El año 1980 registra las primeras elecciones autonómicas vascas, que arrojan el triunfo del PNV, bajo cuyo mandato Euskadi empieza a recorrer la senda del autogobierno. La violencia etarra, sin embargo, no afloja. De hecho, va a más: a lo largo de esos doce meses hay un centenar de asesinatos. La Guardia Civil pone 32 de los muertos. Otros 41 son civiles. Los ánimos de algunos están cada vez más crispados.
La historia, como es sabido, no acaba aquí. Prosigue durante otros largos treinta años, con multitud de acontecimientos, idas y venidas, treguas y rupturas. Para combatir a este enemigo pertinaz, los guardias civiles recurrirán a todos los medios a su alcance. Algunos no son legales ni legítimos. En esos años de plomo, y en los siguientes, muchos guardias serán procesados por torturas, y no pocos condenados. Según el testimonio de un miembro del cuerpo que llegó destinado a Guipúzcoa por aquellos días, el primer día que entró en el acuartelamiento, al abrir una puerta, vio el suelo copiosamente manchado de sangre. Cuando fue a mirar mejor, un guardia veterano lo empujó hacia fuera y le dijo que mejor se marchara a tomar el fresco. Hechos como este no son motivo para el orgullo, pero a quienes sientan inclinación a formular juicios sumarios sobre la conducta de sus semejantes, cabe sugerirles que se pongan en la piel de un hombre que ha recogido más de una vez del suelo los trozos de un compañero, volado por alguna de las muchas bombas-trampa que en esos días, junto al seguro y ventajoso tiro en la nuca, utilizaban los etarras.
En algún momento, ante la falta de colaboración de Francia, durante muchos años retaguardia segura y santuario de ETA, se recurrió a los procedimientos más rocambolescos para obtener información. Como el que según el relato de un jefe del cuerpo tenía como auxiliares a las mujeres de los guardias, que pasaban a Francia con sus hijos pequeños y se acercaban a grabar con radiotransmisores escondidos en los coches de bebé las conversaciones de activistas que se citaban en la calle. Otro oficial refiere momentos aún más embarazosos, como los vividos a bordo de una avioneta civil en la que sobrevolaba territorio francés durante un seguimiento, cuando invadieron en el curso de este un sector restringido del espacio aéreo y la Fuerza Aérea Francesa envió dos cazas Mirage a interceptarlos. Para el piloto civil galo que estaba a los mandos del aparato, aquello supuso el susto de su vida.
Centro neurálgico de buena parte de esas operaciones era el cuartel guipuzcoano de Intxaurrondo, y artífice de ellas el comandante segundo jefe de la comandancia (luego ascendido hasta general) Enrique Rodríguez Galindo, cuyos métodos, muy discutidos (y años después condenados por la Justicia, en el caso Lasa-Zabala), se revelaron sin embargo de una enorme eficacia en cuanto se contó con la colaboración francesa. La sucesión de golpes que desde Intxaurrondo recibió la organización fue espectacular. De entrada, contra sus comandos operativos en suelo vasco: valga como ejemplo la neutralización el 15 de junio de 1984, en Hernani, del núcleo duro del comando Donosti, compuesto por Jesús Zabarte, Juan Luis Lekuona y Agustín Arregi, que degeneró por la resistencia numantina de los dos últimos en una batalla campal en la que ambos perderían la vida. Y luego, el acoso a la propia dirección de ETA, que culminaría con la detención de su máximo dirigente, Francisco Mujika Garmendia, alias Pakito, el 29 de marzo de 1992 en la localidad francesa de Bidart. Con la caída de este terrorista, responsable del atentado contra la casa-cuartel de Zaragoza que produjo 11 muertos, entre ellos 5 niños, el cuerpo completaba el que quizá sería el más alentador de sus servicios en la guerra contra la banda, ya que en el mismo paquete caían los otros dos miembros del directorio Artapalo: José Luis Álvarez Santacristina, Txelis, y José María Arregi Eroslarbe, Fitipaldi. También es digna de reseña la operación que permitió descubrir el arsenal central de ETA en la empresa Sokoa el 5 de noviembre de 1986. Para ello se empleó el ardid de vender a los terroristas un misil tierra-aire Stinger, en el que se ocultó una baliza que, una vez que los etarras, como era previsible, llevaron tan valioso artefacto a su sancta sanctórum logístico, permitió ubicar este.
Estas operaciones, y otros cientos de ellas que podrían mencionarse, ponían de manifiesto que la Guardia Civil, en respuesta al desafío etarra, había levantado un poderoso y sofisticado aparato de información, que en años sucesivos siguió perfeccionando y que finalmente llevaría a la banda terrorista al borde del estrangulamiento operativo (sobre todo, a partir de la detención en 2008 del jefe militar que rompió la última tregua declarada hasta la fecha, Mikel Garikoitz Aspiazu Rubina, Txeroki, y de sus improvisados sucesores). La eficacia y el sacrificio de los beneméritos les granjearon incluso el respeto de algún que otro etarra, como el jefe de un comando que en cierta ocasión le confesó al oficial de la Guardia Civil que lo había detenido, para asombro de este, que con él se entendía bien, porque ambos eran oficiales y militares. «Si yo fuera español, me haría txakurra, como tú», remachó.
Pero como más arriba se dijo, renunciamos a ofrecer aquí la historia completa de un conflicto que necesita más espacio y, probablemente, otro cronista. Uno que escriba desde el exterior del túnel y que pueda indagar, sin la servidumbre que imponen tantas heridas todavía abiertas, en las razones y en las sinrazones de unos y de otros.
Capítulo 16
A las 18.22 horas del 23 de febrero de 1981, el teniente coronel Antonio Tejero Molina, al frente de un par de centenares de guardias civiles, irrumpe en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, donde en ese momento se celebra la segunda votación para la investidura como presidente del gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo, el candidato de la UCD para sustituir al dimisionario Adolfo Suárez. La operación la han bautizado los golpistas con el nombre en clave Duque de Ahumada. Un muy dudoso homenaje para un hombre que jamás se alzó, ni pasó por su mente hacerlo, contra el poder legalmente constituido.
Lo que a partir de ahí sucedió no es preciso referirlo. Ya lo registraron las cámaras de Televisión Española en una grabación que dio la vuelta al mundo. Ciento siete años después de que lo hicieran los guardias civiles del coronel de la Iglesia, siguiendo órdenes de Pavía, otros beneméritos entraban en el centro de la soberanía nacional para acabar con el régimen y hacían uso de sus armas para intimidar a los parlamentarios. Con dos matices nada irrelevantes. Frente a la corrección del coronel de la Iglesia, Tejero iba a comportarse de forma despectiva y chulesca, llegando a la brutalidad matonil cuando intentó derribar de una zancadilla al vicepresidente en funciones y teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, auténtica bestia negra de los sectores ultras del ejército por su estrecha complicidad con Suárez, el traidor que había enterrado el Movimiento y, sobre todo, había legalizado por sorpresa el PCE en la Semana Santa de 1977. En segundo lugar, Tejero no pretende desalojar sin más a los diputados del hemiciclo, como hiciera de la Iglesia (cuyo jefe, Pavía, a diferencia de los espadones habituales en su siglo, tampoco ambicionaba el poder y en seguida dejó paso a otros). Su objetivo es mantenerlos secuestrados para con esa extorsión propiciar la entrega del poder a una suerte de directorio militar. En él imagina que se integrará el teniente general Jaime Milans del Bosch, a la sazón capitán general de Valencia, bajo cuyas órdenes y en combinación con el cual actúa. Se han conocido no mucho tiempo atrás, pero a los dos los ha unido un mismo sentimiento de ira ante el curso que están tomando los acontecimientos: evolución política del régimen, gestión de los asuntos militares, crecimiento incontrolado del terrorismo, quiebra de la unidad nacional con la puesta en marcha de las autonomías vasca y catalana y la imitación de sus pretensiones por regiones como Andalucía y Galicia… Por otra parte, y como los dos se han significado por su ideología, eso ha afectado a sus carreras. Tejero, que tras su apartamiento de la comandancia de Málaga urdió una chapucera conjura (la operación Galaxia), por la que ha recibido una benigna condena, está sin destino real. Milans, a quien han adelantado en los ascensos otros generales más modernos, se halla aparcado en la capitanía general de Valencia, poca cosa para sus méritos.