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Al llegar al palco, Narváez llamó a Ahumada. Furioso, le informó: «Un cabo de la Guardia Civil me ha puesto en ridículo, sin tener en cuenta mi cargo ni mi categoría». El duque le pidió a Narváez que lo dejara indagar lo sucedido. Cuando regresó, le dijo al presidente que aquel cabo no había hecho más que cumplir con la orden que tenía, por lo que no había cometido falta alguna. Narváez repuso: «Comprendo que si tenía la consigna esa, ha hecho bien en cumplirla. Pero también es triste gracia que llegue uno a esta posición social para tener que soportar arrogancias de un cabo. Yo no puedo consentir de ninguna manera que quede por encima de mí ese hombre; así es que, mañana mismo, me lo traslada usted a un puesto fuera de Madrid». Era la orden del gran espadón del XIX español, del hombre más poderoso del país. Ahumada saludó y abandonó el palco. Volvió a investigar el incidente, y a comprobar el celo del cabo. Al día siguiente fue a ver a Narváez. Cuando este lo recibió, se cuadró ante él y le dijo: «Aquí tiene usted, mi General, el bastón de mando de la Guardia Civil, y aquí», y le mostró un oficio, «el traslado del cabo a otro puesto, firmado por quien me ha sucedido en el mando, según las ordenanzas».

«¡Qué exagerado es usted!», exclamó Narváez. «La cosa no es para tanto». Pero Ahumada, muy serio, le replicó: «Ya lo creo que lo es. No hemos creado un cuerpo como la Guardia Civil para pisotear su prestigio a las primeras de cambio. El traslado de ese hombre es una injusticia que yo no cometo de ninguna manera». Al final, Narváez recapacitó y dijo a su subordinado: «Rompa usted el oficio y recoja el bastón que tan bien maneja. Y dele este cigarro puro en mi nombre al cabo, pues tengo mucho gusto en que se lo fume la única persona que se ha atrevido conmigo. Estos son los soldados que España necesita».

Alguna elaboración literaria tiene seguramente la anécdota, tal y como ha llegado hasta nosotros. Pero la esencia, con bastante probabilidad cierta, lo es a su vez del talante y el comportamiento de unos hombres cuyas acciones no siempre se han contado con la ecuanimidad necesaria. Por exceso de inquina, en unos casos. Por exceso de jabón, en otros. Y por el sorprendente desentendimiento que de su peripecia y sus nada anodinos avatares han demostrado los escritores españoles, y en general todos los autores de ficciones narrativas en cualquier medio. Una negligencia que se extiende al conjunto de nuestra Historia: qué habría hecho Hollywood con nuestro siglo XIX, esa época descabellada en la que, como hemos visto, los guardias cargaban a caballo por la calle Preciados contra los artilleros atrincherados tras colosales barricadas, mientras el pueblo en armas se unía con entusiasmo a la refriega. Pero el vano es especialmente clamoroso cuando se mira a los beneméritos, salvo raras excepciones ausentes, o como mucho reducidos a eternos secundarios grotescos o malvados, en el relato literario de la España contemporánea. Así lo constataba el que fuera director general del cuerpo, José Luis Aramburu Topete, con palabras que por su justeza no nos resistimos a transcribir:

Desgraciadamente no ha habido escritor de mérito que haya sabido aprovechar el rico filón que ha brindado la intensa historia de la Guardia Civil, si exceptuamos, ya avanzado en el tiempo, a Ignacio Aldecoa, que bebió en la fuente del propio cuerpo para encontrar el argumento […]. Después, Tomás Salvador escribiría su magnífica novela «Cuerda de presos». Es cierto que la figura uniformada de azul o de verde, siempre tocada de acharolado sombrero, y siempre formando parte del paisaje, se ha hecho visible con relativa frecuencia en la novelística o en la filmografía, pero, no lo es menos, el hecho de que pocas veces haya sido captado el verdadero espíritu y la auténtica realidad de la Institución. Las más se la ha presentado convertida en imagen tópica, hecha de personajes de piedra o acartonados, que bien podrían formar parte de un museo de cera. No cabe duda de que esto ocurre cuando se desconoce la esencia de las cosas y, consecuentemente, en este caso, de la Guardia Civil. También, no hay por qué negarlo, ha existido un cierto temor, cuando no prohibición, a dañar siquiera sea rozando, el prestigio de la Institución, y esto ha inhibido a todo aquel que en principio tenía algo que decir. Se dice que en tiempos de rígida censura cinematográfica, un quisquilloso censor, defensor de la fama y prestigio del cuerpo, rechazó una escena en la que unos presos conseguían fugarse pese al esfuerzo de la Guardia Civil, esgrimiendo el incontestable argumento: «Un guardia civil nunca falla un disparo». Opiniones así […] ni agradan ni benefician al Cuerpo y sí, en cambio, han dado lugar a tanto recelo y precaución a la hora de escribir sobre unos hombres sencillos, cuyas emocionantes vidas ofrecen una gama temática sin límites.

Contra ese vacío, principalmente, se rebelan estas páginas. Los que han desfilado por ellas podrían dar lugar, cada uno, a una novela. En cierto modo, lo que aquí queda hecho es el inventario, incompleto, de los cientos de novelas posibles, de las decenas de personajes memorables (no siempre, o no solo, por sus virtudes) que justificadamente podrían protagonizarlas. Alguno lo logró, pese a todo, como el coronel y luego general Escobar, que tuvo su novela en aquella con la que Luis Olaizola ganó el premio Planeta de 1983. Muchos otros lo merecerían. Sus semblanzas en este libro, siempre demasiado fugaces, valen por el bosquejo de esas novelas que acaso algún día alguien escribirá. Y la suma de ellas, por una suerte de novela improvisada sobre el apasionante, accidentado y contradictorio viaje de todos ellos.

Hemos procurado no omitir las sombras de la historia, a veces atroces. Hemos intentado, también, esquivar las tentaciones justicieras y maniqueas de cualquier índole, tanto respecto de los guardias como de quienes en cada momento fueron sus adversarios. Y no nos hemos privado de hacer ver sus luces, aunque no fueran constantes, y aunque el estereotipo se las escatime. Por ejemplo, su sentido de la justicia y de la honestidad, que los opuso a menudo al cacique, en defensa de la ley, si bien en otras ocasiones, sin duda demasiadas, y sobre todo en ciertas épocas, se pusieron al servicio de aquel y en contra de sus vecinos. Nada nuevo bajo el sol. También lo hicieron aquellos hombres de la Hermandad castellana, que nació contra los señores para acabar proporcionándoles sicarios. Pero los guardias, más de lo que se cree, se atuvieron a aquella máxima del duque de Ahumada que les exhortaba a ser «políticos sin bajeza». Y lo han seguido haciendo: en la primavera de 2010, un ex presidente de una comunidad autónoma, procesado por gravísimos cargos de corrupción, por los que se enfrentaba a una petición fiscal de 25 años de cárcel, se quejaba amargamente de que la culpa de todo la tenía «un sargento de la Guardia Civil» que la había tomado con él. Con esta alusión al grado de quien había llevado a cabo las pesquisas, acaso trataba de minimizar la entidad de la acusación. A muchos, al contrario, sus palabras nos sirven para comprender cuánto vale un modesto, valeroso y honrado sargento del cuerpo. Gente como él explica la buena imagen que arroja la Guardia Civil en las encuestas, y que hayan sido los gobiernos progresistas (los de las dos repúblicas, y los de PSOE con Juan Carlos I) los que más ampliaron sus plantillas. Muchos otros antes, como el cabo que paró a Narváez, lo arriesgaron todo para enfrentarse a los abusos del poderoso, y alguno, como queda dicho y contado, lo acabó perdiendo. Que no se olvide.

Hubo alguien que, recordando uno de los pasajes más comprometidos de la historia benemérita, la Segunda República, dejó escrita una semblanza de los guardias que bien merece la pena rescatar aquí. Se trata de Julio Camba, que en su Haciendo República afirmaba:

La Guardia Civil era una de las pocas cosas que funcionaban bien en España. De aquí su impopularidad. Al español no le gusta que las cosas funcionen bien, porque si las cosas funcionan bien, el tendrá que funcionar bien a su vez, y este sistema no le ofrece ventaja ninguna. Con un tren que salga siempre a la hora exacta, por ejemplo, no habrá ninguna seguridad de llegar a tiempo a la estación, y de igual modo, con un ministro honrado o insobornable no se podrá jamás conseguir un destinillo ni activar un expediente.