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Su aliento y apoyo es decisivo para la creación en 1959 de la Agrupación de Tráfico, a la que pertenecía el infortunado guardia Pardines, y que desde entonces constituye quizá la más perceptible muestra de la presencia de la Benemérita en la sociedad. Fue Alonso Vega quien inclinó la balanza a favor del cuerpo que había dirigido, ya que esta competencia en un principio estaba atribuida a la Policía Armada. Pero justo en el momento en que se hizo evidente que el tráfico rodado iba a comportar importantes responsabilidades públicas, necesitadas de una acción coordinada, el ministro atendió las reivindicaciones que se le hicieron desde la Guardia Civil, basadas en la tradicional vigilancia a cargo de sus hombres de carreteras y caminos. El parque de automovilismo de Madrid y la comandancia móvil también radicada en la capital servirían como base para la formación inicial de la Agrupación. Desde sus primeros servicios, sus miembros contribuyen a incrementar la seguridad de las carreteras españolas, resortes fundamentales para el aumento de la riqueza nacional, y sirven para mejorar la percepción social de la Guardia Civil, encarnada por unos agentes que, si bien son la faz antipática del estado cuando les toca denunciar una infracción, también se mantienen al pie del cañón contra toda suerte de adversidades y pronto se distinguen por su competencia para resolver toda clase de incidencias. La eficacia de su despliegue, su entrega al trabajo y la razonablemente generosa dotación de recursos desde sus primeros tiempos (en forma de motos y vehículos) permiten esperar que cuando surja un problema en la carretera no tardará mucho en aparecer la patrulla de Tráfico para gestionarlo. Una actuación policial en la que el servicio a la ciudadanía prima sobre su vigilancia y represión, y que coadyuvará a que los guardias civiles empiecen a sacudirse el pesado estigma de ser meros esbirros del régimen.

No menos importante, de cara a impulsar la evolución del cuerpo, es el desarrollo durante estos años de su servicio de información (el futuro SIGC) que si ya empezó a rendir resultados en la lucha contra los guerrilleros, verá aumentada su importancia en la lucha contra el terrorismo etarra. Este, al tiempo que inflige al instituto su más duro castigo, es acicate de su mayor esfuerzo en el perfeccionamiento de las técnicas de investigación policial. Y no solo de ellas: tampoco será desdeñable su influencia en la formación de expertos en explosivos, operaciones especiales y antidisturbios, campo este en el que la respuesta conducirá finalmente a la formación de los actuales Grupos Rurales de Seguridad o GRS, integrados por especialistas con los que la Guardia Civil superará por fin sus tradicionales carencias en medios para el control efectivo de multitudes, déficit que tantas tragedias causara a lo largo de su historia. En la puesta a punto de estas nuevas capacidades, como señala Miguel López Corral, será determinante la aportación de los oficiales procedentes de la Academia General de Zaragoza, con un perfil distinto al del oficial tradicional (curtido sobre todo en el mando de tropas de infantería). Se trata de un oficial mucho más abierto y sofisticado y que en no pocos casos se ha enriquecido con una formación universitaria complementaria. Además, señala el autor citado, estos oficiales van a desarrollar una conciencia corporativa y un espíritu crítico hacia esa excesiva influencia del ejército que se traduce en una mentalidad conservadora, militarista y adicta al régimen y sus valores; mentalidad a la que, como parte del mismo entramado tutelar, ellos empezarán poco a poco a sustraerse.

En este sentido, el de la desmilitarización (y si se permite la licencia, la desfranquización, en tanto que la absorción del cuerpo por el ejército era rasgo esencial y distintivo de la Guardia Civil refundada por el régimen) ya se habían dado algunos pasos a fines de los 50. Tras el cese en la dirección general de Alonso Vega, se sucedieron en esa responsabilidad los tenientes generales Martín Alonso y Eduardo Sáenz de Buruaga. Con ellos, y en especial con este último (el mismo a quien encontramos páginas atrás como coronel en julio de 1936, al pie de la escalerilla del avión que llevó a Franco a Tetuán) poco se movieron las cosas. Pero en 1959, con su sucesor, el teniente general Antonio Alcubilla Pérez, y por impulso del ministro del Ejército, Antonio Barroso Sánchez-Guerra, se promulgó el decretoley de 16 de julio, que dispuso que en adelante el mando de las unidades de los Tercios de Frontera de la Guardia Civil lo desempeñarían jefes y oficiales del cuerpo, en vez de mandos del ejército. Se acababa así con la anomalía que introdujo la Ley de 1940, y se avanzaba hacia la recuperación por la Guardia Civil de la autonomía que con todas las fluctuaciones expuestas, y sin perjuicio de su carácter militar, tuviera desde su fundación.

Sería ya en los setenta, al llegar a los puestos de mayor responsabilidad oficiales que habían desarrollado toda su carrera en las filas beneméritas, cuando el cuerpo afrontaría de forma decidida este proceso. En particular, cuando estos oficiales accedieron al Estado Mayor del instituto, órgano creado en la refundación franquista, y que había servido hasta entonces, justamente, para reforzar la incardinación de la Guardia Civil como parte del ejército. La llegada a este Estado Mayor, por otra parte, de jefes militares singularmente preparados, como José Antonio Sáenz de Santamaría, favorecería desde su lado el cambio. El impulso definitivo lo traería la instauración de la democracia, a la que la Guardia Civil, sin perjuicio de los elementos involucionistas que cobijaba entre sus filas, y que tanto y de forma tan desafortunada se hicieron notar, se incorporó con sorprendente naturalidad merced a esta modernización o civilización subrepticia que había sido alentada desde su propio seno. Un movimiento, dicho sea de paso, que la devolvía a su orientación original y a la filosofía de su fundador, cuyo influjo, mantenido a pesar de todos los pesares durante la travesía del túnel del régimen autoritario, se mostraría tan benéfico como ya se había revelado a lo largo de un túnel anterior, el que el canovismo y su descomposición hicieran atravesar a los guardias civiles.

Por su elocuencia, citaremos la exposición que de este interesante fenómeno hace el autor al que venimos mencionando, Miguel López Corral, que tiene el valor suplementario de representar una mirada proyectada desde el interior de la propia familia benemérita:

Favorecidos por un número cada vez mayor de promociones asentadas en lo alto del escalafón, por la asunción de puestos de responsabilidad en la cúpula de mando, por la tendencia civilista de la sociedad española y por la formación universitaria que habían obtenido sus más brillantes integrantes […] fueron capaces de hacer sombra a los oficiales de Estado Mayor del ejército y de imponer sus propios criterios, por lo general bien argumentados intelectual y jurídicamente a partir de la experiencia de mando, conocimiento del cuerpo y la realidad del servicio. Por eso, cuando el franquismo tocó a su fin, no les resultó difícil desplazar de los órganos de decisión y planificación a la estructura de poder omnímodo que había sido el Estado Mayor, lo que ponía fin a una etapa y daba comienzo a otra…»

En estos años, por otra parte, la Guardia Civil contaría con un nuevo despliegue territorial, que simplificaba y racionalizaba los anteriores, demasiado condicionados por los sucesivos avalares históricos. El artífice del cambio fue el general Luis Zanón, director general del cuerpo entre 1962 y 1965. Se conservaron las seis zonas existentes, aunque en 1974 se trasladó de Zaragoza a Logroño la cabecera de la 5a, agregando las provincias de Zaragoza y Huesca a la 4a, con sede en Barcelona. Otra adaptación motivada por el reto terrorista: esa 5a zona era la que comprendía Euskadi y Navarra. Los tercios quedaron fijados en un número de 26, más uno móvil, repartido en tres comandancias del mismo carácter: Barcelona, Madrid y Sevilla. Las comandancias se hicieron coincidir con las provincias, una por cada excepto en Madrid (con la 111, interior y la 112, exterior), Cádiz (Algeciras y Cádiz), Barcelona (Barcelona y Manresa), Asturias (Gijón y Oviedo), Baleares (Palma e Inca) y las dos correspondientes a Ceuta y Melilla. Este despliegue, más ceñido que el anterior a la organización territorial del Estado, sería la base del vigente en la democracia.