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En lo que habría de esperar a esta la puesta al día del cuerpo era en las condiciones de vida y trabajo de los guardias y sus familias, en especial en los más de tres mil puestos repartidos por toda la geografía nacional. La precariedad de la vida en las casas cuartel, muchas de ellas en estado ruinoso o insalubre, las eternas jornadas sin apenas descansos y el autoritarismo en el trato dispensado por muchos de los mandos, que veían en el guardia más a un soldado que a un profesional policial (aspereza que dentro de la casa-cuartel se hacía extensiva a las familias de los agentes), eran síntomas de un atraso institucional que lardaría en enmendarse. Otro tanto puede decirse de los salarios, que se mantenían en niveles exiguos, tanto más si se los comparaba con los ingresos de una población que empezaba a recoger los frutos del despegue económico. Por no hablar de los derechos sociales. Es verdad que los guardias tenían vivienda gratis (con una calidad acorde al precio) y economatos para abastecerse a precios reducidos. Pero carecían de cobertura sanitaria, que no recibirían hasta después de la muerte del general cuya carrera tantas veces cubrieron. Tampoco su formación estaba, en general, a la altura de las circunstancias. En las academias seguía mandando la instrucción militar y el orden cerrado, en lugar de primar los saberes policiales. Los guardias, en este aspecto, y también hasta que la democracia corrigiera tan insólito desequilibrio, tendrían que aprender por el camino y casi por sí solos.

Regresando al fenómeno etarra, el zarpazo de junio de 1968, aun siendo fruto de la impremeditación, demuestra que en el seno de la organización terrorista se ha ido gestando la resolución de dar un salto cualitativo desde los tiempos ingenuos de los primeros comandos, marcados todavía por la indefinición en cuanto al camino a seguir. Entonces, los elementos de adscripción católica, entre los que no faltaban seminaristas, se resistían al uso de la violencia; por otro lado, había elementos nacionalistas que veían con malos ojos la relación con el PCE (m-1), cuyos líderes se venían ofreciendo a los separatistas para formarlos en la lucha armada, porque la E de sus siglas remitía en definitiva a la odiada España, con la que se trataba de romper.

Aquellos primeros activistas que pasaron hacia 1964 con armas y documentación falsa por, entre otros, los pasos fronterizos de Valcarlos y Bera de Bidasoa (testigos de tantas incursiones de diverso signo, como hemos referido) y que pronto fueron desarticulados por las fuerzas del orden, han sido sustituidos por una nueva militancia, de nítida dirección marxista, representada por el propio Txabi. Un joven alumno de Económicas de Deusto (en el momento de su muerte cuenta solo 23 años) que pese a sus ojos azules, su cara redonda y su aspecto aniñado, apuesta resueltamente por golpear duro y convertir los grupúsculos existentes hasta entonces en ejército guerrillero para emprender la lucha revolucionaria. Así se ha acordado en la V Asamblea, celebrada en la casa de ejercicios espirituales que la Compañía de Jesús tiene en Guetaria. Son tiempos de fascinación por la figura del Che Guevara, y los cachorros de la lucha abertzale, ya desde antes de que Txabi tumbe de un tiro al guardia Pardines, y aunque el despistado Iñaki Sarasketa no se haya dado cuenta, están por hacer sangre de veras.

Lo prueba lo que sucede inmediatamente después de la muerte de Txabi, y bajo la dirección de su sucesor, José María Eskubi Larraz, alias Bruno. Tras descartar una respuesta en forma de ataques a patrullas de la Agrupación de Tráfico, como propone Bruno en un primer momento, por su impredecible resultado, se resuelve atentar contra un objetivo de peso, el jefe de la Brigada Político-Social de Guipúzcoa, Melitón Manzanas. Es la llamada operación Sagarra (manzana, en euskera). Manzanas es un policía que se ha significado en la represión de los simpatizantes del movimiento independentista vasco. En su biografía, según se rumorea, hay un episodio bastante siniestro: su papel como colaborador de la Gestapo (o Geheim Staats-Polizei, la policía secreta de Hitler) a la que habría ayudado a detener a judíos que trataban de huir a través de la frontera francesa. Tres etarras lo esperan el 2 de agosto de 1968 a la puerta de su chalet de Irún, irónicamente llamado Villa Arana. Cuando aparece, lo abaten de siete disparos. Bajo una densa lluvia, que dificultará su persecución, se dan a la fuga.

Se abre así la espiral acción-reacción que el ideólogo abertzale José Luis Zalbide previera en 1965 con estas proféticas palabras (que tomamos de la oportuna cita que de ellas hace López Corral):

Supongamos una situación en la que una minoría organizada asesta golpes materiales y psicológicos a la organización del estado haciendo que este se vea obligado a responder y reprimir violentamente la agresión. Supongamos que la minoría organizada consigue eludir la represión y hacer que esta caiga sobre las masas populares. Finalmente, supongamos que dicha minoría consigue que, en lugar de pánico, surja la rebeldía en la población de forma que esta ayude y ampare a la minoría en contra del estado, con lo que el ciclo acción-reacción está en condiciones de repetirse, cada vez con mayor intensidad.

La respuesta del estado franquista es exactamente la prevista por Zalbide. Declaración del estado de excepción, incremento de la dureza de la respuesta represiva, creciente rechazo entre la población de la acción policial y creciente simpatía por los luchadores que se le enfrentan. La represión obtiene en un principio un éxito aparente, forzando el repliegue de ETA, pero solo para atacar con más fuerza y asestar un golpe decisivo, ya con la propaganda a su favor. El 3 de diciembre de 1970 comienza el famoso proceso de Burgos, el macrojuicio militar a que son sometidos los etarras detenidos, que se salda, merced a una habilidosa campaña abertzale en el exterior, con la condena del régimen, pese al indulto final de los sentenciados a muerte. No es el propósito de estas páginas, porque el asunto requiere un estudio específico que excede con mucho su alcance y aun la cualificación de su autor, hacer un relato exhaustivo de la historia de la lucha contra el terrorismo de ETA. Quizá no pueda hacerse este relato, con el sosiego debido y la ecuanimidad necesaria, hasta que esa organización y sus actividades entren en la categoría de recuerdo del pasado. A los efectos de nuestra narración, señalaremos solo algunos hitos principales de esta larga guerra que ya dura medio siglo, y algunos de los efectos que su desarrollo y sostenimiento tendrá para el cuerpo.

Sin duda uno de los más cruciales de esos hitos es el suceso que tuvo lugar a las 9.30 del 20 de diciembre de 1973, en la madrileña calle de Claudio Coello. En los tres años transcurridos desde el proceso de Burgos, la acción de ETA se ha intensificado notablemente, y también la respuesta policial. En lo que se refiere a la Guardia Civil, se trabaja a marchas forzadas para construir un servicio de información adecuado a la amenaza, vista la poca funcionalidad de las antiguas brigadillas (que responden a las viejas enseñanzas de la lucha contra el maquis) para combatir un enemigo que exige infiltrarse en su nada permeable entorno, así como controlar sus pasos por las áreas urbanas donde se mueve como pez en el agua. Sobre todo, en las grandes ciudades. Por lo que toca a Madrid, en las últimas semanas la banda ha demostrado su capacidad atracando una armería y quitándole el armamento a un centinela de la Capitanía General. Los servicios de información de la 111 comandancia, según refiere su entonces jefe, el también historiador Aguado Sánchez, han delectado los movimientos de unos vascos extraños en la calle Mirlo. Según Aguado, se dio aviso de su presencia, pero nada se hizo, aunque hay fuentes que aseguran que ante el temor de que ETA pudiera preparar un secuestro de envergadura, se lomaron medidas de protección de personalidades. Sea como fuere, no era ése el plan de los terroristas, y las medidas de nada sirvieron.