– Sin embargo, querida mía, deberíamos casarnos antes de que usted quede deshonrada. Si usted estuviera encinta, negaríamos todas las murmuraciones y yo me presentaría como el padre de la criatura.
La miró para ver el efecto de su impecable lógica pero sólo vio la espalda rígida, de ella. No podía saber que Shanna tenía los labios blancos y apretados de furia. Ella debía, pensó él, estar completamente abrumada por la generosidad del ofrecimiento. Entonces, atrevidamente, prometió:
Afrontaría personalmente cualquier desafío y retaría a duelo a quienquiera que lance sombras sobre su nombre.
Shanna levantó un brazo y su dedo tembló cuando señaló el camino más directo hacia la puerta.
– ¡Fueeera! -gritó con voz semi ahogada.
– Por supuesto, querida mía -murmuró sir Gaylord, sin comprender la situación-. Comprendo. Usted está alterada. Podremos discutido más tarde.
Dio varios pasos antes de casi tropezar con su bastón y súbitamente recordó que tenía que cojear con su pie vendado. El caballero debió dar un salto para evitar la puerta que se cerró violentamente a sus espaldas.
Shanna se apoyó contra la puerta y pasó un largo momento hasta que pudo calmar la indignación provocada por las palabras, de sir Gaylord. Un gemido de Ruark terminó de calmar su ira y la hizo correr hasta la cama. El giraba la cabeza de lado el lado.
Ansiosamente, ella tocó la frente y la encontró sumamente afiebrada
– ¡Oh, maldición! -exclamó. Los ojos se le llenaron! del lágrimas mientras una abrumadora sensación de impotencia se abatía sobre ella-, ¡Oh, Dios, no permitas que muera!
Llego la media noche, paso y Shanna seguía velando. Ruark empezó a gemir y agitarse más violentamente con un delirio febril. Shanna temió que él tratara de levantarse y supo que ella no tendría fuerzas para impedirlo, ni aun en el estado de debilidad de él. Se sentó en la cama y empezó a murmurarle palabras tranquilizadoras, y a acariciarle la frente con suavidad y dulzura.
De pronto, él abrió los ojos. Su cara se crispó salvajemente.
– ¡Maldición! -dijo él-. ¡No había visto antes a la muchacha! ¿Por que no me creen…?
Con un gruñido, apartó a Shanna de un empellón, volvió a tenderse y miró con ojos vacíos hacia el balcón. Su boca adquirió una expresión de tristeza.
– Cuatro paredes… techo… suelo… puerta. Contaré las piedras. contaré los días, uno por uno. ¿Pero cómo los contaré si no puedo ver el sol?
Sus palabras se volvieron ininteligibles. Shanna creyó que sentía dolor, porque él se retorció y pareció sufrir un gran tormento. Sacó el paño de la jofaina pero se detuvo cuando las palabras de él nuevamente sonaron con claridad.
– ¡Entonces quítenme todo! ¡Quítenme la vida! ¿Qué me importa la vida, ahora que ella se ha marchado? ¡Maldita! ¡Maldito sea su malvado corazón! ¡Ah, cómo la odio! ¡Esposa malvada! Me provoca, me acosa, me seduce, me deja muerto de deseos por ella. ¿Ya no tengo voluntad propia?
Su voz se quebró y el pecho se le sacudió con fuertes sollozos. Shanna sintió que le rodaban las lágrimas por las mejillas y trató de calmado. El no le hizo caso y se llevó una mano a los ojos.
– Pero todavía -continuó- la amo. Yo podría aprovechar mi libertad y huir. pero ella me tiene atado á su lado. -Bajó la mano y, siguió hablando y gimiendo-. No puedo quedarme. No puedo marcharme.
Cerró los ojos no habló más.
Shanna ahogó un sollozo e inclinó la cabeza, transida de dolor. Con qué frialdad había tejido su tela alrededor de él. Ella no había querido atrapado. En aquella noche oscura y fría, en la cárcel de Londres, ella no pudo prever este final. Fue un juego que tramó para burlar la voluntad de su padre, para probarse a sí misma que era tan astuta como cualquier hombre, con una total desconsideración por los sentimientos y emociones de los demás.
Se sentía profundamente avergonzada y arrepentida. De todos los hombres a quienes había herido con el filo de su lengua, Ruark era el Único a quien realmente no había querido lastimar. Y ahora él, a causa de ella, estaba cercano a la muerte.
Siguió cuidando a Ruark, secándole el sudor y vertiendo líquido entre sus labios resecos. Y él seguía delirando y agitándose, como poseído por un demonio.
– No significará nada para mí -dijo él-. No me presiones más. Ella recibirá el regalo…
Se convirtió en un trabajo interminable. Pasó la noche. Por fin rayos de luz del sol naciente entraron en la habitación. En su silla Shanna dormía a ratos, con la cabeza caída lánguidamente sobre un hombro.
Débilmente, sintió que a sus espaldas se abría y cerraba la puerta. Despertó sobresaltada cuando una sombra enorme y oscura se le acercó. Ahogó un grito, como si esperara reconocer a Pellier que venía a violarla. Pero con enorme alivio vio que era Pitney. Suspiró y se pasó una mano por la frente.
– Sabía que usted no confiaría en ningún otro -dijo él con su voz áspera y grave que la conmovió, pese a que no estuvo ausente un toque de sarcasmo.
Shanna no respondió y miró aturdida a Ruark.
– Esto es inútil -dijo Pitney-. Pronto usted no servirá de nada para él ni para usted misma. Vaya a su habitación y duerma. Yo velaré. ¡Váyase! -repitió en tono severo, pero cuando notó la expresión angustiada de ella, se suavizó-. Yo cuidaré de su hombre tan bien como de sus secretos.
Shanna obedeció. Completamente agotada, se desplomó sobre su cama todavía con el vestido que su padre había llevado con él en el Hampstead, estiró su cuerpo cansado sobre las sábanas de satén y se hundió en un profundo vórtice de sueño.
Le pareció que sólo un momento después Hergus la sacudía para despertarla.
– Vamos, señorita Shanna -dijo la mujer-. Aquí tiene algo para comer.
Shanna se sentó sobresaltada, miró el reloj y vio que eran casi las tres de la tarde. Tomó un trozo de torta de avena de la bandeja, corrió al balcón, traspuso rápidamente la reja que separaba las áreas.
Pitney había sacado una baraja y estaba jugando con ellas en una mesilla cuando Shanna entró.
– Su padre vino un momento pero ya se fue -dijo Pitney.
Shanna no respondió y corrió al lado de Ruark. La frente de él estaba tan caliente como antes. Shanna levantó la sábana y ahogó una exclamación al ver las franjas rojas que subían casi hasta la cadera.
Pitney vino a su lado. Ella tocó la carne hinchada, con un dedo tembloroso.
– Probablemente perderá la pierna -comentó él, en tono de pesadumbre. El había visto suficiente, y oído muchos relatos sangrientos, de la cirugía de los barberos. Era una vergüenza hacerla practicar en un hombre-. Es una lástima que el señor Ruark no sea un caballo. Podríamos practicar una de sus curas en él. La yegua está curada y casi no le queda cicatriz.
Shanna arrugó la nariz al recordar el aspecto y el olor del ungüento.
– Un remedio para caballos -dijo asombrada-. Esa mixtura… ron y hierbas…
Se detuvo abruptamente cuando le vino el recuerdo. Las hojas que Ruark había cortado para curarle el talón le causaron dolor al ser aplicadas en la herida, pero el dolor cedió en seguida y él dijo que eliminaría el veneno. Apretó la mandíbula, con firme determinación, y miró a Pitney.
– Busque a Elot. Envíelo a recoger las hojas con las cuales Ruark preparó la mixtura. Tenemos que añadir fuerte ron negro. -Cuando Pitney se dirigía a toda prisa a la puerta, ella agregó, por encima de su hombro-: y dígale a Hergus que traiga sábanas limpias y agua caliente.