Por la dirección general pasa después de Aramburu el teniente general Sáenz de Santamaría, que regresa así al cuerpo en cuyo Estado Mayor estuvo destinado anteriormente, y cuya gestión impulsa con brío la modernización de la Guardia Civil. Durante su mandato, de 1983 a 1986, potenció las unidades aéreas y creó la Guardia Civil del Mar. También convivió, en el debe del balance, con el oscuro episodio de los atentados del GAL, respecto de los que siempre negó cualquier conexión mientras estuvo en el cargo, aunque años después llegaría a admitir que durante esos años no siempre se había mantenido la acción policial dentro de la ley, sino que en ocasiones se había estado en el borde: «a veces en el de dentro, a veces en el de fuera». Y aún fue más claro: «En la lucha contraterrorista, hay cosas que no se deben hacer. Si se hacen, no se deben decir. Si se dicen, hay que negarlas». Fue muy criticado por ello, aunque no tuvo efectos penales para él.
Sáenz de Santamaría dio el relevo al primer civil que desempeñaría la dirección general del cuerpo: Luis Roldan. Un falso ingeniero (luego se supo que había amañado su currículum) cuya gestión no pudo ser más contradictoria. Por una parte, movilizó grandes recursos económicos para el instituto, tanto en material de todo tipo como en infraestructuras, acometiendo una intensa renovación del deteriorado parque de casas cuartel. Como consecuencia de estos esfuerzos inversores, mejoraron mucho las condiciones de trabajo de los guardias, y también su imagen ante la ciudadanía. Además, siendo él director general la Guardia Civil cosechó su mayor éxito en la lucha antiterrorista, la detención de la cúpula etarra en Bidart en marzo de 1992. Momento más que oportuno para descabezar a la banda, en vísperas de las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla, que transcurrieron con toda normalidad. En otro orden de cosas, bajo su mandato se tomó una decisión de gran trascendencia, que liquidaba el último anacronismo que impedía a la Guardia Civil insertarse de modo pleno en la sociedad: la incorporación a sus filas de la mujer, en 1989, después de 145 años de mantenerse como un cuerpo exclusivamente masculino (con la excepción, más bien marginal, de las matronas, auxiliares que entre otras cosas servían para practicar registros físicos sobre mujeres). A lo largo de los veinte años transcurridos desde entonces, la mujer se ha incorporado a casi todas las unidades del cuerpo. Un cambio de gran calado simbólico, para una institución cuyo fundador, como se recordará, impusiera a sus miembros la obligación de llevar viril bigote.
Bajo el mandato de Roldan, en suma, se consuma el idilio de los socialistas con la Guardia Civil, a la que atribuyen cada vez más responsabilidades. Un ejemplo ilustrativo es la seguridad del Palacio Real, que encomendada en un principio a la Guardia Real, pasó luego a una empresa privada, registrándose clamorosos fallos con ambas. Finalmente, ante la puerta acabaron apareciendo los socorridos tricornios (y allí siguen). Otro detalle no menos elocuente es la estrecha relación de afecto que estableció con ellos el secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera, luego condenado por el caso Segundo Marey, y que a la vuelta de los años lo llevaría a escribir una novela donde el héroe es un guardia civil (El padre de Caín, 2009). Algo que, como ya se ha comentado, resulta altamente insólito en la literatura española.
Con aquel primer director general civil, la Guardia Civil creció en importancia, en prestigio y en aprecio del poder hasta cotas antes desconocidas. Aumentó la plantilla y se mejoró la formación, tanto inicial como de especialización. También se actualizaron sus emolumentos, aunque siguieran siendo los más bajos de todos los cuerpos policiales. Pero, como es bien sabido, Luis Roldan se dedicó además a otras cosas. Tras una rocambolesca huida, acabó detenido en el aeropuerto de Bangkok, el 27 de noviembre de 1995, y condenado por malversación de fondos públicos, cohecho, fraude fiscal y estala. Según los hechos probados de la sentencia, durante su mandato Roldan birló 435 millones de pesetas de los fondos reservados que tenía asignados, y cobró comisiones ilegales de las constructoras que hacían las casas cuartel por importe de otros 1.800 millones. Tan fabulosas sumas nunca aparecieron, y tras pasar 15 años en prisión quedó en libertad en marzo de 2010. Otro nombre para la memoria funesta del cuerpo.
Los noventa fueron, en cierto modo, una década negra para la Guardia Civil. Al humillante escándalo de Roldan se sumaron otros dos no menos dañinos. El primero, el llamado caso UCIFA, que acabó con la imputación y condena, en sentencia ratificada por el Tribunal Supremo en enero de 1999, de varios agentes de la unidad central antidroga por tráfico de estupefacientes. El caso presentaba cierta complejidad. Parte de las entregas eran pagos a confidentes, que los guardias se veían obligados a hacer sin una cobertura legal adecuada (que a día de hoy sigue faltando en España para este tipo de actuación policial, común en todo el mundo) porque era la única forma de obtener ciertas informaciones necesarias para sus investigaciones. Sin embargo, la fácil disponibilidad de droga incautada, y el hábito de distraerla para este propósito, despertó la codicia de algún guardia, que según la sentencia acabó vendiéndola con fines más particulares.
El otro gran escándalo fue el caso Lasa-Zabala, que acabó con el entonces ya general Galindo en prisión, junto a varios de sus colaboradores y el ex gobernador civil de Guipúzcoa, Julen Elgorriaga. La causa tuvo su origen en el secuestro en el sur de Francia, en octubre de 1983, de dos miembros de ETA, José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala, su posterior asesinato y el abandono de los cuerpos, sepultados en cal viva, en una fosa en Alicante. El GAL reivindicó la acción mediante una llamada a la cadena SER de Alicante un año después, aunque los cadáveres no aparecieron hasta 1985. Según los hechos probados de la sentencia, los autores de las muertes fueron los guardias civiles (para entonces ya dados de baja en el servicio, por inutilidad psicológica) Felipe Bayo y Enrique Dorado, que habrían actuado siguiendo instrucciones del entonces comandante Galindo y con la aquiescencia del gobernador civil. Los etarras, secuestrados poco después de una serie de acciones terroristas, y posiblemente torturados para sacarles información (la sentencia no afirma este hecho, por no permitir probarlo el estado en que se hallaron los cuerpos) habrían sido luego asesinados para borrar rastros. Todo habría sucedido en la casa conocida como La Cumbre, en San Sebastián, un inmueble vacío utilizado por las fuerzas de seguridad y que Bayo y Dorado, en las reconstrucciones efectuadas, demostraron conocer. Ambos, además, habían sido ya condenados por torturas, y por su posterior incapacidad se les habían otorgado generosas pensiones, en la cuantía máxima permitida por la ley.
La instrucción fue accidentada y tuvo gran repercusión en los medios, por el perfil de Galindo y el del instructor (el juez Javier Gómez de Liaño, luego condenado por prevaricación por el llamado caso Sogecable, aunque el Tribunal de Estrasburgo acabaría reconociendo que se habían conculcado sus derechos fundamentales en ese proceso). Algunos de los imputados dijeron y se desdijeron, y entre los testigos de cargo había notorios enemigos de los guardias, como un traficante de drogas al que habían detenido en alguna ocasión. El testimonio de este, y el de un policía de la escolta del gobernador, que declaró haber oído, en el coche en que Elgorriaga iba con Galindo en la noche del secuestro, las palabras «han caído dos peces medianos», fueron claves para incriminar a ambos responsables, en cuanto a su conocimiento de los hechos. En entrevista mantenida en prisión años después con el autor de este libro, el general Rodríguez Galindo negó con tono enérgico y dolorido tener nada que ver con aquellas muertes. Haciendo hincapié, justamente, en que todo lo que había contra él eran dos testimonios dudosos, uno por el testigo, otro por la imprecisión.