– ¡Demonios! Los tres se ven iguales. Ahora cuál es el de… Uhmmmmm, supongo que el que tiene cadenas es mi hombre. -Su regocijo provocó miradas furibundas de los dos guardias. Señaló hacia el agua:-. Vaya, compañero, ha dejado caer la pistola del señor Hicks.
Cuando John Craddock cayó de rodillas y empezó a buscar a tientas en el lodo, Pitney se acercó a Ruark. Hadley empezó a caminar hacia la orilla hasta que su compañero lo tomó de las piernas.
– ¡Mira dónde caminas! -gritó John Craddock-. ¡Esa cosa estaba cargada y amartillada y si se dispara podría volarte un pie!
Pitney sonrió y cuando Ruark lo miró, hizo señas con el pulgar por encima de su hombro.
– Allí, en el camino, hay una posada dónde podrá lavarse y vestirse para la boda. Estos muchachos demorarán un tiempo en secarse. -Su voz se volvió más áspera y advirtió.' severamente-: No diga nada acerca de por qué está aquí y de dónde ha venido. Y no diga nada acerca de mi ama a nadie que no sea yo. ¿Ha entendido?
Ruark se quitó un poco de lodo de su mentón cubierto por la barba y miró al hombre con ojos entrecerrados.
– Ajá -dijo.
– Después le quitaré esos hierros y nos pondremos en camino; Se hace tarde y mi señora está esperando.
Entraron a la posada por una escalera trasera y nadie supo de su llegada. Se dirigieron a una pequeña habitación que estaba inmediatamente debajo de las vigas del tejado. Después de tender sus ropas frente al fuego para que se secaran, los dos guardias se apostaron de mala gana junto a la puerta, del lado de afuera, y dejaron a Ruark al cuidad de Pitney. Pitney señaló una tina de madera en un ángulo de la habitación.
– La criada traerá agua para un baño. Hay un espejo para que usted pueda mirarse. -Abrió un pequeño -cofre de cuero y exhibió el contenido ante Ruark-. La señora envía ropas adecuadas para la ocasión. Le ruega que se vista y arregle con cuidado a fin de no avergonzarla.
Ruark miró de soslayo al musculoso individuo y rió sin humor. -Su señora espera mucho de alguien que ha sido mendigo -dijo.
Pitney no dio muestras de haber oído. Sacó su reloj del bolsillo de su chaleco. -Tenemos no más de dos horas para demoramos aquí -dijo.
Guardó el reloj, ladeó ligeramente la cabeza y miró a Ruark con una extraña sonrisa.
– En caso de que esté pensándolo, hay dos caminos para salir -de aquí. Por esa puerta, donde esos dos buenos hombres están esperando la oportunidad de echársele encima, y esta ventana. -Llamó a Ruark con un ademán y abrió los postigos.
Era una caída directa desde tres pisos hasta una pila de piedras de bordes filosos-. Sólo tengo que disparar mi pistola y el otro guardia traerá el carro a toda velocidad.
Ruark se alzó de hombros y el hombre cerró la ventana para no dejar entrar la helada llovizna y se acercó al hogar encendido.
– Pero cualquiera que sea el camino que elija, primero tendrá que pasar sobre mí. -Pitney abrió su pesado abrigo y su chaqueta para mostrar un par de enormes pistolas metidas en su cinturón.
Después de una breve -reflexión, y con completa sinceridad, Ruark le aseguró que esas ideas estaban muy lejos de su mente. La criada era una muchacha pequeña pero regordeta, no del todo fea, no del todo bonita. Si hubiera dicho cuántos años tenía habría mentido en cuatro, y su poca edad se revelaba en su obvia renuencia a acercarse al sucio cliente. Pero habiendo completado todos los preparativos, sólo pudo demorar un minuto más.
– Lo afeitaré en un minuto, señor. Pero mi navaja está un poco embotada buscaré un asentador.
Sus ojos claros vacilaron sobre las ropas sucias y desgarradas de Ruark y subieron hasta su barba sucia de lodo. En su cara se hizo demasiado evidente una expresión de disgusto y su nariz pecosa se arrugó cuando sintió el olor a suciedad que salía de él. Rápidamente se marchó en busca del asentador de navajas.
– Puede ser que la moza dude de que soy humano -comentó Ruark secamente..
Pitney soltó un gruñido, se tendió en la cama, apoyó la espalda en la tabla de la cabecera y bebió de un jarro de ale.
– No tiene por qué, preocuparse -dijo-. No tendrá tiempo para ponerla a prueba.
Ruark lo miró fijamente.
– Esa no fue mi intención -dijo. Observó al servidor un momento y añadió-: Es el día de mí boda ¿lo ha olvidado?
Pitney arrugó el entrecejo, se puso de pie y fue hasta la ventana, desde donde podía mirar el cielo gris.
– Yo tampoco me inquietaría mucho por eso -rugió por encima del hombro. Estiró sus largos brazos, flexionó los dedos en un lento movimiento de pinzas, se volvió y sonrió a Ruark-. Estoy aquí por orden de mi señora, me guste o no. Mi primera tarea es, siempre, cuidar de su bienestar, pero eso lo juzgo yo mismo. Yo no lo tomaría a bien si usted me diera motivos para dudar de que la causa de ella esté bien servida. Ruark midió cuidadosamente su respuesta.
– Yo sé muy poco de la fechoría de que me acusan. En realidad, no recuerdo más que haber acompañado a la moza hasta su habitación en la posada. Puedo decir con seguridad que la criatura que llevaba en su vientre no era mía. Yo no había estado, ni quince días en el país y la mayor parte de ese tiempo lo había pasado en Escocia. En realidad, era mí primer día en Londres. Por lo tanto, si me acosté con ella fue en la misma noche de su muerte. Pero ni siquiera tengo recuerdos de eso. A la mañana siguiente, cuando el posadero vino a despertar a la criada para que se pusiera a trabajar, me encontró dormido en su habitación. De modo que usted ve, amigo, que yo no puedo negar que me acosté con ella y que la asesiné, porque ella estaba muerta, golpeada y ensangrentada, y allí me encontraba yo, durmiendo pacíficamente en la cama de ella. Sin embargo, puedo negar, y niego, que la criatura era mía.
Bajo la atenta vigilancia de Pitney, Ruark se quitó sus inútiles chaleco y camisa y se puso una toalla sobre los hombros. Se sentó en una silla para esperar el regreso de la criada y pensar en las palabras de su silencioso compañero. Era muy posible que la dama, Shanna, no hubiera contado al hombre nada de su acuerdo. Si ella pensaba traicionado o si ello se debía a simple precaución, Ruark no podía adivinado. Pero Cualquiera de las dos cosas, como Pitney lo había expresado con claridad, presagiaba mal.
La criada regresó y Ruark se sometió a sus torpes manos mientras ella le cubría la barba con toallas calientes para quitar el barro seco. Si esta pobre muchacha lo encontraba tan repulsivo, pensó él, entonces la elegante dama, Shanna, debía considerado una bestia. Ella debía de estar en una situación sumamente apremiante, por cierto, para haberse sometido a este pacto.
– Sin embargo, fue para Ruark un placentero interludio que había disfrutado muy raramente en los últimos meses, aunque la muchacha no se mostró nada gentil en su prisa por terminar con él. Empero, su única herida fue un pequeño corte hecho con la última pasada de la navaja cuando la muchacha, al contemplar su obra, vio por fin la cara sobre la que había trabajado.
– ¡Vaya, señor! -exclamó ella y sonrió, mientras presionaba la toalla mojada sobre el pequeño corte.
La criada enrojeció ante la mirada divertida de él y se puso bastante agitada. Pitney se volvió cuando ella volcó el recipiente del agua y derramó gran parte de su contenido sobre el regazo de Ruark.
Ignorando la incomodidad del hombre, Pitney comentó despreocupadamente:
– Usted parece trastornar a la muchacha. Se ha puesto tan nerviosa como un gorrión asustado. La criada se volvió rápidamente hacia Pitney.
– Disculpe, señor, pero no fue culpa de él. Fue culpa mía. La joven tomó la toalla de los hombros de Ruark y empezó a secarle el regazo hasta que él la tomó de las muñecas y la apartó con firmeza.
– No tiene importancia:-dijo él secamente-. Yo haré eso. La- muchacha apenas podía apartar los ojos de ese pecho desnudo, ancho y musculoso, mientras recogía la navaja y la correa de asentar
– Córtale el cabello con esas tijeras, muchacha -ordenó Pitney y se alzó de hombros ante la mirada furiosa que le dirigió Ruark.
La joven sonrió complacida y balbuceó otra cortesía.
– En seguida, señor, lo haré con gusto, señor. Por su extraña conducta, Pitney dirigió a la muchacha una mirada divertida. Agitó la cabeza, murmuró algo para sí mismo y se puso de espaldas al fuego mientras bebía lentamente su ale. La criada se dedicó al cabello de Ruark con renovado celo, como si quisiera cortar cada hebra del mismo largo, y de ningún modo era una