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– Seguro que me odia hasta los huesos, él me respeta a la distancia, quiere huir de mí -susurraba para sí-, ahora que regresé seguro me odiará aún más, siempre ha creído que yo maté a su padre… -sus ojos repentinamente reflejaron una luz gélida, como gotas de lluvia invernal en la ventana.

– Todo es por las heridas que aviva esa mujer, mi hijo le cree todo, conmigo ni siquiera dice una palabra de más, no tenemos ninguna comunicación, le mando dinero, ese es mi único consuelo. He estado muy ocupada administrando mi restaurante, y pensando que llegaría el día en el que le daría a mi hijo todo el dinero ganado, y que ese día él comprendería que la persona que más lo ama en el mundo es su madre. -Derramaba lágrimas como lluvia mostrando su desolación.

Le daba pañuelos todo el tiempo, no aguantaba verla llorar así frente a mí. Las lágrimas de una mujer se parecen a una lluvia de toques de tambor plateados que contagian su ritmo particular a ciertas partes del cerebro y lo llevan a uno a las lágrimas también.

Me paré, caminé hasta el ropero, saqué una falda negra hasta la rodilla que desde que la compré hacía un año jamás la había usado, puse la falda enfrente de ella, pensé que sólo así podía detener aquel llanto interminable y parar sus recuerdos cada vez más tristes y profundos.

– Aunque he regresado, él no necesariamente querrá verme -dijo en voz baja.

– ¿Quieres lavarte la cara? Hay agua caliente en el baño, esta falda te va a quedar bien, cámbiate por favor. -La miraba con ternura, su cara estaba llena de huellas de lágrimas sobre el maquillaje, la mancha de café sobre su falda roja era muy evidente.

– Gracias -se secó la nariz-, eres una joven noble y buena. -Estiró la mano y se arregló el pelo sobre la frente, sus manos y piernas torpes recuperaron la suave elegancia típica de la mujer. -Quisiera tomar otra taza de café, ¿se puede?

– Oh, lo siento -sonreí apenada-, era la última taza de café, en la cocina no hay nada.

Antes de irse, se puso mi falda limpia, se miró adelante y atrás, la talla le quedaba muy bien. Encontré una bolsa de papel de las que dan cuando uno compra y la ayudé a guardar su falda sucia. Me abrazó y me dijo que esperaría el instante en el que se pudiera reunir con su hijo. En ese momento ella y su esposo español estaban en tratos con una empresa de bienes raíces para ver algunas casas en el centro de la ciudad y escoger el mejor lugar para abrir un restaurante. Me dejó un papel con el número de su habitación y el teléfono en el Hotel de la Paz.

– Nos veremos muy pronto, te traje un regalo que ahora olvidé, la próxima vez te daré el tuyo y el de Tiantian.

Su voz era muy suave, en la mirada tenía un destello de agradecimiento. Había entre nosotras un entendimiento tácito y una mutua simpatía. Por todos lados había errores cometidos a propósito o sin querer, por todos lados había arrepentimiento y culpa, esas cosas existen en todas las fibras de mi cuerpo, en cada nervio.

Aunque esa mujer caída del cielo llamada Connie tuviera sus manos manchadas con la sangre de su difunto esposo, aunque su alma por esto o por aquello haya sido infectada por la maldad, aunque haya miles y millones de verdades escondidas que hasta el día de su muerte no saldrán a la luz, aun si ella fuera todas las cosas que desprecio, odio, evito, y además denuncio y condeno… siempre existirá el momento en el cual un toque noble, sin culpa, se apoderó de nuestros corazones, como cuando la mano de Dios se extiende y en trance hace un gesto vacío hacia el mundo.

XXIV La cena diez a ños después

Cuando me senté a tu lado, sentí una inmensa tristeza.

Aquel día en el parque.

Luego un día regresaste a casa.

Cuánta alegría por regresar a casa.

Encontraste la llave de tu alma y

de veras la abriste, ese día regresaste.

Regresaste al parque.

Van Morrison

Una hora después de haber recibido la llamada de Mark en ese día seco y caliente (me dijo que ya había regresado a Shangai y que deseaba verme de inmediato, además me invitó a ver una película corta vanguardista alemana), Tiantian regresó a casa. Ellos dos existen uno en función del otro, como los lados claro y oscuro de la luna, se complementan mutuamente, los dos hombres importantes de mi vida habían regresado.

Cuando Tiantian empujó la puerta y entró me quedé perpleja, sin decir palabra nos abrazamos fuerte, nuestros cuerpos estaban particularmente sensibles, nuestras antenas invisibles se extendían hacia el otro disfrutando detalladamente aquel fuerte y fascinante arrebato fisiológico del otro, era un amor que venía de la mente, no del cuerpo.

De pronto se acordó que el taxi aún esperaba abajo a que le pagara.

– Yo voy. -Agarré la cartera y bajé por las escaleras, le di al chofer cuarenta yuanes, me dijo "no tengo cambio", le dije "no importa", me di vuelta y caminé hacia el umbral del edificio, de lejos oía las palabras de agradecimiento del chofer. Esa luz blanca que parecía derretirse detrás de mi cuerpo en un instante se desvaneció, mis ojos nuevamente se acostumbraron a los pasillos y escaleras oscuras, al entrar en la casa oí el agua de la bañera.

Me acerqué y me apoyé en la puerta, mientras fumaba veía a Tiantian bañarse. El agua caliente hacía que su cuerpo se viera rosado, como un batido de frutilla y como un bebé recién nacido.

– Quiero dormir-dijo y cerró los ojos. Me acerqué con una esponja y lentamente lo bañé. El jabón líquido Watson despedía un rico y refrescante aroma a hierbas del bosque, una pequeña abeja constantemente se pegaba al vidrio de la ventana del baño teñido del color del vino blanco por los rayos del sol. Ese silencio que se palpa, se ve, de pronto se puede esparcir como la savia.

Mientras fumaba veía su hermosa y delicada cara dormida y su cuerpo, como si oyera el nocturno de Kreisler La miel del amor. Parecía que se hubiera recuperado.

Tiantian de pronto abrió los ojos:

– ¿Qué vamos a cenar hoy?

Sonreí:

– ¿Qué quieres comer?

– Tomates con azúcar, fritura de raíz de lirios con perejil, brócoli frito con ajo, ensalada de papas, codornices en salsa de soja, y un gran tazón de helado de chocolate, de vainilla y de frutilla…

Él tenía muchos antojos, sacaba y metía su lengua rosada.

Lo besé.

– ¡Guau! Tu apetito nunca había sido tan feroz.

– Es que vengo del inframundo.

– ¿Dónde vamos a comer?

Tomó mi antebrazo y me dio un pequeño mordisco, como un animalito carnívoro.

– Vamos a cenar con tu madre.

Se quedó aturdido por un momento, soltó mi mano y se levantó de la bañera:

– ¿Qué?

– Ella volvió, su esposo español también.

Salió de la bañera y descalzo y sin secarse caminó directamente hacia el dormitorio.

– ¿Estás muy enojado? -lo perseguía.

– ¿Tú qué crees? -hablaba en voz alta, se acostó en la cama y puso sus dos manos bajo la nuca.