– Levántese, su señoría -gritó el más grande y le dio un puntapié-. Su dama lo está aguardando.
Con los ojos color ámbar lleno de furia en su cara embarrada, Ruark se puso de pie, tomó sus cadenas y las hizo girar como un lazo, en abierta amenaza. El guardia más pequeño, John Craddock, retrocedió sorprendido y llevó la mano a la pistola que tenía en el cinturón.
– Vean, compañeros -rugió Ruark en tono de decidida advertencia- yo ya tengo una cuerda alrededor de mi cuello y no me ahorcarán dos veces si me llevo conmigo a unos cuantos de ustedes. Puede usar esa pistola, pero yo no tendré que explicar al señor Hicks por qué no ha cobrado su recompensa. Pueden divertirse con cualquier otro, porque si vuelven a ponerme una mano encima les romperé las cabezas con estos eslabones y que el diablo me lleve después.
Ellos eran hombres simples y miraron a su prisionero con un nuevo respeto. El tenía una forma desagradable de estropearles la diversión. Empero, Craddock siguió con la pistola preparada mientras Ruark pisaba terreno sólido y una vez más asumía el papel de cautivo. El señor Pitney, apoyado contra la parte trasera del carro, había presenciado todo el episodio. Rió para sí cuando reconoció que aquí había un hombre que podía estar a la altura de Shanna Trahern en cuanto a su carácter. Podría resultar muy interesante ver a su ama frente a frente con este individuo. Por lo menos, más interesante que lo que acababa de presenciar. A él lo enfurecía ver castigar a un hombre encadenado.
Pitney empezó a buscar la llave en el bolsillo de su chaleco y fue hacia Ruark, pero al pasar detrás de Craddock pareció tropezar. Cuando un sólido hombro lo golpeó en medio de la espalda, Craddoc soltó una exclamación y cayó hacia adelante, tratando de conservar el equilibrio mientras sus pies resbalaban en el lodo. Gruñendo, cayó contra su compañero, Hadley, y ambos terminaron zambul1éndose de cabeza en el estanque. Escupiendo y tosiendo, salieron del agua mientras Pitney los contemplaba calmosamente.
– ¡Demonios! Los tres se ven iguales. Ahora cuál es el de… Uhmmmmm, supongo que el que tiene cadenas es mi hombre. -Su regocijo provocó miradas furibundas de los dos guardias. Señaló hacia el agua:-. Vaya, compañero, ha dejado caer la pistola del señor Hicks.
Cuando John Craddock cayó de rodillas y empezó a buscar a tientas en el lodo, Pitney se acercó a Ruark. Hadley empezó a caminar hacia la orilla hasta que su compañero lo tomó de las piernas.
– ¡Mira dónde caminas! -gritó John Craddock-. ¡Esa cosa estaba cargada y amartillada y si se dispara podría volarte un pie!
Pitney sonrió y cuando Ruark lo miró, hizo señas con el pulgar por encima de su hombro.
– Allí, en el camino, hay una posada dónde podrá lavarse y vestirse para la boda. Estos muchachos demorarán un tiempo en secarse. -Su voz se volvió más áspera y advirtió.' severamente-: No diga nada acerca de por qué está aquí y de dónde ha venido. Y no diga nada acerca de mi ama a nadie que no sea yo. ¿Ha entendido?
Ruark se quitó un poco de lodo de su mentón cubierto por la barba y miró al hombre con ojos entrecerrados.
– Ajá -dijo.
– Después le quitaré esos hierros y nos pondremos en camino; Se hace tarde y mi señora está esperando.
Entraron a la posada por una escalera trasera y nadie supo de su llegada. Se dirigieron a una pequeña habitación que estaba inmediatamente debajo de las vigas del tejado. Después de tender sus ropas frente al fuego para que se secaran, los dos guardias se apostaron de mala gana junto a la puerta, del lado de afuera, y dejaron a Ruark al cuidad de Pitney. Pitney señaló una tina de madera en un ángulo de la habitación.
– La criada traerá agua para un baño. Hay un espejo para que usted pueda mirarse. -Abrió un pequeño -cofre de cuero y exhibió el contenido ante Ruark-. La señora envía ropas adecuadas para la ocasión. Le ruega que se vista y arregle con cuidado a fin de no avergonzarla.
Ruark miró de soslayo al musculoso individuo y rió sin humor. -Su señora espera mucho de alguien que ha sido mendigo -dijo.
Pitney no dio muestras de haber oído. Sacó su reloj del bolsillo de su chaleco. -Tenemos no más de dos horas para demoramos aquí -dijo.
Guardó el reloj, ladeó ligeramente la cabeza y miró a Ruark con una extraña sonrisa.
– En caso de que esté pensándolo, hay dos caminos para salir -de aquí. Por esa puerta, donde esos dos buenos hombres están esperando la oportunidad de echársele encima, y esta ventana. -Llamó a Ruark con un ademán y abrió los postigos.
Era una caída directa desde tres pisos hasta una pila de piedras de bordes filosos-. Sólo tengo que disparar mi pistola y el otro guardia traerá el carro a toda velocidad.
Ruark se alzó de hombros y el hombre cerró la ventana para no dejar entrar la helada llovizna y se acercó al hogar encendido.
– Pero cualquiera que sea el camino que elija, primero tendrá que pasar sobre mí. -Pitney abrió su pesado abrigo y su chaqueta para mostrar un par de enormes pistolas metidas en su cinturón.
Después de una breve -reflexión, y con completa sinceridad, Ruark le aseguró que esas ideas estaban muy lejos de su mente. La criada era una muchacha pequeña pero regordeta, no del todo fea, no del todo bonita. Si hubiera dicho cuántos años tenía habría mentido en cuatro, y su poca edad se revelaba en su obvia renuencia a acercarse al sucio cliente. Pero habiendo completado todos los preparativos, sólo pudo demorar un minuto más.
– Lo afeitaré en un minuto, señor. Pero mi navaja está un poco embotada buscaré un asentador.
Sus ojos claros vacilaron sobre las ropas sucias y desgarradas de Ruark y subieron hasta su barba sucia de lodo. En su cara se hizo demasiado evidente una expresión de disgusto y su nariz pecosa se arrugó cuando sintió el olor a suciedad que salía de él. Rápidamente se marchó en busca del asentador de navajas.
– Puede ser que la moza dude de que soy humano -comentó Ruark secamente..
Pitney soltó un gruñido, se tendió en la cama, apoyó la espalda en la tabla de la cabecera y bebió de un jarro de ale.
– No tiene por qué, preocuparse -dijo-. No tendrá tiempo para ponerla a prueba.
Ruark lo miró fijamente.
– Esa no fue mi intención -dijo. Observó al servidor un momento y añadió-: Es el día de mí boda ¿lo ha olvidado?
Pitney arrugó el entrecejo, se puso de pie y fue hasta la ventana, desde donde podía mirar el cielo gris.
– Yo tampoco me inquietaría mucho por eso -rugió por encima del hombro. Estiró sus largos brazos, flexionó los dedos en un lento movimiento de pinzas, se volvió y sonrió a Ruark-. Estoy aquí por orden de mi señora, me guste o no. Mi primera tarea es, siempre, cuidar de su bienestar, pero eso lo juzgo yo mismo. Yo no lo tomaría a bien si usted me diera motivos para dudar de que la causa de ella esté bien servida. Ruark midió cuidadosamente su respuesta.
– Yo sé muy poco de la fechoría de que me acusan. En realidad, no recuerdo más que haber acompañado a la moza hasta su habitación en la posada. Puedo decir con seguridad que la criatura que llevaba en su vientre no era mía. Yo no había estado, ni quince días en el país y la mayor parte de ese tiempo lo había pasado en Escocia. En realidad, era mí primer día en Londres. Por lo tanto, si me acosté con ella fue en la misma noche de su muerte. Pero ni siquiera tengo recuerdos de eso. A la mañana siguiente, cuando el posadero vino a despertar a la criada para que se pusiera a trabajar, me encontró dormido en su habitación. De modo que usted ve, amigo, que yo no puedo negar que me acosté con ella y que la asesiné, porque ella estaba muerta, golpeada y ensangrentada, y allí me encontraba yo, durmiendo pacíficamente en la cama de ella. Sin embargo, puedo negar, y niego, que la criatura era mía.