso Vega ha dejado la dirección general para ascender al ministerio de Gobernación, desde donde seguirá apoyando, con su impulso político, el crecimiento y el fortalecimiento de un cuerpo que con su inaudita entrega ha sabido ganarse sus más profundos afectos. Nombrado coronel honorario de la Benemérita por los jefes de esta, reconocimiento que antes ya obtuvo el general Zubía, lucirá como él con orgullo el uniforme y el tricornio que en tal calidad le corresponden.