– ¿Desea compartirlo conmigo, mi lady?
– No, señor Beauchamp, es todo suyo para que lo beba a su placer. Ruark bebió otro largo sorbo antes de suspirar complacido. -Muchas gracias, mi lady. Casi había olvidado que existen estos lujos.
– ¿Está usted acostumbrado a los lujos, señor Beauchamp?
– preguntó Shanna suavemente.
El colonial, por toda respuesta, se alzó de hombros y señaló con una mano lo que le rodeaba.
– Ciertamente a más que esto -dijo.
Una respuesta sin compromisos, pensó Shanna despectivamente. Después de tres meses en ese lugar, el hombre debería mostrarse más agradecido por su compañía. Nuevamente retiró la mano de los pliegues de su capa y esta vez ofreció un bulto pequeño.
– Aunque sus días están contados, señor Beauchamp, mucho puede hacerse para aliviar su situación. Aquí tiene esto, para su hambre.
El no aceptó hasta que Shanna se vio obligada a abrir ella misma la gran servilleta y mostrar una hogaza de pan endulzado y una generosa porción de sabroso queso. Ella miró con curiosidad pero no hizo ningún movimiento por tomar lo que le ofrecían.
– Mi lady -imploró-, yo deseo este presente pero siento recelos, porque no sé qué desea usted a cambio y nada tengo para ofrecerle.
Una sombra de sonrisa bailó por los labios de Shanna. Al mirarla directamente, Ruark creyó ver una boca curvándose suavemente debajo del espeso velo. Ello estimuló bastante su imaginación.
– Su atención por un momento, señor, y su consideración, porque tengo un asunto que discutir -replicó suavemente Shanna y dejó la comida sobre una tosca mesa que estaba cerca de la cama. Shanna enfrentó resueltamente al señor Hicks y su orden fue dicha quedamente pero con firmeza.
– Ahora déjenos. Quiero hablar en privado con este hombre. Se percató del creciente interés del prisionero.
Desde abajo de sus cejas oscuras, él los observaba a todos con mucha atención y esperaba pacientemente, como un gato ante una cueva de ratones.
Pitney se acercó más, con su ancho rostro lleno de preocupación. – ¿Está segura, señora mía?
– Desde luego -repuso ella y señaló la puerta con su mano delgada-. Acompañe al señor Hicks fuera de la celda.
El obeso carcelero protestó dolorido.
– ¡El bellaco le torcerá el cuello si lo dejo! -dijo Hicks, preocupado, porque si la joven sufría algún daño ¿quién le pagaría a él? Con voz plañidera, dijo-: No me atrevo, mi lady.
– Es mi cuello el que corre peligro, señor Hicks -replicó secamente Shanna, y agregó como si leyera los pensamientos del carcelero-: Y lo mismo se le pagará por sus servicios.
Las mejillas abotagadas de Hicks enrojecieron casi hasta volverse de color púrpura y sus labios balbucientes parecieron temblar cuando expelió el aliento. Dirigió una mirada llena de desconfianza al prisionero. Después, con un oloroso suspiro, levantó la linterna sobre su cabeza. Tomó un cabo de vela de la tosca mesa y lo encendió acercándolo a la llama de la linterna.
– Es un tipo rápido, mi lady -advirtió sombríamente-. Y manténgase a distancia de él. Si él trata de acercársele, grite.
– Su mirada pareció atravesar al colonial-. Intenta algo, maldito bribón, y haré que te cuelguen antes que salga el sol.
Hicks salió murmurando amargamente para sí mismo. Pitney se quedó, inmóvil como una roca, mientras la indecisión cincelaba profundas arrugas en su frente.
– Pitney, por favor -dijo Shanna, aguardando pacientemente, y cuando él no hizo ademán de retirarse, levantó implorante la mano y señaló la puerta de hierro-. Es bastante seguro. ¿Qué podría hacer él? Nada sucederá.
El hombre gigantesco habló por fin, pero dirigiéndose solamente a Ruark.
– Si no quieres morir antes de que pase esta hora -dijo en tono amenazador- cuida de que ella no sufra el menor daño. Si eso llegara a suceder, lamentarás haberlo hecho. Te doy mi palabra y no dudes de que la cumpla.
La mirada de Ruark midió el cuerpo del otro y asintió respetuosamente para indicar que estaba de acuerdo. Todavía con un ceño de descontento, Pitney dio media vuelta, salió de la celda y cerró la puerta tras de sí, pero dejó abierto un pequeño postigo que había en la misma. Desde el interior se pudo ver su espalda pues el quedó allí de guardia contra oídos curiosos.
El prisionero seguía sin moverse, aguardando que Shanna hablara. Ella cruzó la celda caminando lentamente y ahora se puso cuidadosamente fuera del alcance de él. Bajó su capuchón, lo enfrentó y apartó lentamente el velo de encaje al que dejó flotar hasta la mesa que tenía a su lado.
La segunda salva fue disparada.
Dio en el blanco con una efectividad de la que Shanna poco se percató. Ruark Beauchamp no se atrevió a hablar. La belleza de ella era tal que le temblaron las rodillas. Súbitamente, sintió el llamado hambriento de su largo y forzoso celibato. El cabello de claro color miel de Shanna, arreglado en una masa de bucles sueltos, le caía sobre los hombros y por la espalda como una luminosa cascada. Era abundante y sedoso, dispuesto en estudiado desorden. Hebras doradas, sin duda aclaradas por el sol, brillaban entre los sueltos rizos. Ruark sintió una fuerte tentación de acercársele y acariciar la copiosa y sedosa cabellera y pasar suavemente sus dedos por los delicados pómulos tersos como pétalos. Las facciones de ella eran perfectas, la nariz recta y finamente formada. Las suaves cejas de color castaño curvábanse sobre unos ojos que eran claros, de color verde mar, brillantes contra el espeso marco de pestañas muy negras. Esos ojos lo miraban directamente, abiertos aunque inescrutables como cualquier mar que él había visto en su vida.
Los labios, suavemente rosados, eran tentadores y graciosamente curvos, vagamente sonrientes. Bajo la intensa mirada de él, la piel alabastrina se coloreó levemente. Con una voluntad de hierro, Ruark se contuvo y guardó silencio.
Shanna murmuró, recatadamente: -¿Soy tan fea, señor, que se ha quedado sin palabras?
– Al contrario – respondió Ruark con una aparente desenvoltura que no sentía-. Su belleza me ciega tanto que temo que tendrán que conducirme de la mano hasta la horca. Mi mente no puede absorber semejante esplendor después de la sordidez de esta mazmorra. ¿Se supone que debo conocer su nombre, o eso es parte de su secreto?
Shanna se percató de que había dado en el blanco y ahorró el resto de sus armas para más tarde. A menudo había oído declaraciones similares, casi con esas mismas palabras, y ello la había irritado. Que ahora este andrajoso es él quedó allí de guardia contra oídos curiosos.
El prisionero seguía sin moverse, aguardando que Shanna hablara. Ella cruzó la celda caminando lentamente y ahora se puso cuidadosamente fuera del alcance de él. Bajó su capuchón, lo enfrentó y apartó lentamente el velo de encaje al que dejó flotar hasta la mesa que tenía a su lado.
La segunda salva fue disparada.
Dio en el blanco con una efectividad de la que Shanna poco se percató. Ruark Beauchamp no se atrevió a hablar. La belleza de ella era tal que le temblaron las rodillas. Súbitamente, sintió el llamado hambriento de su largo y forzoso celibato. El cabello de claro color miel de Shanna, arreglado en una masa de bucles sueltos, le caía sobre los hombros y por la espalda como una luminosa cascada. Era abundante y sedoso, dispuesto en estudiado desorden.
Hebras doradas, sin duda aclaradas por el sol, brillaban entre los sueltos rizos. Ruark sintió una fuerte tentación de acercársele y acariciar la copiosa y sedosa cabellera y pasar suavemente sus dedos por los delicados pómulos tersos como pétalos. Las facciones de ella eran perfectas, la nariz recta y finamente formada. Las suaves cejas de color castaño curvábanse sobre unos ojos que eran claros, de color verde mar, brillantes contra el espeso marco de pestañas muy negras. Esos ojos lo miraban directamente, abiertos aunque inescrutables como cualquier mar que él había visto en su vida. Los labios, suavemente rosados, eran tentadores y graciosamente curvos, vagamente sonrientes. Bajo la intensa mirada de él, la piel alabastrina se coloreó levemente. Con una voluntad de hierro, Ruark se contuvo y guardó silencio.
Shanna murmuró, recatadamente: -¿Soy tan fea, señor, que se ha quedado sin palabras?
– Al contrario – respondió Ruark con una aparente desenvoltura que no sentía-. Su belleza me ciega tanto que temo que tendrán que conducirme de la mano hasta la horca. Mi mente no puede absorber semejante esplendor después de la sordidez de esta mazmorra. ¿Se supone que debo conocer su nombre, o eso es parte de su secreto?