4. Que hasta que cada Tercio se entregue, pueda decidir la separación de aquellos miembros cuya permanencia no convenga.
5. Que la organización debe ser progresiva, tercio a tercio.
6. Que cuanto haya hecho el Ministerio de la Gobernación debe pasar al general encargado de la organización.
7. Que todos los que tengan entrada en el Cuerpo se le deben presentar personalmente en Leganés (infantería) y en Vicálvaro o Alcalá (caballería), antes de marchar a las provincias donde se les destine.
Del examen de estos siete puntos no puede desprenderse un mensaje más nítido: plenos poderes para organizar el nuevo cuerpo, y libre decisión para conformarlo con arreglo a su criterio. La petición de Ahumada iba a resolverla el nuevo ministro de la Guerra y presidente del Gobierno, esto es, el todopoderoso Ramón María Narváez, mediante el nuevo Real Decreto de 13 de mayo de 1844, por el que se reconducía la organización de la Guardia Civil creada por el de 28 de marzo a la propuesta por el director al que se le había encomendado. Acogía el preámbulo del Real Decreto todas y cada una de sus peticiones. Se dejaba bien clara la dependencia del Ministerio de la Guerra en todo lo relativo al personal, debiendo «entenderse» en su servicio peculiar con las autoridades civiles, y contando con una Inspección General desempeñada por un general del Ejército. Se aceptaba tanto la reducción de efectivos respecto del proyecto originario como el principio de dotación progresiva de sus tercios. Y se recogían, literalmente, las reflexiones del duque de Ahumada sobre la necesidad de dotar de forma adecuada a los individuos de tropa. Esto llevaba a atribuir a los guardias un haber diario entre nueve y doce reales, en el caso de los de caballería, y entre ocho y diez y medio los de infantería. Es decir, más del doble de la propuesta original. En su articulado, el Real Decreto desarrollaba todos estos principios y la organización que había de darse al cuerpo. Es de destacar el artículo 20, que fijaba las condiciones exigidas para ser guardia civil, y en el que quedaba claramente formulada la voluntad de contar con individuos seleccionados:
Las circunstancias para entrar en la Guardia Civil han de ser en las clases de tropa: ser licenciados de los cuerpos del ejército permanente o reserva, con su licencia sin nota alguna; promover su instancia por conducto del alcalde del pueblo de su vecindad, con cuyo informe y el del cura párroco deberá dirigirse al jefe político de la provincia; esta autoridad, tomando los informes que estime oportunos, la pasará al comandante general de la provincia, y este al jefe del tercio; no tener menos de 25 años de edad ni más de 45, saber leer y escribir, tener cinco pies y tres pulgadas, lo menos, de estatura los que hayan de servir en caballería y dos los de infantería.
Para los oficiales, se exigía en todo caso que fueran mayores de treinta años, lo que garantizaba la incorporación a la Guardia Civil de personas con la madurez necesaria. La oferta de unirse al nuevo cuerpo no carecía de atractivo para los militares de graduación, aunque algunos de ellos lo veían con desconfianza, por temor a que la inestabilidad política que caracterizaba a la época lo convirtiera en una creación efímera. Con todo, al director general de la organización no le faltaron candidatos, y pudo efectuar una rigurosa selección en la que les dejó bien claro que en el nuevo cuerpo se exigiría un sacrificio en el servicio y una limpieza de conducta superiores a los que se les pedía en sus unidades de procedencia, teniendo además absolutamente proscrita la militancia política (contra lo que era usual en el ejército, después de tantos años de intervencionismo militar en la gobernación del país). La más mínima falta en el expediente, que el director examinaba personal y meticulosamente, conllevaba el rechazo. A Ahumada solo le interesaban hombres de «honor, valor y limpia conciencia».
Para las labores de organización, el director se instaló con su equipo en un edificio del siglo XVII sito en el 14 de la calle Torija de Madrid, todavía existente, y donde habían estado la residencia y las oficinas de los inquisidores madrileños del Santo Oficio, abolido pocos años atrás. En el verano de 1844 se fue recibiendo a los aspirantes en los acuartelamientos de Leganés, Vicálvaro y Alcalá. Pronto se vio que no sería fácil cubrir las plazas de tropa. A comienzos de junio, en los quince batallones que guarnecían Madrid, solo se había podido encontrar once hombres aptos para incorporarse a las unidades de infantería de la Guardia Civil. Ello llevó al duque a proponer la admisión de soldados de menor edad de la prevista en el Real Decreto de 13 de mayo, pero sin hacer concesiones en cuanto a su talla e instrucción mínima. También fue ardua la recluta de las unidades de caballería, con la dificultad añadida de la compra de semovientes y el equipo preciso. El 1 de agosto se contaba ya con 668 guardias de infantería y 368 de caballería, que a mediados de mes se habían incrementado hasta 758 y 415, respectivamente. El 1 de septiembre, el duque de Ahumada, como premio a su labor organizadora, fue nombrado primer inspector general del cuerpo, en analogía de derechos y sueldo con los demás directores e inspectores generales de las armas del ministerio de la Guerra, y la Guardia Civil se presentó en parada militar ante el Gobierno.
El desfile tuvo lugar donde hoy se encuentra la estación de Atocha. En total formaron 1.500 guardias de infantería y 370 de caballería, con todos sus mandos y completamente uniformados, armados y equipados. Revistados por Narváez, con Ahumada a su izquierda, la impresión de marcialidad y disciplina que causaron los guardias fue excelente. Un rasgo que iba a distinguir a la Guardia Civil en todas las paradas militares en que participaría a lo largo de su dilatada historia.
En ese verano de 1844, Ahumada también puso a punto las cuestiones de intendencia, como los haberes del cuerpo, fijados por Real Orden de 30 de agosto, y que arrojaban en conjunto unos ingresos para los guardias civiles por encima del promedio de la clase social de procedencia, y también superiores a los de sus homólogos del ejército. Baste apuntar que un coronel vendría a ganar 36.000 reales de vellón anuales, frente a los 21.600 que percibía en el ejército, diferencia que en los tenientes era de 7.300 a 5.000. Eso sí, con todo y el esfuerzo hecho para aumentar sus ingresos, la diferencia con las clases de tropa era enorme, si tenemos en cuenta que un guardia de segunda percibía 2.920 reales, un cabo 3.285 y un sargento primero, 3.832.
Por Real Decreto de 15 de junio de 1844 quedó fijada también la uniformidad del cuerpo, que variaba para caballería e infantería, pero que como elementos comunes contaba con casaca o levita azul, con cuello, vueltas y solapa de color encarnado, y pantalón de paño o lienzo azul o blanco. Como prenda de cabeza común, el sombrero de tres picos, que en seguida, por galicismo derivado de chapeau à trois comes, se conocería popularmente por el nombre de tricornio. Para los jinetes se disponía que los correajes fueran negros, y para los infantes, de «ante de su color», es decir, amarillento. También se regulaban las armas que debían llevar unos y otros: carabina, dos pistolas de arzón y espada los de caballería; fusil corto, sable de infantería y pistola pequeña los de a pie. Aunque en los primeros tiempos, por estrecheces presupuestarias (hubo que adelantar a los guardias el dinero necesario para que se proveyeran inicialmente del equipo que iba a su costa), se les proporcionó armamento de circunstancias, como fusiles de chispa ordinaria a los infantes, sin pistola, y una sola pistola a los de a caballo.
Otros dos textos cruciales de esta etapa fundacional son los reglamentos para el servicio, aprobado el 8 de octubre de 1844, y militar, fechado siete días después. El primero, redactado por el ministerio de la Gobernación, sobre el borrador que dejara preparado el anterior subsecretario, Patricio de la Escosura, artífice del Real Decreto de 28 de marzo, estaba más en línea con una Guardia Civil sometida a la intervención de las autoridades políticas que con el modelo de autonomía militar, bajo la dirección civil en lo relativo al servicio, que había consagrado por inspiración de Ahumada el Real Decreto de 15 de mayo. Contenía numerosas disposiciones que habían de resultar problemáticas y que condujeron a conflictos entre los guardias civiles y los comisarios y celadores de Seguridad Pública. Dichos funcionarios, dependientes de los jefes políticos, se consideraban delegados de estos y quisieron poner a sus órdenes a los miembros de la Guardia Civil, a los que consideraban como los auxiliares o «empleados de protección» que la ley les atribuía y que no se les había facilitado hasta la fecha. Un sonado incidente lo protagonizó el comisario de Getafe, que ordenó al oficial de la sección, apenas llegaron los primeros guardias, que estos se personaran a la mañana siguiente a la puerta de su domicilio, vestidos de gala para ser revistados. La orden no solo no se cumplió, sino que el incidente 1e costó al comisario el puesto. La Guardia Civil, con el poderoso respalde del ministro de la Guerra, que a la vez era el presidente, dejaba así primer testimonio de su recio carácter.