Bajo la atenta vigilancia de Pitney, Ruark se quitó sus inútiles chaleco y camisa y se puso una toalla sobre los hombros. Se sentó en una silla para esperar el regreso de la criada y pensar en las palabras de su silencioso compañero. Era muy posible que la dama, Shanna, no hubiera contado al hombre nada de su acuerdo. Si ella pensaba traicionado o si ello se debía a simple precaución, Ruark no podía adivinado. Pero Cualquiera de las dos cosas, como Pitney lo había expresado con claridad, presagiaba mal.
La criada regresó y Ruark se sometió a sus torpes manos mientras ella le cubría la barba con toallas calientes para quitar el barro seco. Si esta pobre muchacha lo encontraba tan repulsivo, pensó él, entonces la elegante dama, Shanna, debía considerado una bestia. Ella debía de estar en una situación sumamente apremiante, por cierto, para haberse sometido a este pacto.
– Sin embargo, fue para Ruark un placentero interludio que había disfrutado muy raramente en los últimos meses, aunque la muchacha no se mostró nada gentil en su prisa por terminar con él. Empero, su única herida fue un pequeño corte hecho con la última pasada de la navaja cuando la muchacha, al contemplar su obra, vio por fin la cara sobre la que había trabajado.
– ¡Vaya, señor! -exclamó ella y sonrió, mientras presionaba la toalla mojada sobre el pequeño corte.
La criada enrojeció ante la mirada divertida de él y se puso bastante agitada. Pitney se volvió cuando ella volcó el recipiente del agua y derramó gran parte de su contenido sobre el regazo de Ruark.
Ignorando la incomodidad del hombre, Pitney comentó despreocupadamente:
– Usted parece trastornar a la muchacha. Se ha puesto tan nerviosa como un gorrión asustado. La criada se volvió rápidamente hacia Pitney.
– Disculpe, señor, pero no fue culpa de él. Fue culpa mía. La joven tomó la toalla de los hombros de Ruark y empezó a secarle el regazo hasta que él la tomó de las muñecas y la apartó con firmeza.
– No tiene importancia:-dijo él secamente-. Yo haré eso. La- muchacha apenas podía apartar los ojos de ese pecho desnudo, ancho y musculoso, mientras recogía la navaja y la correa de asentar
– Córtale el cabello con esas tijeras, muchacha -ordenó Pitney y se alzó de hombros ante la mirada furiosa que le dirigió Ruark.
La joven sonrió complacida y balbuceó otra cortesía.
– En seguida, señor, lo haré con gusto, señor. Por su extraña conducta, Pitney dirigió a la muchacha una mirada divertida. Agitó la cabeza, murmuró algo para sí mismo y se puso de espaldas al fuego mientras bebía lentamente su ale. La criada se dedicó al cabello de Ruark con renovado celo, como si quisiera cortar cada hebra del mismo largo, y de ningún modo era una
Melena rala. De tanto en tanto se detenía para que él pudiera mirarse en un espejo que ella sostenía entre sus pechos, sin tocarlo con las manos, con sorprendente resultado.
La muchacha se puso petulante ante la falta de interés de él y aceptó con evidente mala gana las seguridades de él de que no necesitaba que lo ayudaran a bañarse. Finalmente recogió sus tijeras y demás instrumentos en su delantal y se retiró.
Ruark no perdió tiempo, se quitó sus malolientes calzones y se metió en la tina con un largo suspiro de deleite. Se frotó concienzudamente y varias veces con un fuerte jabón para quitarse la suciedad y los parásitos de la prisión y también se enjabonó la cabellera. Estaba ansioso por ponerse en camino y se secó rápidamente con la toalla antes de ponerse las medias y los calzones oscuros. Pero se detuvo lo suficiente para notar que los últimos le ceñían apretadamente los muslos. Quizá Shanna Trahern lo había observado más de lo que él creía, murmuró con una melancólica sonrisa. El, ciertamente, la había observado muy bien..
Rechazó los polvos perfumados que habían dejado a su disposición y peinó sus cabellos negros en una coleta en la nuca y los cepilló frente al espejo. De pie delante de su imagen, se puso la camisa color crema con volantes de encaje en los puños, aseguró la chorrera de encaje y se puso el chaleco de seda que armonizaba con sus ceñidos calzones. Se puso después la chaqueta de terciopelo lujosamente ornamentada con hebras de oro que dibujaban elaborados adornos en los anchos puños y en la parte delantera. El cuero de los zapatos castaños estaba suavemente pulido y adornado con hebillas de filigrana de oro. Un tricornio de terciopelo bordado en, oro completaba el atuendo.
Ruark pensó, mientras se miraba con ojo crítico al espejo, que Shanna no había mirado en gastos para hacer que él vistiera como un hombre con título de nobleza. Por encima del hombro de su imagen reflejada, Ruark vio que Pitney lo observaba atentamente. Pitney apreció el cambiado aspecto de su prisionero y logró sonreír débilmente.
– Creo que mi señora se sentirá agradablemente sorprendida. – Terminó su ale de un solo trago y miró su reloj-. Será mejor que nos pongamos en marcha.
Era una pequeña iglesia rural cubierta de hiedra, pero con los fríos del inminente invierno las hojas estaban oscuras y quebradizas contra las grises paredes de piedra. La llovizna había cesado y brillantes rayos de sol atravesaban las nubes y encendían con mil colores los cristales de las ventanas de la rectoría.
Shanna estaba bañada en la luz que entraba por un camón. Su rostro, cuando ella miraba hacia los campos ondulados, tenía la sonrisa de alguien que está seguro de las metas que se ha fijado en la vida. Había llegado temprano a la iglesia, en un coche alquilado, porque su carruaje tenía que llevar, a Pitney a la posada que quedaba a más de una hora de viaje y esperar allí mientras él viajaba a Londres en otro coche, alquilado y regresaba con Ruark Beauchamp. Pero el reverendo y la señora Jacobs se mostraban amables y hospitalarios y Shanna se las arreglaba para soportar la espera.
La rolliza esposa del buen clérigo estaba sentada junto a ella, sorbiendo su té sin dejar de observar a Shanna. No era frecuente que personas de fortuna se detuvieran en su pequeña y tranquila aldea y mucho menos que entraran en la humilde rectoría, y con atuendos tan lujosos como la señora Jacobs no había visto en toda su vida. Una capa de muaré de seda color malva, forrada lujosamente con suaves pieles de zorro gris, estaba sobre el brazo de un sillón, olvidada como si la hubieran descartado. La mujer ni siquiera podía imaginar el precio del vestido de seda del mismo color con sus volantes de encaje rosa grisáceo que caían en cascada por la parte delantera de la falda entre fruncidos volantes paralelos de seda. Vueltas de encaje adornaban las mangas donde terminaban, a mitad del brazo. Encaje plegado se abría como un abanico desde un punto en la cintura muy ceñida y hacia arriba, hasta donde quedaba expuesta la piel tersa y alabastrina. Una fina cinta de color malva estaba atada alrededor de la esbelta columna del cuello de la joven, y el intrincado peinado, sin empolvar, se veía glorioso con el magnífico color natural del cabello. El efecto de hebras doradas entre el tono aleonado hubiera desafiado los mejores esfuerzos del más artista de los peinadores.