Por otra parte, y en lo tocante al trato con los ciudadanos, ya advierte el artículo 3o: «Las vejaciones, las malas palabras, los malos modos, nunca debe usarlos ningún individuo que vista el uniforme de este honroso Cuerpo». Pero sigue: «Será muy atento con todos. En las calles cederá la acera del lado de la pared […] a toda persona bien portada, y en especial a las señoras. Es una muestra de subordinación, para unos; de atención, para otros; y de buena crianza, para todos» (art. 12). «No entrará en ninguna habitación sin llamar anticipadamente a la puerta, y pedir permiso, valiéndose de voces da V. su permiso u otras equivalentes […]. Cuando le concedan entrar lo hará con el sombrero en la mano, y lo mantendrá en ella hasta después de salir» (art. 16). «Cuando tenga que cumplir con las obligaciones que impone el servicio, lo hará siempre anteponiendo las expresiones de haga V el favor, o tenga V. la bondad» (art. 17). «Por ningún caso allanará la casa de ningún particular, sin su previo permiso. Si no lo diese para reconocerla, manteniendo la debida vigilancia a su puerta, ventanas y tejados por donde pueda escaparse la persona a que persiguiese, enviará a pedir al Alcalde su beneplácito para verificarlo» (art. 25). «Se abstendrá cuidadosamente de acercarse nunca a escuchar las conversaciones de las personas que estén hablando en las calles, plazas, tiendas o casas particulares, porque esto sería un servicio de espionaje, ajeno de su instituto». No parece necesario abundar más en la cita para dejar claro cuál era la clase de fuerza de seguridad que se pretendía.
La cartilla se ocupaba también, después de estas llamadas «Prevenciones generales para la obligación del Guardia Civil», de regular la actuación de los guardias en sus cometidos particulares, desde el servicio en los caminos y el control de armas o pasaportes, hasta la conducción de presos o las inundaciones, incendios y terremotos, contemplados en el capítulo noveno de la cartilla. Capítulo este tan breve como influyente, porque al regular la acción humanitaria del cuerpo, y colocarla en primera fila de sus misiones, contribuiría a ganarle el apelativo de la Benemérita, por su frecuente intervención en situaciones de desastre y el sacrificio en ellas de no pocos de sus miembros.
Plasmada, ahora sí, en negro sobre blanco la visión del fundador, la Guardia Civil dio comienzo a su trabajo. Y como veremos a partir del capítulo siguiente, no iba a defraudar en absoluto las expectativas.
Capítulo 3
Entre el último trimestre de 1844 y los primeros meses de 1845, la Guardia Civil fue constituyendo y desplegando sus tercios por el territorio nacional. Especialmente relevante, y primero en formarse, sería el 1er Tercio, con sede en Madrid, y a cuyo mando puso Ahumada al coronel Purgoldt competente militar de origen suizo de su absoluta confianza que ya lo había acompañado en su tarea de inspector general militar por tierras catalana y valencianas. También se organizaron con prontitud, atendiendo a la necesidad que planteaban los elementos criminales y/o sediciosos que pululaban por sus territorios, el de Cataluña, el de Andalucía Occidental, con sede en Sevilla, y el de Levante (números 2o, 3o y 4o, respectivamente) a cuyo frente se situaron, asimismo, jefes experimentados y carismáticos. El coronel José Palmés, procedente de la Guardia Real, y comandante-gobernador del Fuerte de Atarazanas, se hizo cargo del tercio catalán, que se procuró dotar en lo posible de naturales del país, para facultar la coexistencia del cuerpo con sus gentes y con el cuerpo regional de los Mossos d'Esquadra, fundado a comienzos del reinado de los Borbones por un acérrimo partidario de estos, Pedro Antonio Veciana, bayle (juez) de Valls (paradójico origen, para una institución que andando el tiempo se convertiría en signo identitario frente al centralismo de origen borbónico). En Sevilla asumió el mando coronel José de Castro, a quien acreditaba su experiencia contra los caballistas de la campiña andaluza al frente de los Escopeteros Voluntarios de Andalucía. Vemos pues que, también en este punto, el duque distó de improvisar. Cada tercio fue ocupando sus sedes, en lugares estratégicos de las respectivas ciudades. El de Madrid se ubicó al principio en el Teatro Real, todavía en obras, y el de Barcelona en el Convento de Jerusalén. Por lo que toca a la Inspección General, con los años se trasladaría al Cuartel de San Martín (solar en la actualidad ocupado por las oficinas de Cajamadrid) desde su sede inicial del palacio de los inquisidores de la calle Torija.
Sucesivamente fueron dotándose el resto de tercios, hasta doce de los catorce inicialmente previstos (el de Baleares no se formaría hasta agosto de 1846, y el de Tenerife hubo de esperar hasta 1898, aunque como tal no quedaría constituido hasta 1936). A finales de 1844 eran apenas 3.000 los guardias sobre el terreno, de los 5.500 en que quedó fijada la primera dotación del cuerpo. En mayo de 1845, aún sin cubrir esa cifra, se dispuso el aumento de la plantilla a 7.140 hombres.
El trabajo de Ahumada y de su equipo para lograr este rápido despliegue, con tan justos recursos (teniendo en cuenta además que buena parte de los reclutados quedó en Madrid) debió de ser febril, ya que las tareas logísticas hubieron de simultanearse con el trabajo de labrar el carácter del cuerpo y de sus gentes. Tarea esta que el inspector general asumió muy personalmente, imbuido de un talante a la vez severo y paternalista, que lo llevaba a vigilar y corregir con celo las desviaciones en que pudieran incurrir sus hombres respecto del camino trazado, pero también a estar pendiente de hacerles sentir vivamente su apoyo, tanto a los propios guardias como a sus familias, cuando por motivo del servicio alguna de ellas quedaba desamparada. Esta meticulosidad la extendía, además, a la previsión de cómo debía actuar, para su mayor eficacia y lustre, la Guardia Civil en todos y cada uno de los muy diversos ámbitos a los que se extendía su servicio.
En efecto, si algo sorprende, y aun impresiona, es la multitud de frentes a que tuvo que atender la Guardia Civil apenas fue creada, y durante su primera década de existencia. Y sorprende e impresiona, en no menor medida, la solvencia con que afrontó todos y cada uno de estos retos. No solo se trataba de limpiar de bandoleros los caminos, con ser esto ya bastante tarea. En lo que a este desafío respecta, su acción fue verdaderamente espectacular. Le bastó esa década, de 1844 a 1854, para convertir los caminos de España en vías seguras, en vez de despensa de malhechores. Y desde el primer momento pudieron los bandidos comprobar que tenían un grave problema.
Pero como decimos, no fue esta, con ser quizá la más relevante, y la que en última instancia había motivado su constitución, la única misión que le tocó llevar a cabo a la recién nacida Guardia Civil. Para apreciar la magnitud del logro, quizá convenga repasar antes esas otras encomiendas que recibió, de un gobierno sacudido por todas partes y que vio pronto en los hombres de Ahumada al más competente de sus auxiliares para contener a sus múltiples enemigos.
Ya en octubre de 1844 tuvo que intervenir para liquidar una conspiración esparterista en Madrid, que pretendía el asesinato de Narváez y tras la que estaba, entre otros, Juan Prim y Prats, indultado al final por el presidente, por la amistad que los unía (y las súplicas de su madre). En noviembre fue el general Zurbano el que se sublevó en Nájera, con escasos efectivos, en una intentona suicida que redujo la Guardia Civil de Logroño persiguiendo a los rebeldes hasta el puerto de Piqueras. Tras caer prisionero, el general fue fusilado. En la primavera de 1846, los progresistas, mejor organizados, lanzaron una rebelión a gran escala en Galicia, dirigida por el coronel Solís y el brigadier Rubín, y a la que se sumaron casi todas las guarniciones de la región, excepto Coruña y Ferrol. El teniente general Manuel Gutiérrez de la Concha organizó la resistencia gubernamental, basada en pequeñas columnas móviles encabezadas por guardias civiles, que minaron la moral de los esparteristas y acabaron haciendo cundir el desánimo en sus filas. En menos de un mes, Rubín acabó pasando a Portugal y Solís, desalojado de su bastión de Santiago, capituló en Orense. Sometido a consejo de guerra junto a sus oficiales, murió fusilado el 29 de abril.