La dependencia de los jefes políticos que establecía este reglamente para el servicio, y que Ahumada combatiría hasta hacerla desaparecer contrastaba con el limitado recurso que alcaldes y jueces podían hacer a esta fuerza, siempre a través de dichos jefes políticos o de sus delegados. Por el contrario, el criterio del jefe de la fuerza sería el determinante a la hora de elegir el medio para restablecer el orden en caso de que se viera alterado, antes de llegar a las armas, que en último recurso podían usarse para hacer valer el imperio de la ley. El artículo 37 del reglamento concedía a la Guardia Civil la trascendental función de instruir sumarias y atestados sobre la comisión de delitos, de donde vendría en mayor medida la autoridad de sus miembros.
En cuanto al reglamento militar, impulsado y concebido por el inspector general, y por consiguiente muy en línea con su personal concepto del cuerpo, regulaba todo lo relativo a instrucción, organización, reclutamiento, ascensos, disciplinas y obligaciones militares del guardia civil. Remachaba la dependencia del ministerio de la Guerra, y se concedía a la Inspección General la facultad de «establecer y perfeccionar el servicio privilegiado e interesante» a que se dedica el cuerpo, para concluir en «una vigilancia rigurosa acerca de la observancia del reglamento, así como su servicio especial». Únicamente la Inspección General sería la competente para entenderse con los ministerios de la Guerra y Gobernación «en la parte que a cada uno competa». El régimen interior estaría en todo marcado por las ordenanzas generales del ejército, primero y, después, por «lo que para su servicio especial y privativo», le marcase el reglamento especial dictado al efecto.
Queda patente en estas líneas la tensión entre los dos talantes, civilista y militarista, que, pese a la marcada personalidad de su fundador, caracterizará la historia toda de la Guardia Civil, hasta llegar a nuestros días. Y del texto se desprende la importancia concedida a la disciplina y la exactitud en el servicio, así como la intransigencia con que les serían exigidas a los miembros del cuerpo. Aparte de prever un régimen de continua inspección por parte de los mandos, en el que no podrían interferir los jefes políticos, declaraba este reglamento militar: «La disciplina que es elemento principal de todo cuerpo militar, lo es aún de mayor importancia en la Guardia Civil, puesto que la diseminación en que ordinariamente deben hallarse sus individuos hace más necesario en este Cuerpo inculcar el más riguroso cumplimiento de sus deberes, constante emulación, ciega obediencia, amor al servicio, unidad de sentimientos y honor y buen nombre del Cuerpo. Bajo estas consideraciones, ninguna falta es disimulable en los guardias civiles».
La cursiva es nuestra, y conviene retenerla porque marcará de forma destacada la idiosincrasia del cuerpo. Además, el duque ampliaba el catálogo de faltas que podían cometer los guardias, respecto de las que se preveía de ordinario para los militares. Lo eran, también, «cualquier inobservancia de lo marcado en sus reglamentos, la inexactitud en el servicio peculiar, ya sea de día como de noche; cualquier desarreglo en la conducta; el vicio del juego; la embriaguez; las deudas; las relaciones con personas sospechosas; la concurrencia a tabernas, garitos o casa de mala nota o fama; la falta secreto y el quebrantamiento de los castigos». Las faltas eran corregid con severidad, con penas que iban desde el arresto a la expulsión, pasan por la suspensión o el traslado. Y para los oficiales, el artículo 7º contenía esta dura advertencia: «El menor desfalco o falta de pureza en el manejo de intereses será causa, desde luego, de la total separación del Cuerpo, sin perjuicio de las demás penas a que haya lugar con arreglo a las leyes».
Por lo demás, Ahumada subrayaba la autoridad de que quedaba investidos sus hombres, incluso frente al resto de los militares, al disponer en el artículo 9 del reglamento que cualquier militar, sin tener cuenta la graduación, «debía obedecer y acatar las órdenes» que le fuer intimadas por un guardia sobre objetos de su servicio.
La coexistencia problemática de estos dos reglamentos, con principios inspiradores tan dispares, provocaba a Ahumada una incomodidad persistente. Tanto fue así que no paró hasta producir un peculiar documento en el que se resumía, de forma integrada, su visión de la misión, el carácter y el funcionamiento del cuerpo que tan decisivamente había contribuido a crear. Su voluntad, cuya legitimidad puede resultar discutible desde la perspectiva actual, era poner a la Guardia Civil a resguardo de la contienda política, dotándola de una filosofía autónoma que le permitiera prestar su servicio civil sin menoscabo de la rígida disciplina militar y la ambiciosa envergadura moral que deseaba para ella. Paso previo fue la redacción de la circular de 16 de enero de 1845, germen de lo que sería finalmente la Cartilla del Guardia Civil, el manual que, aprobado por Real Orden de 20 de diciembre de 1845, se repartiría a todos los miembros del cuerpo, y en el que quedaría condensada la esencia del proyecto del fundador, asimilada con devoción por la mayoría de quienes se unieron a sus filas.
La lectura de este texto es fundamental para entender, aún hoy (cuando ya hace mucho que no está en vigor) a los guardias civiles. A todos ellos, en su paso por las academias, se les ha imbuido del espíritu que contiene. Desde el artículo 1 de su capítulo primero:
El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido, no se recobra jamás.
Exigencia máxima, y tolerancia cero, que se diría ahora, a quien viste el uniforme. Un rasgo tan importante como otros que se detallan en los artículos siguientes, en los que se resalta tanto la necesidad de actuar con el aplomo, el valor y la prudencia que reclama su servicio, como el escrupuloso respeto a los derechos del ciudadano que, en la tradición liberal que el duque había recibido por herencia paterna, se preocupa de exhortar a sus subordinados a observar siempre.
Así, la cartilla exige al guardia mostrarse «siempre fiel a su deber, sereno en el peligro, y desempeñando sus funciones con dignidad, prudencia y firmeza» (art. 4). Le conmina a ser «prudente sin debilidad, firme sin violencia, y político sin bajeza» (art. 5). «Procurará ser siempre un pronóstico feliz para el afligido, y que a su presentación el que se creía cercado de asesinos, se vea libre de ellos; el que tenía su casa presa de las llamas, considere su incendio apagado; el que veía a su hijo arrastrado por la corriente de las aguas, lo vea salvado; y por último siempre debe velar por la propiedad y la seguridad de todos«(art. 6). Pero precisa: «Sus primeras armas deben ser la persuasión y la fuerza moral, recurriendo solo a las que lleve consigo cuando se vea ofendido por otras, o sus palabras no hayan bastado» (art. 18).