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La misión española en Irak se identifica desde la sensibilidad musulmana como complicidad en la ocupación del país. Poco después de la muerte del comandante Gonzalo la situación empeorará al ser atacadas las tropas españolas por los insurgentes chiles del Ejército del Mahdi del clérigo Muqtada Al Sadr, que llegarán incluso a tratar de entrar en fuerza en la base española de Nayaf. Pero nada de esto aconseja a los responsables de Interior, departamento en ese momento encabezado por Ángel Acebes, hombre de plena confianza del presidente, reforzar el dispositivo policial para la prevención del terrorismo islámico, que sigue infradotado hasta extremos alarmantes. Los pocos agentes que lo componen no tienen ni intérpretes suficientes para descifrar las conversaciones que graban en la intervención de teléfonos de sospechosos, siempre en árabe dialectal o lenguas bereberes.

En la mañana del 11 de marzo de 2004, cuatro trenes de cercanías, cargados de pasajeros, hacen explosión en las estaciones madrileñas de Atocha, Santa Eugenia y El Pozo. En total, estallan diez mochilas-bomba, que siegan la vida de 191 personas y causan heridas a más de 2.000. Es el mayor alentado terrorista jamás realizado en Europa. Las investigaciones, que se desarrollan a marchas forzadas, con la ayuda de los teléfonos móviles utilizados para detonar los artefactos, conducen a imputar el ataque a terroristas islámicos, contra la inicial declaración del gobierno atribuyendo a ETA el golpe. Así lo confirmarán los jueces años después. El día 14 de marzo, y contra todo pronóstico, el PSOE gana las elecciones, y su líder, José Luis Rodríguez Zapatero, llega a la presidencia del gobierno. Su primera medida al frente del ejecutivo es ordenar la retirada de las tropas españolas de Irak.

Las circunstancias pavorosas del atentado, y sus repercusiones políticas, llevan a múltiples especulaciones. Algunas salpican a la Guardia Civil, cuando se sabe que uno de los acusados de estar detrás del ataque terrorista, el marroquí Rafá Zouhier, es un confidente de la Unidad Central Operativa (UCO) que había advertido de los movimientos extraños de un minero llamado Trashorras. De este se descubre que está implicado en la distracción de una mina asturiana de los explosivos utilizados en el atentado. Se llega a decir que la Guardia Civil estaba al tanto de lo que se preparaba, y que lo dejó suceder para que el PP perdiera el poder. La presencia al frente de la UCO del entonces coronel Félix Hernando, antiguo colaborador de Rafael Vera en su época en la secretaría de Estado de Seguridad, abonaría para algunos esta tesis. La imputación, de una gravedad extrema (implica nada menos que acusar a mandos policiales de autoría, por cooperación necesaria, de 191 asesinatos) queda ahí, sin que nadie la persiga desde instancias oficiales, como correspondería si no se prueba su veracidad.

No es este el lugar de entrar a fondo en asunto tan vidrioso, y que tantos ríos de tinta ha hecho y hará correr. Pero habrá que anotar que Trashorras fue objeto de seguimiento por la UCO, así está documentado, y que, al no advertirse que saliera de Asturias, se pasó el caso a la comandancia, como un caso local y en apariencia común. Hasta entonces, no era nada infrecuente que los mineros distrajeran explosivos para usos particulares, y los guardias habían desesperado de que se los castigara por ello, dada la benignidad judicial que por sistema rebajaba estas conductas a infracciones administrativas. Que a partir de ahí hubo una negligencia deplorable, un hilo que trágicamente se dejó de seguir y que supone un grave fracaso del cuerpo, es evidente. De eso a la complicidad criminal, media un largo y abrupto trecho.

Después del 11-M, se reforzaron las unidades, tanto de la Guardia Civil como de la Policía, para la investigación y prevención del terrorismo islámico. De unas pocas decenas, se pasó a cientos de agentes encargados de combatir a estos activistas tan letales como escurridizos que, en el horizonte del siglo XXI, han tomado el relevo.

Como advierte el poeta: La guerra no ha acabado, nunca acaba.

Epílogo

El futuro: ¿militares o policías?

Hasta aquí, el relato. Las páginas que anteceden son o pretenden ser una síntesis, parcial y subjetiva, como todas las narraciones, de la aventura histórica de un cuerpo y de las personas que a través del tiempo sirvieron en sus filas. Fueron muchos miles, a lo largo de siglo y medio, y de la intensidad nada desdeñable con que se vieron mezcladas en la historia de su país aspiramos a haber dado cuenta, mínimamente, en los capítulos anteriores. Entre esos guardias y entre sus jefes, como se ha visto, hubo personajes de toda laya: heroicos y miserables, diestros y torpes, providenciales y fatídicos. Pero de los hombres que pasaron por la nómina del cuerpo que fundó el duque de Ahumada lo que no puede decirse es que fuera gente vulgar, y rara vez que se caracterizaran por ser cobardes o cicateros en esfuerzo. En lo que a esto respecta, así como en su compromiso con el deber y en el cumplimiento de su cometido, pocos otros colectivos, si es que hay alguno, se les pueden equiparar en la España contemporánea. Muchos de los pasajes que quedan referidos así lo atestiguan, y es este un carácter que los guardias acreditaron desde sus principios.

Se cuenta que uno de los primeros guardias, o lo que es lo mismo, uno de aquellos tipos mostachudos, curtidos en las guerras carlistas, y altos en comparación con el resto de la población española de la época, estaba una noche haciendo guardia, a caballo, en el portalón del Teatro Real, donde iba a celebrarse una función de gala. Un carruaje intentó pasar en dirección contraria y el guardia, que ostentaba el grado de cabo, lo atajó. Ir en carruaje ya señalaba en aquel tiempo a quien así viajaba como una persona principal, pero lo que no sabía el cabo era que dentro iba el todopoderoso general Narváez; el mismo que había alentado y bendecido la creación del cuerpo. Sin arredrarse por ello, el guardia le dijo al cochero que por ahí no se podía pasar. «Este coche sí», repuso el cochero, altivo. «Ni ese coche ni ninguno», reiteró el guardia. En ese momento, el general gritó desde el interior: «¡Adelante, cochero!» Al escucharlo, el cabo le explicó, respetuoso, que tenía orden de que por ahí no pasara nadie. «Esa orden no reza conmigo», le dijo Narváez. Pero el guardia, lejos de arrugarse, explicó: «Al comunicármela no me han dicho que haga ninguna excepción con nadie. El coche de Vuestra Excelencia no puede pasar por aquí». Ahí el general montó directamente en cólera y ordenó a su cochero que arreara a los caballos. El cabo, sin perder la sangre fría, avisó: «Mi general, si Vuestra Excelencia pasa por aquí, será atropellando estas armas, encargadas de cumplir una consigna». Su firmeza hizo que el presidente diera su brazo a torcer y entrara por donde todos, echando pestes.