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– ¿Eres melliza con Gabrielle? -preguntó Shanna.

– Naturalmente -rió Garland-, pero Ruark y yo siempre nos hemos parecido más que los otros. Y eso confunde a la gente cuando se enteran de que soy melliza con Gabrielle. Ruark y yo nos parecemos a nuestro padre mientras que los otros salen a mamá.

La criatura se agitó en los brazos de Garland y Shanna miró fascinada mientras la niñita bostezaba y estiraba sus bracitos.

– ¿Puedo tenerla en brazos un momento? -preguntó suavemente. -Oh, sí, por supuesto. Aquí tienes.

– Es tan pequeñita -dijo Shanna, sorprendida.

– Oh, todos lo son al principio -le aseguró Garland-. Ya lo verás.

Orlan Trahern se sentó con una sonrisa de satisfacción. Todavía quedaban muchas cosas por explicar, pero confiaba en que ello sucedería oportunamente.

Fue un momento de regocijo para todos. Hasta Hergus, la criada, que tanto había sufrido bajo el peso de su secreto, sonrió desde la puerta al contemplar la felicidad de Shanna. Pitney, también, Sintióse orgulloso de su a veces dudoso papel en ese matrimonio. Sin embargo, también él sentía que faltaba encontrar la respuesta a muchas preguntas. Y esa inquietud pronto se extendió a todos los demás.

Regresó Ralston, y casi inmediatamente se formó una atmósfera opresiva sobre el hasta hacía unos momentos feliz grupo de personas. El hombre flaco entregó su larga capa al criado y entró en el salón. Miró la reunión como si buscara algún -indicio y después vio el pie vendado de Trahern.

– Yo… -empezó vacilante-. Yo hubiera llevado mi caballo al establo, pero desde el camino no vi más ese lugar.

Trahern rió por lo bajo.

– Para encontrar el establo hay que mirar al suelo. -Como Ralston lo miró sin comprender, explicó-: Anoche ardió hasta los cimientos y sólo quedan cenizas. -Orlan se detuvo y observó un momento a su agente-. Ahora que lo pienso, a usted no lo vi allí. ¿Dónde ha estado?

– Perdone, señor -se apresuró a responder Ralston-. Tuve noticias de un conocido que vive en Mill Place y fui a visitarlo. ¿Pero dice usted que el establo ardió?

– Ajá -gruñó Pitney-. Parece que usted se perdió todo el incendio. -Dejó flotando su afirmación, como si fuera una pregunta.

Ralston se encogió de hombros.

– Cuando encontré a ese hombre, era demasiado tarde para regresar Y él me insistió en que me quedara a pasar la noche. No me pareció que sería desusado. ¿Tuvo usted necesidad de mí, señor?

Trahern hizo un gesto con la mano.

– No sabía que tenía amigos en las colonias, eso es todo.

Ralston se puso rígido.

– Un amigo de la familia, nada más. Un individuo temerario, dado a especulaciones imprudentes. Incapaz de apreciar los aspectos más finos de los buenos modales ingleses.

Ruark levantó las cejas con expresión de duda. Podía imaginar muy bien la alegría de una velada en compañía de Ralston.

– Parece haber perdido su fusta de montar, señor Ralston -comentó Pitney como por casualidad.

– ¡Perdido! ¡Hum! -dijo Ralston, con algo de irritación-. La dejé mientras mi caballo era ensillado ayer, Y cuando estuve listo para partir, no pude encontrada. No tuve tiempo de interrogar al caballerizo pues tenía prisa, pero tenga la seguridad de que haré que la devuelva o sufra el castigo merecido por su latrocinio.

George Beauchamp quiso replicar, molesto por la sugerencia de que un empleado suyo era el responsable, pero Amelia 1o detuvo poniéndole una mano en el brazo.

– ¡Basta! -dijo Trahern-. Ya ha habido mucho alboroto sobre el incendio y ese bruto animal que tiene el andar de un caballo de tiro y que no sabe dónde pone sus patas. -Tocó su pie vendado con el extremo de su bastón-. Si alguna vez vuelvo a tocar a esa mula, será con el extremo más grueso de mi bastón.

– Vamos, papá -dijo Shanna, saliendo en defensa de Attila-. Se dice muy acertadamente que quien baila con un caballo debe tener los pies excepcionalmente ligeros.

El coro de risas duró unos instantes y se apagó rápidamente. Ralston no sonrió, pero controló su reloj con el que estaba sobre la repisa de la chimenea. La conversación se volvió tensa y se produjeron largos períodos de silencio.

Fue en uno de esos pesados momentos que Trahern empezó a tamborilear los dedos sobre el brazo de su sillón. De pronto se detuvo, levantó lentamente la mano y la miró fijamente. El tamborileo continuó, y todos los ojos de los que estaban en el salón se posaron en él.

El sonido se convirtió en ruido de cascos que se acercaban al galope, y Charlotte fue hasta la ventana mientras una voz estentórea gritaba una serie de órdenes ininteligibles, y el ruido de cascos cesaba.

– Soldados -informó Charlotte desde la ventana-. Alrededor de una docena. En la excitación del momento, sólo Pitney notó que Ralston sonreía satisfecho Y dirigía a Ruark una mirada cargada de rencor.

Llamaron a la puerta y poco después el criado hizo entrar a un oficial inglés al salón. Ruark estaba de pie, con la espalda hacia la chimenea, pero cuando el hombre entró, inmediatamente dio la espalda al centro de la habitación, se apoyó en la repisa y clavó la vista en las llamas del hogar. Dos soldados con mosquetes siguieron al oficial y se ubicaron a cada lado de la puerta.

– Mayor Edward Carter, del destacamento de Virginia del Regimiento Nueve de Fusileros de Su Majestad -anunció el oficial.

– Hacendado George Beauchamp. -George se adelantó y tendió su mano, que fue estrechada brevemente por el otro-. Propietario de esta casa y estas tierras por concesión real.

El mayor Carter asintió con la cabeza pero siguió rígido y formal.

– Estoy en misión de Su Majestad -informó a George-. Solicito respetuosamente que se permita a mis hombres darles de beber a sus caballos y ponerlos en el establo. Puesto que nos quedaremos a pasar la noche, también solicito alojamiento para mis hombres.

El mayor de los Beauchamps miró con pena al oficial.

– Parece que no tenemos establo, mayor. Pero hay otros graneros, y estoy seguro de que podremos acomodar a sus hombres.

– Donde a usted le sea más cómodo, señor. -El mayor se aflojó un poco-. No quiero molestarlo en lo más mínimo. -Se aclaró la garganta-. Ahora, en cuanto a lo que me ha traído hasta aquí, me han informado que un asesino fugitivo se encuentra en esta casa. Según una carta sin firma que me llegó desde Richmond, el hombre se hace pasar por John Ruark.

El silencio cayó sobre el salón como una pesada mortaja. Sé hubiera podido oír el ruido de una pluma cayendo sobre la alfombra. Solamente Pitney no dio señales de sorpresa. Shanna no se atrevió a moverse, aunque miró discretamente a Ruark. Con un suspiro de resignación, Ruark se volvió y miró resueltamente al mayor, con una sonrisa en los labios.

– Me entrego, mayor Carter. No trataré de escapar. -Ruark señaló a los soldados con el mentón-. Aquí no será necesario emplear la violencia.

El mayor recorrió lentamente el salón con la mirada.

– Creo que aceptaré su promesa. Usted comprende, por supuesto, que se encuentra bajo arresto.

Ruark asintió y el oficial despidió a los dos soldados. Después volvió a mirar a Ruark, y una sonrisa empezó a dibujarse en sus labios.

– ¡Beauchamp! -dijo-. Debí adivinado. -Sin querer, el mayor repitió las palabras de Shanna y se rascó el mentón, como si recordara-. Ruark Deverell Beauchamp, si mal no recuerdo.

Ahora Ralston se mostró sorprendido. Abrió la boca y se adelantó hacia el oficial.

– ¿Qué…? -dijo torpemente-. ¿El? ¿Beauchamp? -Señaló repetidamente a Ruark con el dedo-. ¿El? Pero… Sus ojos oscuros se posaron en George y después en Amelia, Gabrielle, Shanna, Jeremiah y Nathanial. Su mirada más larga fue para Garland, quien le sonrió dulcemente.

– ¡Oh! -Tragó Con dificultad. Jugó un momento con el guante de su mano izquierda y finalmente se lo quito, se acercó a la chimenea y clavó la vista en los leños encendidos.

– Usted era capitán la última vez que nos vimos -dijo Ruark.

– ¡Sí! -El mayor se rascó nuevamente el mentón. Lo recuerdo muy bien, señor Beauchamp, y me alegro de haber traído más soldados esta vez.

– Siento mucho aquello, mayor -replicó Ruark, y pareció disculparse sinceramente-. Sólo puedo decir que lo que me enfureció fue que me despertaran tan rudamente, sin ninguna explicación.

El mayor Carter rió por lo bajo.

– Mi mayor deseo -dijo- es no estar presente cuando usted se enfurece. Le ruego, sin embargo, que no se preocupe por la quijada rota. En estos tiempos de paz los ascensos llegan con mucha dificultad. Fue aquella lesión lo que me valió mi promoción y evitó, al mismo tiempo, que me degradaran. Fue pura buena suerte, aunque un poco dolorosa.