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Ese 20 de diciembre, al pasar frente al número 104 de la calle antes citada el vehículo oficial del almirante Luis Carrero Blanco, presidente del gobierno, un potente artefacto colocado en el subsuelo hace explosión. El almirante viaja en un coche sin blindar, que vuela por el aire y desaparece en el patio interior de un inmueble cercano. Junto a él mueren su conductor y el jefe de su escolta. Los dos policías que lo siguen en otro coche, y que lo ven desaparecer en la explosión, quedan atónitos. La operación Ogro ha logrado su objetivo. Carrero, número dos del régimen, y promesa de pervivencia de su ala más dura cuando le llegue la hora a su fundador, ha pasado a la Historia. Es la pieza de mayor calibre que ha cobrado ETA hasta esa fecha. Y hasta hoy.

El golpe es sensacional, y pone en evidencia todo el aparato de seguridad del Estado, como ya lo hiciera, medio siglo atrás, la eliminación del antecesor de Carrero, Eduardo Dato. Al frente de la Guardia Civil está el general Iniesta Cano, un «duro» del régimen, que cursa a sus hombres un inquietante telegrama, en el que tras informarles de lo ocurrido y pedirles que extremen la vigilancia, les indica: «Caso de existir choque o tener que realizar acción contra cualquier elemento subversivo o alterador del orden, deberá actuarse enérgicamente, sin restringir ni lo más mínimo el empleo de sus armas». El espíritu expeditivo de Alonso Vega resurge con todo su brío, en un momento y un país donde es muy otra la respuesta que demandan las circunstancias. Tanto es así que el ministro de la Gobernación, Carlos Arias, que no es precisamente un blando (basta con preguntarlo a los supervivientes de sus diligencias por la Costa del Sol durante la guerra, que le valieran el sobrenombre de Carnicerito de Málaga), lo llama a su presencia y lo obliga a revocar la orden y a indicar a los guardias civiles que se pongan a las órdenes de los gobernadores civiles. Lo que en ese momento no sabe Iniesta es que el coronel José Antonio Sáenz de Santamaría, a la sazón jefe del Estado Mayor del cuerpo, ha demorado, con buen criterio y en tanto se calman los ánimos, cursar el primer telegrama, por lo que las unidades reciben ya directamente el segundo.

Esta actuación (considerada por algunos historiadores como un amago de golpe por el titular de la dirección general) y su postura de responder con firmeza, le valdrán a Iniesta una gran popularidad entre los sectores más ultras del régimen, que en el sepelio del almirante llegan a lanzar gritos de «¡Iniesta al poder!» El nombrado al frente de la presidencia del gobierno, sin embargo, sería el propio Arias Navarro, bajo cuyo mandato se iba a desatar la gran ofensiva de ETA, con la cooperación del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico), un grupo marxista-leninista de acción directa fundado en los sesenta por el comunista Julio Álvarez del Vayo, que procedía de la militancia socialista y que en la II República había llegado a ser ministro de Estado (Asuntos Exteriores) del gobierno de Juan Negrín.

Son meses en los que los atentados se suceden con una frecuencia desasosegante. El régimen parece desbordado. El punto culminante lo marca el atentado de la cafetería Rolando, en la calle Correo de Madrid, justo enfrente de la Dirección General de Seguridad, el 13 de septiembre de 1974. Con 13 muertos, es la primera gran masacre de ETA. Como respuesta, se potencia el SIGC y se lanzan los GOSI (Grupos Operativos del servicio de Información, antecedentes de los GAO, o Grupos Antiterroristas Operativos, que luego canalizarán el grueso del trabajo de información en la lucha contra ETA, con reiterada eficacia). Un operativo de estos, dirigido por los capitanes Martínez Herrera y Sánchez Valiente, junto al SIGC de Madrid del capitán Pinto Vila y los servicios de información de la Policía encabezados por el comisario Conesa, logra desmantelar la base logística utilizada en los atentados contra Carrero y la cafetería Rolando. En la operación, culminada pese a la falta de medios (el SIGC de Madrid no tenía vehículos propios, y debía moverse en taxis y coches particulares) se detiene al dramaturgo Alfonso Sastre y a su compañera Genoveva Forest.

Pero la espiral no se detiene: raro es el mes que no cae algún policía o guardia civil, y el régimen decide recurrir a la mano dura. Llegan así los famosos fusilamientos del 27 de septiembre de 1975. Son cinco los condenados. Por un lado, tres militantes del FRAP: José Humberto Baena (imputado por el atentado mortal contra el policía Lucio Rodríguez en la madrileña calle de Alenza) y Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bravo (por la muerte del teniente de la Guardia Civil Antonio Pose, en Carabanchel). A ellos se suman dos etarras: Juan Paredes Manot (acusado de la muerte del policía Ovidio Díaz durante un atraco al Banco de Santander de la calle Caspe de Barcelona) y Ángel Otaegui Etxebarria (al que se imputa por la muerte del cabo del SIGC Gregorio Posadas, en Azpeitia). Las movilizaciones internacionales para lograr la clemencia de Franco, que incluyen al mismísimo Vaticano, son estériles. En los piquetes de fusilamiento, según testigos presenciales, se mezclan policías y guardias civiles. Otros llegan en autobuses para presenciar la ejecución. Los que aprietan el gatillo son voluntarios. Otros muchos cientos, en aquellos días de hostilización permanente y asesinatos continuos, se habrían ofrecido a reemplazarlos.

Aquellos policías y guardias, al disparar sus armas, no solo acaban con los condenados, sino de rebote con el propio régimen, nacido con el pretexto de los disparos atribuibles a la acción de otro guardia y otros policías, el capitán Condes y los guardias de Asalto que secuestraron a Calvo Sotelo de su casa para darle el último paseo. Muy verosímilmente, la ola de condenas que por estos hechos recibe España desde todos los rincones del mundo, y en particular la del papa Pablo VI, contribuye a precipitar el deterioro de la salud del viejo caudillo, que tras una sucesión de anginas de pecho y colapsos gastrointestinales muere en el hospital de la Paz de Madrid en la madrugada del 20 de noviembre de 1975. Lo que le deja a su sucesor, Juan Carlos I, es, en lo que al problema vasco se refiere, un auténtico polvorín, con el que lidiarán con más pena que gloria los primeros gobiernos de la monarquía. El conflicto del Norte llegará así a convertirse en un auténtico escollo para la transición democrática que pretende impulsar el joven rey, y a la que una y otra vez amenaza con hacer descarrilar.

El 6 de abril de 1976, 29 reclusos, entre ellos destacados dirigentes de ETA, se evaden del penal de Segovia. El día 11, el guardia civil Miguel Gordo muere electrocutado al tratar de retirar una ikurriña colocada sobre un cable en la calle León de Barakaldo. El día 18, el dirigente Eduardo Moreno Bergaretxe, Pertur, y otros dos etarras intentan pasar la frontera por (de nuevo) Bera de Bidasoa para celebrar el Aberri Eguna, o Día de la Patria Vasca. Se topan con la Guardia Civil, que en el tiroteo mata al etarra Enrique Alvarez Gómez, Korta. En esa jornada, los guardias han de retirar decenas de ikurriñas con explosivos adosados, extremando la precaución. El 25 hay un nuevo tiroteo entre etarras y guardias cerca del puesto fronterizo de Etxalar. Es otra vez Pertur, que intenta la maniobra frustrada en Bera. Uno de los terroristas es herido y capturado. Así transcurre, en resumen, un mes normal, bajo el mandato del firme e hiperactivo ministro de la Gobernación del primer gobierno de Juan Carlos I, Manuel Fraga lribarne.