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Pitney aceptó un plato y empezó a comer con buen apetito. Pero en seguida cuando Milán acababa de servir más café a Ruark, llamaron a la puerta principal. Jasón hizo entrar a un siervo de la aldea, que venía descalzo, directamente al comedor. Junto a Trahern, el hombre se detuvo nervioso y empezó a jugar con su sombrero, mientras dirigía fugaces miradas a Shanna como si la presencia de ella lo hubiera dejado sin palabras.

– Señor… Hum… señor Trahern -empezó el hombre, con gran dificultad.

– Bien, señor Hanks -dijo Trahern con impaciencia-. Hable de una buena vez.

El siervo se ruborizó intensamente cuando miró a Shanna.

– Bien, señor, yo salí temprano en mi bote, para capturar unos cuantos buenos pescados para la señora Hawkins. Ella me da unos tres peniques. Saqué mi bote para poner las líneas y cebadas, cuando veo una mancha de color entre los matorrales. La marea estaba baja, de modo que encallé el bote para acercarme.

– Se detuvo y bajó la vista. Aplastó el sombrero entre sus manos callosas y cuadradas-. Era la señorita Milly, señor. -Pareció ahogarse-. Estaba muerta, muy golpeada y arrojada en un charco dejado por la marea.

En el profundo silencio que se produjo, el hombre continuó precipitadamente.

– Hay que avisarle a la señora Hawkins, señor, y yo no me atrevo a hacerlo pues Milly era su única hija. ¿Lo hará usted, señor?

– ¡Mi1an! -gritó Trahern, y el sirviente casi dejó caer un plato-.

Diga a Maddock que traiga inmediatamente mi carruaje. -Echó su silla atrás y todos se levantaron con él-. Venga y muéstrenos el lugar, señor Hanks.

Shanna cruzo la habitación. Estaba medio aturdida. ¡Milly y su criatura, muertos! ¿Qué ser perverso cometería semejante crimen? Sería una tragedia terrible para la señora Hawkins.

En el fondo de su mente, Shanna se dio cuenta de que una vez más su secreto estaba seguro, pero eso ahora nada significaba. Ella hubiera revelado todo alegremente a su padre si con eso hubiese podido evitar la muerte de Milly.

Ruark estaba igualmente aturdido. El atentado contra su vida el día de ayer y ahora este asesinato de Milly… ¿habría una relación entre los dos hechos? Era una mancha oscura en los días serenos y felices que había disfrutado desde que Shanna retirara todas las barreras entre ella y el.

– ¡Shanna, muchacha! -dijo Trahern-. Será mejor que te quedes aquí.

– El señor Hanks tiene razón, papá -replicó Shanna quedamente-. Hay que avisarle a la señora Hawkins. Será mejor que haya una mujer con ella. Iré yo.

Trahern asintió y todos se marcharon.

Milly yacía boca abajo en una pequeña depresión en la arena. Sus ropas estaban desgarradas. En su cuerpo y sus miembros había unas marcas delgadas, como si hubiera sido cruelmente azotada con un palo delgado o una cuerda. En sus brazos y la mitad superior del cuerpo había grandes magullones de color púrpura, como si la hubieran golpeado repetidamente con un puño o garrote. En una mano aferraba todavía un puñado de hierba que hablaba de su lucha por sostenerse mientras la marea subía. Su otra mano estaba estirada y cerca de la misma había marcada en la arena una tosca "R".

Ruark la miró fijamente, recordando a otra muchacha que había muerto de manera semejante. ¿Cómo podía suceder esto, con un océano de por medio?

Trahern se inclinó y miró la letra en la arena.

– Es una R -murmuró, y se enderezó para mirar a su siervo-. O podría ser una P. Aunque yo pondría las manos en el fuego por Pitney. Podría acusar a Ruark, pero no lo creo. Estoy seguro de que también pondría las manos en el fuego por usted, si se presentara la ocasión.

Ruark sintió su garganta reseca. El cuerpo retorcido le resultaba demasiado familiar.

– Gracias, señor -logró decir.

– También podría acusar a Ralston, aunque me cuesta imaginármelo con una joven como ésta. El prefiere mujeres más pesadas, más rollizas y más viejas. Más sólidas y confiables. "Como Inglaterra", dice él.

Ruark levantó la vista y miró el bajo acantilado sobre la playa. Una mata de arbustos mostraba ramas rotas y más arriba un trozo de tela blanca colgaba como un banderín de una rama.

– ¡Allí! -señaló-. Ella debió de caer desde allí.

Subió a la barranca, seguido por Trahern y Pitney. El señor Hanks permaneció abajo y caminó hacia su bote, pues no quería tener nada más que ver con este macabro asunto.

Los tres encontraron un pequeño claro sombreado por árboles y oculto por arbustos. El suelo era un espeso lecho de musgo y aquí estaba escrito el resto de la historia. El musgo estaba arrancado en varios lugares y pisoteado, con señales de una lucha violenta. Había trozos de las ropas de Milly y profundas marcas de botas que señalaban el lugar donde había sido llevada hasta el borde.

– El perverso hijo de puta -dijo Pitney con voz conmovida- la creyó muerta y la arrojó al mar. Ella hubiera sido arrastrada por la marea y desaparecer sin dejar rastros. La pobre muchacha.

Sus ojos grises se posaron en Ruark y por un largo momento las dos miradas estuvieron frente a frente sin vacilar. Cuando Pitney habló nuevamente, su tono sonó seguro, como si dirigiera su afirmación al hombre más joven.

– No conozco -dijo- a alguien capaz de hacer esto.

– Tampoco yo -dijo Trahern-. Es una cosa bestial. Bestial.

– Señor -empezó Ruark con renuencia, y Trahern lo miró con expresión intrigada-. Quiero que lo sepa ahora y de mis labios. -Tuvo que entrecerrar los ojos por la luz del sol, pero sostuvo firmemente la mirada del hacendado-. Milly decía que estaba encinta y que necesitaba que yo me casara con ella.

– ¿Y usted era el padre? -preguntó Trahern lentamente.

– No -dijo Ruark-. Nunca toqué a la muchacha.

Después de un momento, el hacendado asintió con la cabeza. -Le creo, señor Ruark. -Suspiró profundamente-. Hay que llevar a la muchacha a su casa. Elot vendrá en cualquier momento con un carro.

El birlocho llevó al grupo a la casa de los Hawkins, donde Pitney se disculpó y se dirigió a la cantina. Se hicieron arreglos para que el cuerpo de Milly fuera preparado por una amiga íntima de la vendedora de pescado antes de que la mujer pudiera ver los malos tratos que había sufrido su hija. Trahern y Ruark se detuvieron fuera de la humilde vivienda y se prepararon para reunirse con los Hawkins. El patio y el exterior se hallaban en estado ruinoso. Un par de enredaderas escuálidas se enroscaban en un rincón debajo de un precario cobertizo de tablas, mientras alrededor de una docena de gallinas de Guinea escarbaban la tierra.

Con mucha aprensión, los dos entraron en la casa. Se encontraba limpia y ordenada, aunque penosamente escasa de adornos, con excepción de un sencillo crucifijo tallado en madera que colgaba en la pared. El señor Hawkins estaba sentado en un banco y ni siquiera los miró.

– La mujer está en la parte trasera -gruñó, y bebió de una botella de ron, sin dejar de mirar a la lejanía.

Atrás de la casa, un tejado apoyado en postes retorcidos daba algo de sombra pero muy poca protección contra la lluvia. Allí estaba la señora Hawkins ante una mesa alta, dándoles la espalda. Con un gran cuchillo limpiaba pescados y arrojaba las escamas en un barril. Shanna estaba sentada en un taburete y los miró con un leve encogimiento de hombros, aunque en sus mejillas había huellas de lágrimas recientes.