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– He visto esa firma antes -dijo.

– Claro que sí -dijo Trahern con desusado rencor-. Está bordada en cada uno de sus pañuelos, en sus camisas y en cualquier parte donde pueda ponerla. Es una "B" de bastardo.

– ¡No! ¡No! -dijo Pitney-. Quiero decir que la. vi en alguna otra parte. Sí, ya sé. ¡La "R" de Milly No era una "R". La muchacha no sabía leer ni escribir y sólo trató de dibujar lo que vio. Una "B" con un pequeño adorno en la parte inferior. Una "B", de Billingsham.

Trahern levantó el papel y se lo tendió al mayor.

– ¡Fue ese caballero suyo quien mató a Milly!

– Con todo respeto, señor -dijo calmosamente el mayor-. El no es mi caballero.

Pitney intervino:

– Oí la historia de labios de un joven teniente en la taberna de Los Camellos. Parece que un caballo pisó el pie de sir Gaylord y él cayó sobre un general y una granada estalló allí cerca. El general dijo que Gaylord le salvó la vida y habló de la buena acción hasta que al hombre lo hicieron caballero.

El mayor enarcó las cejas y dijo, en tono de disculpa:

– Esas cosas suelen suceden en una batalla.

– ¡Ya ven! ¡Ya ven! -exclamó el escocés, casi fuera de sí-. El maldito le hará a su muchacha lo mismo que le hizo a la mía, con su fusta y sus puños.

Súbitamente, George dejó de pasearse y dijo:

– Si un hombre quiere llegar lejos con una cautiva, tiene que tener caballos, y los únicos caballos ahora están en el granero.

Tomó su rifle y lo mismo hizo Pitney, pero cuando empezaban a ponerse en movimiento, Ruark ya salía corriendo por la puerta principal. Ralston quedó indeciso pero Orlan Trahern se levantó dificultosamente de la silla, alcanzó su bastón y salió tras los demás, ignorando el dolor de su pie lastimado.

George Beauchamp llegó al granero a tiempo para oír a Ruark que interrogaba al sargento.

– ¡Caballos, hombre! ¿Quién ha sacado caballos hoy?

– Solo sir Gaylord, señor -dijo el sargento-. Vino poco después de mediodía y ordenó que le ensillaran un caballo- El había estado cabalgando toda la mañana y quería un caballo descansado. Yo mismo lo ensillé. Después se llevó también la pequeña yegua roana, la que tiene cicatrices en las patas. Dijo que tenía permiso del amo.

– Está bien, sargento -dijo George.

Un agudo relincho hizo que todos se volvieran. Attila pateaba las tablas de su establo y parecía muy agitado.

George señaló al animal y preguntó al sargento:

– ¿Qué le sucede?

– No sé, señor -el sargento se encogió de hombros-. Empezó a agitarse cuando sir Gaylord llegó, y se puso aún más nervioso cuando el hombre se llevó la yegua.

George miró a Ruark. Ruark asintió y corrió a abrir la puerta del granero. George desató a Attila, quien al ver la puerta abierta se volvió inmediatamente, hacia allí. Antes que pudiera echar acorrer, Ruark aferró un mechón de crines y saltó sobre su lomo. Attila se detuvo y empezó a saltar furioso hasta que Ruark apretó las rodillas y dio un agudo silbido.

El caballo reconoció a su jinete, y sintiendo que estaban en una misma misión, salió disparado. Nathanial y el mayor, entre tanto, empezaron a gritar órdenes.

Ruark dejó que -Attila eligiera su camino y se limitó a mantenerse sobre el animal. Entraron al grupo de árboles y el semental se detuvo en un claro. Agitó la cabeza, olfateó el aire y volvió a salir disparado. – El olor de Gaylord estaba fresco en las narices de Attila, pero más que eso, el olor de la yegua.

Gaylord miró a Shanna. La seguridad y compostura de ella eran inquietantes. El quería verla sometida, humillada, aunque fuera por el temor.

– Hasta un tonto sabe cuándo ha encontrado a su amo -dijo él.

– y usted, señor -replicó ella con una serena sonrisa- por fin ha encontrado al suyo. -Shanna sintió el peso de la pequeña daga contra su pierna. No se atrevió a usarla ahora. Ya llegaría el momento.

Gaylord trató de razonar con ella.

Yo no soy un hombre cruel, señora, y usted es muy hermosa. Un poco de amabilidad de su parte. podría hacer que encontrara misericordia en mi corazón. Sólo quiero compartir con usted un momento de placer.

– Mi placer, señor, será no volverlo a ver en mi vida.

¡La perra! ¿Cómo se atrevía a despreciado así?

– ¡Usted está desamparada! -gritó él y se irguió en toda su altura sobre sus estribos-. Está en mi poder y haré con usted lo que se me dé la gana.

– ¿En un húmedo bosque, señor? Podría ensuciarse sus ropas.

– ¡Nadie vendrá a salvarla! -gritó él.

– ¡Ruark ya viene! -dijo ella suavemente.

Gaylord sacudió furioso el rifle.

– ¡Si viene, lo mataré!

Ella sintió miedo pero trató de no ponerse a temblar. Llegaron a un lugar elevado, donde el sendero empezaba a descender hacia el valle. Gaylord se detuvo y miró a su alrededor. Shanna ladeó la. cabeza y escuchó con atención. Súbitamente tuvo la seguridad de que venían a rescatada. Gaylord la miró con recelo. 'Ella se irguió y asintió levemente,

– Sí -dijo-, ya viene Ruark.

Doblaron. la última curva. Gaylord hizo detener las cabalgaduras frente a la cabaña. Se apeó, ató la yegua a la cerca, sacó las maletas que iban sobre la yegua de Shanna-, abrió la puerta de la cabaña y entró. Salió en seguida y se acercó a Shanna. Le desató un pie y pasó al otro lado para desatar el otro. Se tomó su tiempo y sus dedos acariciaron innecesariamente los tobillos de ella. Shanna contuvo el aliento, temerosa de que él encontrara la daga.

Súbitamente, un ruido de cascos en la entrada del valle les llamó la atención. Por un instante, el flanco gris del caballo y el bulto de su jinete fueron visibles entre los árboles. Shanna sintió una inmensa alegría y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Gaylord tomó el rifle, rió por lo bajo, amartilló apoyó sobre la silla de su montura. Cuidadosamente, apunto hacia el camino hacia su última curva.

Fue una equivocación de Gaylord volverle la espalda a Shanna. Cuando los cascos sonaron cerca de la curva, ella levantó un pie y golpeó el flanco de la yegua con todas sus fuerzas. Con un agudo relincho, Jezebel saltó y su movimiento sorprendió a Gaylord, quien quedó apretado entre los dos animales.

El rifle saltó hacia arriba como una flecha mal dirigida y cayó entre los arbustos, en el momento que Ruark doblaba la curva montado en Attila.

Gaylord olvidó su rifle y sintió un helado estremecimiento a lo largo de su columna vertebral. Sacó rudamente a Shanna del lomo de la yegua y la arrastró hacia la cabaña. Con los brazos todavía atados, ella tropezó y cayó sobre la cama. Gaylord cerró la puerta y estaba buscando la pesada tranca cuando la madera pareció deshacerse en astillas.

Ruark se había lanzado desde el lomo del caballo con los pies hacia adelante y toda la velocidad que llevaba.

– Vamos, bastardo -gritó- ¡Si quieres a mi esposa, primero tendrás que matarme con las manos desnudas!

Gaylord no era un hombre pequeño y ahora se enardeció con el calor de la lucha. Se llevó las manos al cinturón en busca de sus pistolas, pero las mismas habían caído bajo los cascos del caballo. El caballero apenas tuvo tiempo de percatarse de la pérdida antes que Ruark atacara.

Ruark quedó sorprendido por la fuerza de su antagonista. Gaylord resbaló y sintió que nuevamente lo doblaban hacia atrás. Trató de esquivarse hacia un lado, pero Ruark resistió. Cayeron los dos al suelo en una nube de polvo.

Shanna se levantó las faldas y aferró el puño de su daga. Sus manos, atadas, estaban semi adormecidas, pero consiguió sacar el cuchillo y sostener el mango entre sus rodillas. Empezó frenéticamente a cortar las cuerdas con la hoja.

Los dos hombres se pusieron de rodillas. Ruark metió su cabeza debajo del mentón de Gaylord y rodeó con sus brazos el tórax del caballero, hasta que la columna vertebral del otro estuvo a punto de romperse. Gaylord gimió y súbitamente se retorció hacia un lado. Nuevamente cayeron entre una nube de polvo.

La mano del caballero había tocado un trozo de madera largo y pulido. Gaylord aferró ese palo, uno de cuyos extremos estaba cubierto por una piel de animal, rodó y apretó con la madera el cuello del siervo, apoyando todo el peso de su cuerpo. Ruark aferró la madera y en su cuello y sus brazos los tendones resaltaron como tensas cuerdas. La rodilla de Ruark se elevó debajo de la barriga del caballero y así alivió algo del peso que le oprimía el cuello. Su pie se deslizó debajo de la cadera de Gaylord y así consiguió arrojar al inglés por encima de su cabeza. Pero la piel cayó y Ruark, con súbita claridad, vio que en el extremo del palo había un hacha de doble hoja. Era el hacha que él había dejado en la cabaña.