Sobre la trama de este golpe se han escrito muchos libros, y los que aún se escribirán. En síntesis, parece evidente que antes de aquel día estaban en marcha varias líneas conspirativas, algunas de ellas implicadas de uno u otro modo en la erosión brutal a que fue sometido el presidente Suárez, incluso desde las filas de su propio partido, y que precipitó su dimisión justamente para evitar que lo derribara un golpe de mano. También es más o menos de general aceptación que en la acción que al final se llevó a cabo convergieron, bastante mal encajadas, conspiraciones diversas, lo que probablemente produjo una serie de malentendidos, tanto sobre los objetivos finales como sobre los apoyos con que contaba la asonada. Si a eso se une el poco seguimiento que entre las propias filas militares tuvieron los golpistas, la firme reacción de aquellos responsables del gobierno (todos ellos de segunda fila) que no estaban secuestrados y, en fin, la intervención pública del rey Juan Carlos I, se entiende mejor el fracaso de la intentona.
Un tercer personaje explicaría la conjunción tan variopinta de afanes y maneras que se produjo en aquella cuartelada: el general de división Alfonso Armada Comyn, un hombre de extrema proximidad al monarca (había pasado muchos años en su secretaría personal, desde donde incluso pudo redactar el primer discurso que leyó el rey ante las Cortes, el 22 de noviembre de 1975) y que lo siguió viendo con cierta frecuencia en los meses inmediatamente anteriores al golpe. Según Milans, fue Armada quien le hizo sentir que todo contaba con el impulso de la Zarzuela; Armada lo negó, aunque deslizando alguna ambigüedad para la interpretación libre de los malévolos. Si todo fue una mala apreciación por parte de Milans, o si el malentendido lo tuvo Armada en sus conversaciones privadas con el rey, o si nadie malinterpretó nada y alguno o cada uno pretende haber jugado un papel distinto del que en verdad jugó, es todavía hoy asunto de apasionada discusión. De lo que no parece caber duda es de que el que lo entendió todo mal fue Tejero, engañado o no por Milans. Porque cuando Armada se presentó en el Congreso y le hizo saber que iba a subir a la tribuna para proponerles a los políticos la formación de un gobierno bajo su dirección y con participación de lodos los partidos, comunistas incluidos, el vehemente teniente coronel lo mandó «a tomar por culo» y le dijo que para eso él no había tomado el palacio de las Cortes. Finalmente, le impidió dirigirse a los secuestrados y lo expulsó de allí. Este enfrentamienlo representaba de la forma más gráfica la mayonesa sin ligar que aderezaba aquel golpe. Por un lado, el oleoso Armada, que buscaba (con presuntos alientos superiores, ya fueran reales o imaginarios) ser el hombre providencial que contendría la hemorragia que se había llevado por delante a Suárez y el que, al frente de todas las fuerzas políticas, encauzaría la severa crisis económica e institucional que vivía el país, para proseguir, una vez tapadas las vías de agua, con el programa democrático. En el extremo opuesto, el derroche de testosterona de Tejero, que solo quería barrer aquella inmundicia que había traído la democracia para volver a las verdaderas esencias de la patria. Un taimado golpista decimonónico de estirpe moderada, frente a un ultra nostálgico dispuesto a remedar, como si nada, julio del 36.
Y Milans, en medio de los dos. O no. Sea como fuere, en cuanto el rey le pidió que depusiera su actitud, se vio desarmado. También cuando comprobó que la guarnición de Madrid, y en particular su querida División Acorazada (de la que había sido jefe, y que intentó sublevar a través de oficiales afines a él) no daba el paso de secundarlo. Los tanques no salieron a las calles de la capital, como sí hicieron en Valencia los que él tenía a sus órdenes. Para impedirlo fue decisivo el teniente general Guillermo Quintana Lacaci, a la sazón capitán general de Madrid: un militar leal, que defendió esa noche la legalidad constitucional aunque había servido en la Guardia de Franco, como en un alarde de honradez les recordó a sus superiores, por si los disuadía, cuando iban a promocionarle. Un hombre a quien la banda ETA, con su particular criterio, acabaría asesinando tres años después, cuando, ya retirado, salía de su casa con su mujer para ir a misa.
Pero centrémonos en el aspecto benemérito del golpe. De cara a la opinión pública, el protagonismo de los guardias civiles, gracias a las imágenes televisivas, es total. El tricornio que porta Tejero (no así sus hombres, tocados todos ellos con la gorra de visera reglamentaria) deja grabada para la Historia una imagen que, junto a su zafio modo de expresarse y conducirse, causa un daño inmenso a la institución. El gesto hosco de Tejero, su porte autoritario, incluso, por qué no decirlo, el bigote, remiten al rostro más atrabiliario de la Benemérita. Pero, más allá de él, ¿cuál es la intervención de la Guardia Civil en la intentona? Para empezar hay que decir que los ciento y pico hombres que Tejero ha reunido, con ayuda de una guardia pretoriana de oficiales afines, son ele ocasión, la mayor parte de ellos reclutados del parque de automóviles y de otros destinos no operativos. Muchos, además, acuden sin saber muy bien a qué, arrastrados por los acontecimientos, como a menudo ocurre en esa clase de situaciones. Las imágenes de varios de ellos, al día siguiente, descolgándose por las ventanas del Congreso, es bastante ilustrativa sobre su compromiso con el golpe.
No faltan, desde luego, entre las filas beneméritas, quienes simpatizan con un movimiento de ese tipo. La sangría del Norte pesa mucho y caldea los ánimos, y entre los integrantes del cuerpo, prácticamente todos ellos incorporados a él bajo el régimen franquista, se deja sentir el troquel por el que se les ha pasado, que en buena medida es el de la refundada Guardia Civil al servicio y mayor gloria del dictador. De hecho, entre los guardias que en seguida moviliza el director general del cuerpo, el teniente general Aramburu Topete, para rodear el edificio, incomunicar a los ocupantes de Congreso y en definitiva neutralizar el golpe, los hay que simpatizan con los que están dentro. Quizá por eso, el cordón de seguridad resulta bastante permeable, permitiendo numerosas entradas y salidas. Dos guardias civiles enviados al Congreso por los responsables del CESID (el centro de inteligencia de la Defensa), para evaluar la situación, regresan a las dos horas diciendo que han visto a sus compañeros con muy buena moral y que»tiene todo muy buena pinta», lo que no deja lugar a dudas de sus simpatías y aconseja al oficial responsable, y futuro director del centro, Javier Calderón, quitar rápidamente de en medio a aquellos dos elementos. Pero para entonces ya ha empezado a extenderse, entre los guardias civiles, una sensibilidad muy diferente, que comparten una fracción de los mandos y una porción creciente de la base del cuerpo.